BANU ABDUS

Banu Abdus, hijo de Abdus parece ser su traducción y el nombre con que allá por el siglo XII se conocía a una pequeña alquería de este valle del Andaráx, habitada por la familia de los Abdus y que con el paso del tiempo se convertirá en lo que hoy conocemos como Benahadux...nuestro pueblo.

MARMOL-5 (Cap.III, La Matanza de Benahaduz)


Libro quinto

Capítulo I

Cómo el marqués de Mondéjar formó su campo contra los rebeldes
     Estaban en este tiempo los ciudadanos de Granada confusos y muy turbados, casi arrepentidos del deseo que habían tenido de ver levantados los moriscos, por las nuevas que cada hora venían de las muertes, robos e incendios que inician por toda la tierra; y cansados los juicios con estos cuidados, perdida algún tanto la cudicia, solamente pensaban en la venganza. El marqués de Mondéjar daba priesa a las ciudades que le enviasen gente para salir en campaña, porque en la ciudad no había tanta que bastase para llevar y dejar, certificándoles que de su tardanza podrían resultar grandes inconvenientes y daños, si los rebelados, que estaban hechos señores de la Alpujarra y Valle, lo viniesen también a ser de los lugares de la Vega, por no haber cantidad de gente con que poderlos oprimir, antes que sus fuerzas fuesen creciendo con la maldad. Habiendo pues llegado las compañías de caballos y de infantería de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Jaén y Antequera, y pareciéndole tener ya número suficiente con que poder salir de Granada, partió de aquella ciudad lunes a 3 días del mes de enero del año de 1569, dejando a cargo del conde de Tendilla, su hijo, el gobierno de las cosas de la guerra y la provisión del campo; y aquella tarde caminó dos leguas pequeñas, y fue al lugar de Alhendín, donde se alojó aquella noche, y recogiendo la gente que estaba alojada en Otura y en otros lugares de la Vega, la mañana del siguiente día caminó la vuelta del Padul, primer lugar del valle de Lecrín, pensando rehacer allí su campo. Llevaba dos mil infantes y cuatrocientos caballos, gente lúcida y bien armada, aunque nueva y poco disciplinada. Acompañábanle don Alonso de Cárdenas, su yerno, que hoy es conde de la Puebla, don Francisco de Mendoza, su hijo, don Luis de Córdoba, don Alonso de Granada Venegas, don Juan de Villarroel, y otros caballeros y veinte y cuatros, [220] y Antonio Moreno y Hernando de Oruña, a quien su majestad había mandado que asistiesen cerca de su persona por la prática y experiencia que tenían de las cosas de guerra, y otros muchos capitanes y alféreces, soldados viejos entretenidos con sueldo ordinario por sus servicios. De Jaén iba don Pedro Ponce por capitán de caballos, y Valentín de Quirós con la infantería. De Antequera Álvaro de Isla, corregidor de aquella ciudad, y Gabriel de Treviñón, su alguacil mayor, con otras dos compañías. Capitán de la gente de Loja era Juan de la Ribera, regidor; de la de Alhama, Hernán Carrillo de Cuenca, y de Alcalá la Real, Diego de Aranda. Iba también cantidad de gente noble popular de la ciudad de Granada y su tierra, y las lanzas ordinarias, cuyos tenientes eran Gonzalo Chacón y Diego de Leiva y la mayor y mejor parte de los arcabuceros de la ciudad, cuyos capitanes eran Luis Maldonado, y Gaspar Maldonado de Salazar, su hermano. Con toda esta gente llegó el marqués de Mondéjar aquella noche al lugar del Padul, y antes de entrar en él salieron los moriscos más principales a suplicarle no permitiese que los soldados se aposentasen en sus casas, ofreciéndole bastimentos y leña para que se entretuviesen en campaña, porque temían grandemente las desórdenes que harían; y aunque el Marqués holgara de complacerles, no les pudo conceder lo que pedían, porque el tiempo era asperísimo de frío, la gente no pagada, y acostumbrada a poco trabajo, y se les hiciera muy de mal quedar de noche en campaña; y diciendo a los moriscos que tuviesen paciencia, porque sola una noche estaría allí el campo, y que proveería como no recibiesen daño, los aseguró de manera, que tuvieron por bien de recoger y regalar a los soldados en sus casas aquella noche, aunque no la pasaron toda en quietud, por lo que adelante diremos.
Capítulo II
Cómo estando el marqués de Mondéjar en el Padul, los moros acometieron nuestra gente, que estaba en Dúrcal, y fueron desbaratados
     La propria noche que el marqués de Mondéjar llegó con su campo al lugar del Padul, los moros acometieron el lugar de Dúrcal, una legua de allí, donde estaban alojados el capitán Lorenzo de Ávila con las compañías de las siete villas de la jurisdición de Granada, y el capitán Gonzalo de Alcántara con cincuenta caballos. No pudo ser este acometimiento tan secreto, que dejasen de tener aviso los capitanes, porque el mesmo día que el marqués de Mondéjar salió de Granada, los soldados de aquel presidio habían tomado dos espías, al uno de los cuales hallaron quebrando los aderezos de un molino, donde se molía el trigo para las raciones de los soldados, y el otro era un muchacho hijo de cristianos, criado desde su niñez entre moriscos y hecho a sus mañas, que le enviaba Miguel de Granada Xaba, capitán de los moros del Valle, a que espiase la cantidad de la gente que había en aquel lugar y el recato con que estaban. El espía que fue preso en el molino jamás quiso confesar, aunque le hicieron pedazos en el tormento; el muchacho, a persuasión del doctor Ojeda, vicario de Nigüeles, que era el que le había hecho prender, entre ruego y amenazas, vino a confesar y declarar todo el hecho de la verdad, y el efeto para que los habían enviado. Este dijo que los de las Albuñuelas habían hecho reseña cuando se quisieron alzar, y que se habían hallado docientos tiradores escopeteros y ballesteros entre ellos, y trecientos con armas enhastadas y espadas; que los moriscos forasteros y monfís habían quemado la iglesia, y que después se habían arrepentido los vecinos, viendo que los del Albaicín y de la Vega se estaban quedos; y que queriéndose tornar a sus casas por consejo del alguacil, se lo habían estorbado otros de los alzados, diciéndoles que no era ya tiempo de dar excusas ni de pedir perdón, porque los cristianos no les creerían ni se fiarían más dellos, viendo la señal que habían dado; y que el alcaide Xaba había juntado de los lugares de Órgiba y del Valle, y de Motril y Salobreña mucha cantidad de moros, y entre ellos más de seiscientos tiradores, para ir a dar sobre el lugar de Dúrcal, y que sin falta daría la siguiente noche sobre él. Con este aviso fue luego aquella tarde el capitán Lorenzo de Ávila al marqués de Mondéjar, y llevó el muchacho consigo; y siendo ya bien de noche, se volvió a su alojamiento con cuidado de lo que podía suceder, y en llegando hizo echar bando que ningún soldado quedase desmandado por las casas; que todos se recogiesen a la iglesia, donde estaba el cuerpo de guardia. Reforzó las postas y centinelas, y puso otras de nuevo donde le pareció ser necesarias; y el capitán Gonzalo de Alcántara apercibió la caballería, que estaba alojada en Margena, que es un barrio cerca de Dúrcal, para que en sintiendo dar al arma, saliesen tocando las trompetas desde el alojamiento hasta una haza llana delante de la plaza de la iglesia; porque este hombre experimentado entendió el efeto que se podría seguir animando a los soldados y desanimando a los enemigos, con ver que tocaban las trompetas hacia donde estaba el campo del marqués de Mondéjar, que de necesidad habían de presumir que venía socorro. Andando pues los animosos capitanes haciendo estas prevenciones y apercibimientos, el Xaba, que no dormía, venía caminando a más andar cubierto con la escuridad de la noche, y llegando cerca del lugar, repartió seis mil hombres que traía en dos partes: con los tres mil fue en persona a tomar un barranco muy hondo que se hace entre el Padul y el barrio de Margena, por donde había de ir el socorro de nuestro campo; los otros tres mil envió con otros capitanes, para que unos acometiesen por el camino que va entre Margena y Dúrcal, y otros por otra parte hacia la sierra, ordenándoles que excusasen todo lo que pudiesen el salir a lo llano, porque los caballos no se pudiesen aprovechar dellos. Desta manera llegaron dos horas antes que amaneciese con un tiempo asperísimo de frío y muy escuro. Nuestras centinelas los sintieron, aunque tarde; y tocando arma, con estar apercebidas, casi todos entraron a las vueltas en el lugar, no siendo menor el miedo de los acometedores que el de los acometidos. Los capitanes, que andaban a esta hora requiriendo las postas, acudieron luego a hacer resistencia; mas presto se hallaron solos. Lorenzo de Ávila se opuso contra los que venían a entrar de golpe por una haza adelante con sola una espada y una rodela, y los fue retirando con muertes y heridas de muchos dellos; y siendo herido de saeta, que le atravesó entrambos muslos, fue socorrido y retirado a la iglesia. Gonzalo de Alcántara se puso a la parte del camino de Margena a resistir un [221] gran golpe de enemigos que venían entrando por allí; y fue tanta la turbación de nuestra gente en aquel punto, que ni bastaban ruegos ni amenazas para hacerles salir de la iglesia, como si la aspereza y tenebrosidad de la noche fuera más favorable a los enemigos que a ellos; y para castigo de semejante flaqueza no dejaré de decir que hubo muchos que, soltando las armas ofensivas, se metieron huyendo en la iglesia, tomando por escudo otros, para que los moros no los matasen a ellos primero; ni menos callará mi pluma el valor de los animosos capitanes y soldados que pusieron el pecho al enemigo por el bien común, acudiendo, no todos juntos, que hicieran poco efeto, por ser muchas las entradas, sino cada uno por su parte, y reparando con su mucho valor un gran peligro; porque, los moros, hallando aquella resistencia y sintiendo grande estruendo de armas, no creyendo que eran de la gente que huía, sino de la que se aparejaba contra ellos, aflojaron su furia, y aun se comenzaron a retirar. A este tiempo el capitán Alcántara, viendo que Lorenzo de Ávila, herido como estaba, procuraba sacar la gente de la iglesia animándolos a la pelea, con doce o trece soldados, que no le siguieron más, volvió a su puesto, porque los enemigos daban de nuevo carga por allí. Acudiéronle también ocho religiosos, cuatro frailes de San Francisco y cuatro jesuitas, diciendo que querían morir por Jesucristo, pues los soldados no lo osaban hacer; mas no se lo consintió, rogándoles de parte de Dios que haciendo su oficio, acudiesen a esforzar la gente que estaba a las bocas de las calles que salían a la plaza, porque no las desamparasen. Viendo pues los moros que no eran seguidos; tornaron a hacer su acometimiento, y adelantándose uno con una bandera en la mano, llegó a reconocer la plaza por junto a un mesón que estaba a la parte del cierzo; y como no vio gente por allí, comenzó a dar grandes voces en su algarabía, diciendo a los compañeros que allegasen, porque los cristianos habían huido. A esto acudió Gonzalo de Alcántara, y emparejando con el moro de la bandera, le hirió con la espada en el hombro izquierdo, y dio con él muerto en tierra; mas cargando sobre él otros que venían detrás, le hubieran muerto, si no fuera por las armas y por una adarga que llevaba embrazada, y con todo eso le dieron una estocada en el rostro y le derribaron de espaldas en el suelo, con otros muchos golpes que recibió sobre las armas. No le faltó en este tiempo el favor de un buen soldado, llamado Juan Ruiz Cornejo, vecino de Antequera, que le acudió, y no dio lugar a que los moros le acabasen de matar; antes con sola la espada en la mano y la capa revuelta al brazo le defendió, y mató dos moros de los que más le aquejaban. Levantándose pues Gonzalo de Alcántara, volvió con mayor saña a la pelea; y llegando a él un fraile francisco con un Cristo crucificado en la mano diciéndole: «Ea, hermano, veis aquí a Jesucristo, que él os favorecerá»; estándoselo mostrando, y diciendo estas y otras palabras, le dio uno de aquellos herejes con una piedra en la mano tan gran golpe, que se lo derribó en el suelo. Creció tanto la ira a Gonzalo de Alcántara viendo un tal hecho, que se metió como un león entre aquellos descreídos, y acompañado de su buen amigo Cornejo, mató al moro que había tirado la piedra y otros que le quisieron defender y alzando el crucifijo del suelo, lo puso en las manos del fraile, jurando por aquella santa insignia que había de pasar por la espada aquella noche todos cuantos herejes le viniesen por delante. No estaba ocioso en este tiempo el capitán Alonso de Contreras, que también estaba de presidio en este lugar con una compañía de gente de Granada; mas no le sucedió tan felicemente como a los demás, porque defendiendo la entrada de una calle, fue herido de saeta con yerba, de que murió. También murió Cristóbal Márquez, alférez de Gonzalo de Alcántara, peleando como esforzado. Estando pues nuestra gente en harto aprieto, y bien necesitada de ánimo, si los enemigos le tuvieran para proseguir su empresa, la caballería, que había tardado en salir de su alojamiento, comenzó a entrar por las calles, y no pudiendo romper, porque estaban llenas de moros, salió lo mejor que pudo al campo tocando las trompetas. Este aviso fue importante y valió mucho a los nuestros, porque el Xaba, que estaba en el barranco entre Dúrcal y el Padul, creyendo que la caballería del campo del marqués de Mondéjar había pasado de la otra parte, o que estaba alojado en Dúrcal, comenzó a dar grandes voces a su gente diciendo: «A la sierra, a la sierra; que los caballos vienen sobre nosotros»; y luego dieron todos los unos y los otros vuelta. A este tiempo habían sentido las centinelas del campo disparar arcabuces en Dúrcal, y siendo avisado dello Antonio Moreno, que andaba rondando, había dado noticia al marqués de Mondéjar; el cual sospechando lo que podría ser por la relación que tenía, mandó recoger la gente a gran piesa, y enviando delante a Gonzalo Chacón con las lanzas de la compañía del conde de Tendilla, que estaba a su cargo, salió en su seguimiento con la otra caballería, dejando orden a Antonio Moreno y a Hernando de Oruña, que servían de superintendentes de la infantería, que marchasen a la sorda con todas las compañías la vuelta de Dúrcal; mas ya cuando el marqués de Mondéjar llegó eran idos los moros, y nuestra gente estaba algo temerosa en la plaza de la iglesia, blasonando de la vitoria algunos que no merecían el prez ni el premio della. Murieron aquella noche veinte soldados, y hubo muchos heridos, aunque no todos por mano de los enemigos; antes se mataron y hirieron unos a otros, saliendo con la escuridad de la noche y encontrándose por las calles, y estos eran de los que se habían quedado sin orden fuera del cuerpo de guardia, que no se habían querido recoger a las banderas. Llegado el marqués de Mondéjar a Dúrcal, agradeció mucho a los capitanes lo bien que lo habían hecho, y mandó llevar los heridos a Granada para que fuesen curados; y para aguardar la gente que le iba alcanzando, y los bastimentos y municiones que el conde de Tendilla enviaba de Granada, se detuvo cuatro días en aquel alojamiento, porque no le pareció entrar menos que bien apercebido en la Alpujarra.
     El capitán Xaba volvió medio desbaratado a Poqueira con pérdida de docientos moros; y Aben Humeya, que le estaba aguardando para tras de aquel efeto hacer otros mayores, viéndole ir de aquella manera, quiso cortarle la cabeza; mas él se desculpó, diciendo que si había retirado la gente había sido porque entendió que la caballería del marqués de Mondéjar había pasado por otra parte el barranco y tomádole lo [222] llano; y que lo que él había hecho, hiciera cualquier hombre atentado, oyendo tocar tantas trompetas hacia la parte donde estaba el enemigo. Y no dejaba de tener alguna razón el moro, porque demás de las trompetas de la compañía de Gonzalo de Alcántara, que salieron de Margena, había mandado el marqués de Mondéjar que se adelantasen dos trompetas, y fuesen solas tocando la vuelta de Dúrcal, para que los nuestros entendiesen que les iba socorro; y como no había visto el Xaba pasar caballos aquella tarde, entendiendo que todos debían de estar alojados en Dúrcal, quiso retirarse con tiempo antes que le atajasen, porque los tres mil hombres que tenía consigo eran ruin gente y desarmada, que solamente llevaban hondas para tirar piedras y algunas lanzuelas; y si los caballos los hallaran en tierra llana, no dejaran hombre dellos a vida.

Capítulo III
Cómo la gente de Almería salió a reconocer los moros que se habían puesto en Benahaduz, y cómo después volvió sobre ellos y los desbarató
     A gran priesa se juntaban los moros de la comarca de la ciudad de Almería para ir a cercarla; y demás de los que dijimos que se habían puesto en Benahaduz, había ya otros recogidos en el marchal de la Palma, cerca de allí, para juntarse con ellos, cuando don García de Villarroel, queriendo hacer el efeto de reconocerlos y ver el sitio que tenían y por dónde se les podría entrar, salió de Almería con cuarenta soldados arcabuceros y treinta caballos, y dejando atrás los peones, se adelantó con la gente de a caballo; y para haber de hacer el reconocimiento entre paz y guerra, sin que sospechase aquella gente tan conocida y vecina el intento que llevaba, envió delante un regidor de aquella ciudad, llamado Juan de Ponte, a que les preguntase la causa de su desasosiego, y reconociese qué gente era, y la orden que tenían en el asiento de su campo. El regidor llegó tan cerca de los moros, que pudo muy bien preguntarles lo que quiso, y con seguridad, por ir solo; y cuando le hubieron oído, le respondieron soberbiamente que volviese a su capitán y le dijese que otro día de mañana, cuando tuviesen puestas sus banderas en la plaza de Almería, le darían razón de lo que deseaba saber. Y como les tornase a replicar, aconsejándoles que dejasen las armas y se redujesen al servicio de su majestad, que era lo que más les convenía, algunos dellos le comenzaron a deshonrar, llamándole perro judío, y diciéndole que ya era todo el reino de Granada de moros, y que no había más que Dios y Mahoma. Con esto volvió Juan de Ponte al capitán, el cual tornó a enviarles otro recaudo con el maestrescuela don Alonso Marín, a quien los moriscos de aquella tierra tenían mucho respeto; el cual llamó algunos conocidos, y les rogó que dejasen el camino de perdición que llevaban. Y viendo que era tiempo perdido aconsejarles bien, se retiró, y don García de Villarroel se les fue acercando lo más que pudo en son de guerra, para ver qué tiradores tenían; y como no tirasen más que con un mosquete y dos o tres escopetas, entendió que se podría hacer el efeto antes que se juntasen más de los que allí estaban, especialmente cuando hubo reconocido el sitio que tenían, que, aunque era fuerte, su mesma fortaleza mostraba ser favorable a nuestra gente; porque si la aspereza de una senda, por donde se había de subir, impedía el poder llegar de golpe a los enemigos, esa mesma era defensa para que tampoco ellos pudiesen bajar juntos a dar en los cristianos. Sobre la mano derecha había otra entrada, por donde se les podía también entrar, hacia un cerro que estaba junto al de Benahaduz, lugar áspero para hollar con caballos, y no muy fácil para gente de a pie. Callando pues su concepto, y diciendo a los moros que en la ciudad los aguardaba, aunque los tenía por tan ruin gente que no cumplirían su palabra, se volvió aquel día a Almería, donde halló que le aguardaban con cuidado de saber lo que se había hecho; que cierto le tenían todos muy grande, por ser poca gente la que había llevado consigo. Deste reconocimiento llevó don García de Villarroel determinado de dar a los moros una encamisada la mesma noche al cuarto del alba; y no se osando declarar, según lo que nos certificó, temiendo que la justicia y regimiento lo contradiría por el peligro de la ciudad, si por caso le sucediese alguna desgracia, para tener ocasión de poder salir sin que se entendiese su desinio, dejó una espía fuera de la muralla entre las huertas con orden que a media noche hiciese una almenara de fuego, para que viéndola las centinelas de la ciudad, tocasen arma. Sucedió la ocasión y el efeto conforme con su deseo; porque en viendo la almenara, toda la ciudad se puso en arma, y acudiendo también él al rebato, reforzó los cuerpos de guardia; y siendo ya después de media noche, dijo que quería salir a ver qué rebato había sido aquel, y si andaban moros en las huertas. Y mandando a los soldados que saliesen con las camisas vestidas sobre las ropas, para que en la escuridad de la noche se conociesen, partió de Almería dos horas antes del día con ciento cuarenta y cinco arcabuceros de a pie y treinta y cinco caballos, y entre ellos algunos caballeros y gente noble; y andando un rato cruzando de una parte a otra, por desviarse de las huertas y de los lugares donde le pareció que los enemigos podrían tener alguna espía o centinela, se arrimó hacia el río, y cuando vio que ya era tiempo paró el caballo, y haciendo alto, estando toda la gente junta, les declaró la determinación que llevaba, la causa porque lo había tenido secreto, la importancia que sería desbaratar los moros que estaban en Benahaduz antes que se juntasen con ellos los del Marchal de la Palma y otros, que no podrían dejar de ser muchos; diciendo que él había reconocido los enemigos, gente desarmada y harto menos de la que se presumía; que el sitio donde estaban les era más perjudicial que favorable, y que haciendo lo que debían, con el favor de Dios fuesen ciertos que ternían vitoria, en la cual consistía el remedio y seguridad de los vecinos de Almería, y los que allí estaban serían aprovechados de los despojos de los moros en premio de su virtud. No fue pequeño el contento que recibió nuestra gente cuando supo el efeto a que iban, y loando mucho aquel consejo, movieron todos alegremente la vuelta de Benahaduz. En el camino prendieron tres moriscos, de quien supieron como estaban todavía los moros donde los habían dejado: esto les hizo alargar el paso, y llegando ya cerca, se repartió la gente en dos partes. Julián de Pereda, alférez de la infantería, con cien arcabuceros se apartó por una vereda encubierta [223] sobre la mano derecha, y se puso en el cerro que está junto con el de Benahaduz, donde estaban los enemigos alojados, y llevó orden que en sintiendo disparar la arcabucería, que pelearía por frente, saliese impetuosamente y les diese Santiago; y el capitán con el resto de la gente, llevando los arcabuceros delante y la caballería de retaguardia, se fue acercando al enemigo por el camino derecho, y llegó a descubrir su alojamiento cuando ya esclarecía el alba. A este tiempo las centinelas de los moros habían ya descubierto el bulto de los soldados que llevaba Pereda, y como iban bajos y encamisados, y no se recelaban de cristianos que acudiesen por aquella parte, juzgaron ser ganado ovejuno que traían algunos moros para provisión del campo, y con esto se aseguraron, hasta que vieron venir caballos por la otra parte. Entonces comenzaron a dar voces y a tocar los atabalejos a gran priesa, y se pusieron todos en arma, aunque confusos, como gente mal prática, que no sabían cuál les sería mejor, salir a pelear o defenderse. Dejando pues don García de Villarroel la caballería atrás, como un tiro de honda fuera de un arboleda que llegaba hasta el proprio cerro, cuyas ramas impedían el efeto de las saetas y piedras que tiraban de arriba, metió la infantería por debajo de los árboles, y le fue mejorando hasta ponerla detrás de unas tapias, cerca del vallado de una acequia y de una peña tajada que había hacia aquella parte, donde se tomaba una angosta senda, la cual estorbaba también a los moros poder bajar de golpe a hacer acometimiento. Y cuando le pareció que Julián de Pereda habría llegado a su puesto, sin aguardar más, mandó que los arcabuceros disparasen por su orden, dando una carga tras de otra. Solas dos cargas habían dado, y entonces comenzaba la tercera, cuando los cien soldados hicieron animoso acometimiento por su parte; y como don García de Villarroel oyó el estruendo de los arcabuces, hizo que los peones subiesen por el cerro arriba, siguiéndolos la gente de a caballo, y pasaron por una puentecilla harto angosta, que estaba sobre el acequia. Al principio mostraron los moros ánimo y hicieron alguna resistencia; mas cuando vieron la otra arcabucería a las espaldas, creyendo que matas, árboles y piedras todo era cristianos, como suele acaecer a los tímidos, luego desmayaron. No faltó ánimo en este punto a Brahem el Cacis, el cual hacía a un tiempo oficio de capitán y de soldado, peleando por su persona, y esforzando su gente con ruegos y con amenazas; y cuando vio que todo le aprovechaba poco, apeándose del caballo, con una lanza en la mano se metió entre los cristianos, y hizo tales cosas, que algunos le volvieron las espaldas; mas yendo tras de un soldado que le huía, otro más animoso le salió de través, y le dio un arcabuzazo y le mató. Con la muerte de su capitán, los pocos moros que hacían armas acabaron de desbaratarse, poniendo más confianza en los pies que en las manos, y nuestra gente los siguió, y fueron muertos los que pudieron alcanzar, sin tomar hombre a vida; solos siete moros fueron presos, que se quedaron metidos en una cueva en su alojamiento, y los hallaron unos soldados escondidos. De nuestra parte hubo un solo escudero herido y dos caballos muertos. Perdieron los moros todas sus banderas, con las cuales y con la cabeza de Brahem el Cacis, en cuyo lugar sucedió Diego Pérez el Gorri, volvió don García de Villarroel aquel día a la ciudad de Almería, donde fue alegremente recebido del Obispo y de toda la clerecía, y del común, chicos y grandes, dando gracias al Omnipotente por tan buen suceso, mediante el cual los moros perdieron la esperanza que tenían, y se abrió el camino a otros muchos y buenos efetos. Y bien considerado, Brahem el Cacis cumplió su palabra, pues su cabeza y sus banderas se vieron en la plaza de Almería cuando él dijo. Señaláronse este día don Luis de Rojas Narváez, arcediano de aquella santa iglesia, el dotor don Diego Marín, maestreescuela, el racionero Paredes, don Alonso Habiz Venegas, Pedro Martín de Aldana, Juan de Aponte, Francisco de Belvis, y otros muchos escuderos y soldados particulares. Este don Alonso Habiz Venegas era regidor de Almería y de los naturales del reino, aunque bien diferente dellos en su trato y costumbres, y los moriscos le estimaban mucho, por ser fama que venía del linaje de los reyes moros de Granada; y deseando hacerle rey en este rebelión, le había escrito Mateo el Rami sobre ello, rogándole de su parte que lo aceptase; el cual tomó la carta y la llevó al ayuntamiento de la ciudad, y la leyó a la justicia y regidores, diciéndoles que no dejaba de ser grande tentación la del reinar. Y de allí adelante vivió siempre enfermo, aunque leal servidor de su majestad, procurando enriquecer más su fama con esfuerzo y virtud propria que con cudicia y nombre de tirano. Súpose después de aquellos siete moros que llevaron presos, todo el intento que tenían de ocupar la ciudad de Almería, y otras muchas cosas que confesaron en el tormento; y al fin se les dio la soga que andaban buscando, mandándolos ahorcar de las almenas de la ciudad. Volvamos al marqués de Mondéjar, que dejamos alojado en Dúrcal.

Capítulo IV

Cómo se fue engrosando el campo del marqués de Mondéjar, y cómo los moros de las Albuñuelas se redujeron
     En este tiempo iba juntándose la gente de las ciudades del Andalucía en Granada; y estando el marqués de Mondéjar en el alojamiento de Dúrcal, llegó don Rodrigo de Vivero, corregidor de Úbeda y Baeza, con la gente de aquellas dos ciudades. Iban de Úbeda tres compañías de a trecientos infantes y dos estandartes de a setenta y cinco caballos. De Baeza eran novecientos y ochenta infantes en cuatro compañías y cuatro estandartes de cada treinta caballos, toda gente lucida y bien arreada a punto de guerra, que cierto representaban la pompa y nobleza de sus ciudades y el valor y destreza de sus personas, ejercitados en las guerras externas y civiles. Los capitanes eran todos caballeros, veinticuatros y regidores; la infantería de Úbeda gobernaban don Antonio Porcel, don Garcí Fernández Manrique y Francisco de Molina; y la caballería don Gil de Valencia y Francisco Vela de los Cobos. De la infantería de Baeza eran capitanes Pedro Mejía de Benavides, Juan Ochoa de Navarrete, Antonio Flores de Benavides y Baltasar de Aranda, que llevaba la compañía de los ballesteros que llaman de Santiago. De los caballos eran capitanes Juan de Carvajal, Rodrigo de Mendoza, Juan Galeote y Martín Noguera, y por cabo Diego Vázquez de Acuña, alférez mayor, con el pendón de la ciudad. De toda esta gente que hemos dicho, volvieron a Granada [224] las cuatro compañías de caballos de Baeza y la de Francisco de Molina de Úbeda, porque el conde de Tendilla, que hacía oficio de capitán general en lugar del Marqués su padre, las pidió para guardia de la ciudad mientras llegaba otra gente: todas las demás pasaron al campo, y con ellas más de sesenta caballeros aventureros de los principales de aquellas ciudades, que sirvieron a su costa toda aquella jornada, hasta que el marqués de Mondéjar les mandó volver a sus casas. Viendo pues los moriscos de las Albuñuelas que nuestro campo se iba engrosando, y por ventura temiendo no descargase la primera furia en ellos, acordaron de aplacar al marqués de Mondéjar con humildad. Esta embajada llevó Bartolomé de Santa María el alguacil, que dijimos que les aconsejaba que no se alzasen; el cual, siendo acepto y muy servidor del Marqués, vino por su mandado a tratar con él este negocio, y le suplicó admitiese aquellos vecinos debajo la protección y amparo real, y los perdonase, certificándole que si se habían alzado no había sido con su voluntad, sino forzados a ello por los monfís y moros forasteros, y que todos estaban con pena y les pesaba de lo hecho. El Marqués, que deseaba asegurar las espaldas antes de pasar adelante, holgó de admitirlos, y mandó que les dijese de su parte que se quietasen, y volviendo a sus casas, procurasen conservarse en lealtad, no receptando los malos entre ellos: y que le avisasen de todo lo que les ocurriese, porque haciendo lo que debían como buenos vasallos de su majestad, los favorecería y no consentiría que se les hiciese agravio. Luego se volvieron los moriscos al lugar, y el alguacil envió por su beneficiado, que aun estaba en el Padul, para que asistiese en su iglesia y les dijese misa; mas él paró poco entre gente tan liviana, que ya se habían comenzado a desvergonzar, y tanto más viendo que les reprehendía haber puesto las manos en las cosas sagradas. Finalmente, no se teniendo por seguro, quiso volverse al Padul, y el alguacil le dio escolta de amigos que le acompañaron. Este morisco anduvo siempre bien con los cristianos, y, cuando después se puso gente de guerra en el Padul, hizo con los moriscos de su lugar que llevasen cada semana veinte cargas de pan amasado de contribución, para que comiesen los soldados, y dio avisos importantes y ciertos de lo que los moros trataban; mas nunca pudo conservar el pueblo en lealtad, y no fue merecedor de la muerte que después se le dio ni del captiverio de su familia, si en alguna manera no lo causaran nuestros soldados furiosos, teniendo poco respeto a estos servicios, como se dirá en la destruición que don Antonio de Luna hizo en este lugar. Digamos lo que en este tiempo hacía el marqués de los Vélez.



Capítulo V

Cómo el marqués de los Vélez, por los avisos que tuvo, juntó cantidad de gente y entró en el reino de Granada a oprimir los rebeldes
     El aviso que el presidente don Pedro de Deza envió, la necesidad y peligro grande que representaban las ciudades de Almería, Baza y Guadix, que todas pedían socorro, fueron causa que el marqués de los Vélez apresurase su partida antes de llegarle orden de su majestad para poder entrar con campo formado en el reino de Granada, ateniéndose a lo que dice una ley tercera, título diez y nueve de la Segunda Partida, que deben hacer los vasallos por sus reyes en casos de rebelión, y aun queriendo satisfacer a la no vana opinión de quien había hecho elección y confianza de su persona para negocio tan grave y de tanto peso. Viendo pues que la gente ordinaria de su casa sería poca, y que podría hacer poco efeto con ella, según iban las cosas encaminadas, y que sería menester tiempo para recogerla del reino de Murcia, envió a llamar a gran priesa a sus amigos y vasallos y avisó a algunos pueblos comarcanos a la raya que le acudiesen. A don Juan Fajardo, su hermano, envió a Lorca, y mientras venía con la gente de aquella ciudad, atreviéndose a su hacienda, pues no tenía orden de gastar de la de su majestad, proveyó bastimentos y municiones y todas las cosas necesarias. Acudiole la gente con tanta presteza, que a 2 días del mes de enero tenía ya en su villa de Vélez el Blanco dos mil y quinientos infantes y trecientos caballos. De Lorca vinieron mil y quinientos hombres de a pie y ciento de a caballo muy bien en orden, como lo suelen siempre estar los de aquella ciudad. Capitanes desta gente eran Juan Mateo de Guevara, Pedro Helices, Alonso del Castillo, Martín de Lorita y Luis Ponce. De Caravaca vinieron los capitanes Andrés de Mora, Hernando de Mora y Pedro Martínez, con trecientos infantes y veinte caballos; de Moratalla, Juan López, con docientos infantes y treinta caballos; de Hellín, Pablo Pinero, con ciento y cincuenta infantes y quince caballos; de Zehegín, Francisco Fajardo, con docientos y cincuenta infantes y veinte caballos; de Mula, Diego Melgarejo, con docientos infantes. Con esta gente escogida y voluntaria y la que salió de los Vélez Blanco y Rubio y de Librilla y Alhama con el capitán Hernando de León, partió el marqués de los Vélez a 4 días del mes de enero de 1569 años, dejando apercebidos los otros lugares de aquel reino para que le siguiesen, y fue a poner aquella noche su campo en la casa del Margen, donde llaman la Boca Oria. En el camino le alcanzaron este día Jaime Prado y otros caballeros de Orihuela, ciudad del reino de Valencia, que venían a hallarse con él en la jornada. Allí llegó un correo del presidente don Pedro de Deza, con cartas en que le decía que había sido muy buena prevención la que había hecho, y que recogiendo la más gente que pudiese, procurase entretenerla a costa de los pueblos, como se hacía en los lugares de la Andalucía, mientras venía la orden que se aguardaba de su majestad; mas el marqués de los Vélez, viendo cuán mal la podía sustentar de aquella manera, y que había de ser a su costa, tomando por achaque los avisos que de hora en hora tenía, y juzgando que ningún servicio mayor se podría hacer en aquella coyuntura a su majestad que socorrer a la necesidad presente, sin aguardar más orden, partió luego otro día con determinación de dar socorro y calor a la ciudad de Almería, porque no sabía él la rota de Benahaduz, aunque algunos creyeron haberse dado tanta priesa para que cuando llegase la orden le tomase dentro del reino de Granada. Y como después tuviese nueva del desbarate de aquellos moros, viendo que la ciudad estaba sin peligro, quiso ir sobre el castillo de Gérgal; y tomando lo alto de aquel valle, se fue a alojar aquella noche al lugar de Ulula, que es en el río de Almanzora. Allí llegó al campo don Juan Enríquez el de Baza con [225] cien hombres entre caballos y peones. Otro día de mañana, partiendo de aquel alojamiento, atravesó por encima de la sierra de Filabres con un tiempo asperísimo de frío, agua y viento cierzo, que traspasaba los hombres y los caballos, y caminando siete leguas por veredas de sierras ásperas y fragosas, fue a alojarse a la villa de Tavernas, donde se detuvo hasta 13 días del mes de enero, así para que la gente descansase, como, según él nos dijo, para aguardar orden de su majestad y las compañías que habían de venir del reino de Murcia. No dejó de ser importante su estada en aquel lugar, porque los moros de la comarca mientras allí estuvo no se osaron levantar, como lo hicieron después. Esta entrada del marqués de los Vélez en el reino de Granada no fue bien recebida, especialmente de los que le tenían poca afición, aunque el vulgo y los que estaban ofendidos de los moros se alegraron con ella, entendiendo que lo había de llevar todo por el rigor de la espada y no reducir los lugares alzados, como lo hacía el marqués de Mondéjar. De aquí nacieron diferentes opiniones entre la gente noble, atribuyéndoselo unos a mal y otros a servicio muy señalado. Esta competencia duró mientras duró la guerra, que cuando unos se alegraban otros se entristecían, y por el contrario, según los sucesos destos dos generales, aumentando o diminuyendo sus hechos, como acaece donde envidia o enemistad reinan; y lo peor era que las relaciones iban a su majestad y a los de su real consejo tan diferentes, que causaban confusión en las resoluciones que se habían de tomar.

 

Capítulo VI

Cómo los moros del marquesado del Cenote cercaron la fortaleza de la Calahorra, y Pedro Arias de Ávila la socorrió
     Habiendo entregado Juan de la Torre las moriscas que tenía en la fortaleza de la Calahorra a sus maridos, padres y hermanos, como queda dicho, el día de los Reyes se juntaron muchos monfís y moros de la Alpujarra con los del marquesado del Cenete, y con veinte y seis banderas tendidas y muchos escopeteros bajaron de la sierra, y dando grandes alaridos, entraron en el lugar de la Calahorra, y sin hallar resistencia, pusieron en libertad a los monfís que el alcalde Molina de Mosquera tenía presos, y cercaron la fortaleza con más de tres mil hombres, y sin perder tiempo comenzaron a combatirla, y pasaron tan adelante, que horadando unas paredes del rebellin, entraron animosamente por ellas, y se llevaron el ganado y los bagajes que allí había sin que los cristianos se lo pudiesen defender. Este cerco duró tres días peleando siempre, aunque desde lejos, con los arcabuces y escopetas. Y el alcaide Juan de la Torre en este tiempo mandó hacer ahumadas de día, y de noche almenaras, y tiró algunas piezas de artillería para que la ciudad de Guadix, que está tres leguas de allí el río abajo, le socorriese. La ciudad lo entendió luego, y se juntó para tratar del socorro; y aunque hubo diferentes pareceres en el cabildo, Pedro Arias de Ávila, que era corregidor, se arrimó a los más animosos, y con trecientos infantes y sesenta caballos que pudo juntar, y los caballeros y ciudadanos nobles, de que siempre estuvo adornada aquella ciudad, con más ánimo que fuerzas, por ser tan pocos en comparación de los enemigos, partió de Guadix a 8 días del mes de enero, y el mesmo día llegó a la Calahorra. Por otra parte, los moros, viendo ir el socorro, dejaron atrás sus estancias, y haciéndose todos un tropel, salieron al encuentro en el cuchillo de un cerro donde está puesta la fortaleza, para defender a los nuestros la entrada de aquel camino que traían; lugar a su parecer seguro por ser áspero y no poderle hollar caballos; mas no lo era, por tener a las espaldas un torreón de la fortaleza, de donde los descubrían y tiraban con los arcabuces y con algunos esmeriles. Allí aguardaron que llegase la gente de la ciudad, y mientras los arcabuceros peleaban con los de la vanguardia, los que estaban descubiertos a la ofensa de la torre desampararon el sitio que tenían, y desordenándose los unos y los otros, como gente mal plática, dieron todos confusamente a huir la vuelta de la sierra, por donde los caballos no los pudiesen seguir. Un golpe dellos entró por el lugar, y poniendo fuego a las casas, quemaron la iglesia; otros se acogieron a una sierra que está frontero de la fortaleza a la parte de la Alpujarra, y se pusieron en cobro, no sin mucho daño, porque los caballos y algunos soldados que pudieron seguirlos mataron más de ciento y cincuenta moros, y hirieron muchos más. Con esta vitoria quedó la fortaleza descercada, y Pedro Arias de Ávila volvió alegre y vitorioso a Guadix, donde fue muy bien recebido; y por si los moros tornasen a cercar la fortaleza, dejó dentro al capitán Mellado con algunos arcabuceros y cantidad de munición.

Capítulo VII

De las diligencias que el conde de Tendilla hizo para proveer de bastimentos el campo del Marqués su padre
     Luego como el marqués de Mondéjar partió de Granada, el conde de Tendilla, a cuyo cargo había quedado la provisión de las cosas de la guerra, envió a las villas de la jurisdición de aquella ciudad por quinientos hombres de guerra, y los metió en la fortaleza de la Alhambra, porque había poca gente dentro; y para que el campo estuviese bien proveído de bastimentos, demás de los que iban con las escoltas ordinarias, proveyó dos cosas importantes y muy necesarias. Repartió los lugares de la Vega en siete partidos, y mandoles que cada uno tuviese cuidado de llevar diez mil panes amasados de a dos libras al campo el día que le tocase de la semana, y que los vendiesen a como pudiesen, sin que se les pusiese tasa en el precio, por manera que acudiendo cada día diez mil panes al campo, estaba suficientemente proveído. La otra fue mandar llamar a todos los regatones de la ciudad que trataban en cosas de bastimentos, y juntándose más de ciento dellos, les mandó que según el trato de cada uno llevasen al campo tocino, queso, pescado, vino y legumbres, y otras cosas de provisión, y para que con más voluntad lo hiciesen, hizo prestarles seis mil ducados por cuatro meses, y les dio licencia para que pudiesen traer de retorno lo que les pareciese, sin que incurriesen en pena de contrabando, porque había orden que los que se viniesen del campo con despojos, los desbalijasen y castigasen. Con esto y con lo que hallaban los soldados en los lugares por donde iban, estuvo el campo bien proveído. [226]

Capítulo VIII

Cómo se mandó alojar la gente de guerra que acudía a Granada en las casas de los moriscos, y el sentimiento que dello hicieron
     Acudía ya a más andar la gente de las ciudades y villas de la Andalucía que el marqués de Mondéjar había enviado a apercebir, y la ciudad de Granada se iba hinchendo de soldados y de caballeros particulares que venían a hallarse en la jornada a su costa; y el Conde de Tendilla, cuidadoso, de su cargo, no hallando mejor orden para poderlos regalar y entretener, mandó que los alojasen en las casas de los moriscos, donde les diesen camas y de comer el tiempo que allí estuviesen, y a los que no querían comer en sus posadas, les mandaba dar sus contribuciones en dinero, ordenando a los pagadores que venían con ellos que guardasen el dinero que traían para adelante, porque deteniendo en la ciudad solamente las compañías necesarias para la guardia della, todos las demás enviaba luego al campo del marqués de Mondéjar. Este alojamiento, que comenzó a 9 días del mes de enero, era la cosa que más temían los moriscos, y la más grave opresión que se les podía hacer, y ansí lo sintieron extrañamente, no tanto por la costa que se les hacía, como por ser muy celosos de sus mujeres y hijas, y amigos de su regalo. Y sintiendo ya su desventura en casa, acudieron luego los principales del Albaicín con su procurador general al mesmo conde de Tendilla, y viendo el poco remedio que les daba, acudieron al presidente don Pedro de Deza, y le significaron con muchas razones los inconvenientes que de aquel alojamiento se seguían, diciendo que se continuasen las guardas que al principio se habían puesto en el Albaicín, y si pareciese necesario, se acrecentasen otras a costa de los moriscos, y que la otra gente de guerra que venía de fuera de la ciudad la alojasen en las iglesias y en casas yermas, como lo había hecho el marqués de Mondéjar, y que los moriscos por sus parroquias les llevarían camas y de comer. Pareciéndole pues al Presidente que se podría hacer lo que decían, mandó a Jorge de Baeza que fuese al conde de Tendilla y le dijese lo que los moriscos le habían dicho, y la orden que daban en el alojamiento de la gente de guerra, y que le parecía que debía tomarse el menor inconveniente, teniendo consideración a lo de adelante, para que aquel alojamiento se pudiese conservar, como era razón que se conservase, pues los negocios de la guerra se alargaban. Con este recaudo fue Jorge de Baeza al conde de Tendilla, acompañado de aquellos moriscos, los cuales con palabras de humildad le representaron el agravio que se les hacía, poniéndole nuevos inconvenientes por delante, como era la poca seguridad de sus mujeres y hijas, y aun de sus personas y haciendas, si maliciosamente tocando alguna arma falsa de noche, les robaban las casas; todo lo cual cesaba con mandarlos aposentar, como se había hecho hasta allí. Mas el conde de Tendilla les respondió que la gente de guerra había de estar alojada en casas pobladas, y no yermas; y que los soldados habían de ser regalados y muy bien tratados, porque no se fuesen; y se les había de dar posadas y contribuciones, pues no había orden de poderlos entretener de otra manera; que al servicio de su majestad convenía que los moriscos no tuviesen libertad de poder meter moros de fuera ni hacer juntas secretas en sus casas, sino que estuviesen los soldados siempre delante para que viesen y entendiesen lo que decían y hacían diez mil moriscos que había en el Albaicín para poder tomar armas; y que si alguna desorden hiciesen, en tal caso lo remediaría castigando a los culpados; y con esta respuesta los despidió bien descontentos y tristes, y de allí adelante se alojó toda la gente de guerra en las casas pobladas, donde fue poca parte el castigo para que la licencia militar no soltase la rienda con más cudicia y menos honestidad de lo que aquí podríamos decir. Pasó este negocio tan adelante, que muchos moriscos, afrentados y gastados, se arrepintieron por no haber tomado las armas cuando Abenfarax los llamaba, y otros enviaron a decir a Aben Humeya que mientras el marqués de Mondéjar estaba fuera de Granada se acercase por la parte de la sierra con alguna cantidad de gente, y se irían con él. El conde de Tendilla en este tiempo, usando de la preeminencia de capitán general, y viendo la necesidad que había de gente de ordenanza, nombró siete capitanes y les dio sus conductas para que la hiciesen. Hizo comisario y sargento mayor a Lorenzo de Ávila, que ya estaba sano de las heridas que le dieron en Dúrcal, mandándole que se alojase en el Albaicín para reparar las desórdenes de los soldados. No mucho después mandó su majestad ir a Granada a don Antonio de Luna, señor de Fuentidueña, y a don Juan de Mendoza Sarmiento, para las cosas que ocurriesen de la guerra, y el conde de Tendilla dio cargo de la gente de guerra de a pie y de a caballo que se alojase en los lugares de la Vega a don Antonio de Luna, y a don Juan de Mendoza dejó en Granada, hasta que después fue con orden al campo, estando ya de vuelta en Órgiba, como se dirá en su lugar.

Capítulo IX

Cómo nuestro campo ocupó el paso de Tablate
     Teniendo ya el marqués de Mondéjar suficiente número de gente con que pasar a la Alpujarra, domingo por la mañana, a 9 días del mes de enero, partió del lugar de Dúrcal con todo el campo puesto en sus ordenanzas, la vuelta del lugar de Tablate, donde se habían juntado los rebeldes, creyendo poderle defender el paso que allí hay, y tenían recogidos tres mil y quinientos hombres con Gironcillo, Anacoz y el Randati, sus capitanes, y con otros sediciosos y malos, respetados, no por prática de cosas de guerra ni por autoridad de personas, sino por sacrilegios y crueldades que habían hecho en este levantamiento. Aquella noche se alojó el marqués de Mondéjar en el lugar del Chite, dos leguas de Dúrcal, que estaba despoblado, y el campo estuvo puesto en arma, por ser el lugar dispuesto para cualquiera acometimiento; y el lunes bien de mañana caminó la vuelta de Tablate, donde sabía que le aguardaban los enemigos. Este lugar es pequeño de hasta cien vecinos, aunque nombrado estos días por la rota de don Diego de Quesada, y por el paso de una puente, por donde se atraviesa un hondo y dificultoso barranco, que con igual hondura y aspereza, sin dar entrada por otra parte en más de cuatro leguas arriba y abajo de la puente, atraviesa desde encima del lugar de Acequia basta el río de Melejix. Los moros tenían desbaratada la puente de manera que no podían pasar caballos ni aun peones sin grandísima dificultad y peligro, [227] porque solamente habían dejado unos maderos viejos, que debieron ser estantes de la cimbra, al un lado, y sobre ellos un poco de pared tan angosta, que apenas podía ir por ella un hombre suelto; y aun este poco paso que para ellos habían dejado, ofreciéndoseles necesidad de pasar, le tenían descavado y solapado por los cimientos de manera, que si cargase más de una persona fuese abajo; y era tan grande la hondura del barranco por esta parte, que mirando desde arriba desvanecía la cabeza y quitaba la vista de los ojos. El marqués de Mondéjar iba muy bien apercebido, aunque no avisado de la rotura de la puente; llevaba la gente puesta en escuadrón, sus mangas de arcabuceros a los lados, y los corredores delante descubriendo el campo. Con esta orden llegó la vanguardia a unos visos que descubren el lugar y la puente que está antes de llegar a él. Luego se descubrieron los moros que estaban de la otra parte, y muchas banderas blancas y coloradas que campeaban por los cerros con aparencia de querer defender el paso. El Marqués, mandando que las mangas de los arcabuceros se adelantasen, dejó la caballería en batalla, y pasó a la vanguardia, para que los animosos soldados lo fuesen más con la presencia de su capitán general; y llegando al barranco y a la puente, los tiradores de entrambas partes comenzaron a tirar: los moros no pudieron resistir la furia de nuestras pelotas, y se arredraron, teniendo entendido que no había hombre tan animoso que osase acometer a pasar la desbaratada puente, que tenían por bastante defensa contra nuestro campo; mas un bendito fraile de la orden del seráfico padre san Francisco, llamado fray Cristóbal de Molina, con un crucifijo en la mano izquierda y la espada desnuda en la derecha, los hábitos cogidos en la cinta, y una rodela echada a las espaldas, invocando el poderoso nombre de Jesús, llegó al peligroso paso, y se metió determinadamente por él; y haciendo camino, no sin grandísimo trabajo y peligro, estribando a veces en las puntas de los maderos o estantes de la cimbra, y a veces en las piedras y en los terrones que se le desmoronaban debajo de los pies, pasó a la parte de los enemigos, que aguardaban con atención cuando le verían caer. Siguiéronle luego dos animosos soldados, aunque el uno con infelice suceso, porque faltándole la tierra y un madero, fue dando vueltas por el aire, y cuando llegó abajo ya iba hecho pedazos. El otro pasó, y tras dél otros muchos, no cesando de tirar siempre nuestros arcabuceros ni los moros, que estaban de mampuesto en un cercano cerro sobre la puente: finalmente cargó nuestra gente de manera, que los moros fueron retirándose, cediendo al riguroso ímpetu de los que reconocían ser suya la vitoria. Ganada la puente y el lugar con poco daño nuestro y mucho de los moros, los soldados trajeron maderos y puertas, y con haces de picas, rama y tierra adobaron la puente de manera que pudo pasar aquel día el carruaje, caballos y artillería, y aquella noche se alojó el campo en el lugar. Cebáronse tanto este día los arcabuceros de las mangas en los enemigos que iban huyendo, que dejando muertos más de ciento y cincuenta, fueron siguiéndolos hasta llegar al río que está de la otra parte de Lanjarón. Allí reconocieron ser poca gente la que los seguía, y revolvieron sobre ellos con grandes alaridos, y los apretaron tanto, que se hubieron de retirar a las casas del lugar; y no se teniendo por seguros en él, tomaron algunas vasijas con agua y cosas de comer que hallaron, y se fueron a guarecer en los antiguos edificios de un castillo despoblado, puesto sobre una alta peña, donde solía en otro tiempo ser la fortaleza del lugar, por si fuese menester defenderse entre los caídos muros mientras nuestro campo llegaba. En este tiempo el marqués de Mondéjar, alegre con la vitoria, no tanto por las muertes de los enemigos, como por haber ocupado aquel paso, que pudiera quedar famoso en aquel día con su muerte, si no acertara a llevar un peto fuerte, que resistió la pelota de una escopeta, que le venía a dar por los pechos, porque no sucediese alguna desgracia a los arcabuceros que iban delante, que le aguase el buen suceso, envió un diligente soldado con su anillo, a que dijese al capitán Caicedo Maldonado, vecino de Granada, que iba con ellos, que se retirase luego, y mandó al capitán Luis Maldonado que con cuatrocientos arcabuceros le asegurase el camino. Y como se acercase la noche, los moros, enemigos de pelear en aquella hora, se retiraron a las sierras, y nuestra gente toda se recogió a su alojamiento.

Capítulo X

Cómo nuestro campo pasó a Lanjarón, y de allí a Órgiba, y socorrió la torre
     Toda aquella noche estuvo nuestro campo en Tablate con muchas centinelas por los cerros al derredor, por ser sitio dispuesto para poder hacer los enemigos cualquier acometimiento; y otro día, martes 11 de enero, dejando el marqués de Mondéjar en aquel presidio una compañía de infantería de la villa de Porcuna, cuyo capitán era Pedro de Arroyo, para que la gente y las escoltas pudiesen ir y venir seguramente, caminó la vuelta de Lanjarón, que está legua y media más adelante, en el camino de Órgiba. Este día tuvo nuestra gente algunas escaramuzas ligeras con los enemigos, que viendo marchar el campo, bajaron de las sierras, y tentaron de hacer algunos acometimientos en la vanguardia; mas luego se retiraron hacia una sierra que está a la parte de levante del lugar en el proprio camino real, donde se habían juntado muchos dellos con propósito de defender un paso áspero y dificultoso por donde de necesidad había de pasar nuestro campo el siguiente día. Teníanle fortalecido con reparos de piedras y peñas sueltas, puestas en las cumbres y en las laderas que venían a dar sobre el camino, para echarlas rodando sobre los cristianos cuando fuesen subiendo la cuesta arriba. El marqués de Mondéjar llevaba tanto deseo de socorrer la torre de Órgiba, que no quisiera detenerse aquel día; mas húbolo de hacer, porque llegó la retaguardia tarde, y llovía y hacía el tiempo trabajoso; y demás desto, no estaba determinado si pasaría adelante con la gente que llevaba, o si esperaría que llegase la otra que venía de las ciudades. Estuvo allí aquella noche a vista de los enemigos, que teniendo ocupado el paso con grandes fuegos por aquellos cerros, no hacían sino tocar sus atabalejos, dulzainas y jabecas, haciendo algazaras para atemorizar nuestros cristianos, que con grandísimo recato estuvieron todos con las armas en las manos. Al cuarto del alba llegó a la tienda de don Alonso de Granada Venegas un soldado que venía de la torre de Órgiba, y dio nueva como [228] los cercados se defendían. Otro día miércoles, antes que amaneciese, mandó el marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza, su hijo, que con cien caballos y docientos infantes arcabuceros subiese una ladera arriba, donde había una sola senda áspera y muy fragosa, y fuese a tomar las espaldas a los enemigos, llevando algunos gastadores con picos y hazadones que la allanasen, porque se entendió que puestos en lo alto, hallarían disposición en la tierra para poderla hollar. Y siendo el día claro, partió el campo, yendo los escuadrones proporcionados y bien ordenados, conforme a la disposición de la tierra, y dos mangas de arcabuceros delante, que por las cordilleras de los cerros de una parte y otra del camino que hacía el campo, iban ocupando siempre las cumbres altas. Desta manera fue caminando nuestra gente la vuelta del enemigo, que estuvo un rato suspenso entre miedo y vergüenza, no se determinando si pelearía, o si, dejando pasar a nuestro campo, le sería más seguro romperle las escoltas y necesitarle con hambre; mas aun esto no supieron hacer los bárbaros ignorantes, porque en viendo que los caballos habían subido con la escuridad de la noche por donde apenas entendían que pudiera andar gente de a pie, entendiendo que no habría sierra, por áspera que fuese, que no hollasen, perdieron la esperanza de lo uno y de lo otro, y determinaron de tentar otra fortuna retirándose a la aspereza de las sierras, donde no les pudiese enojar la caballería; mas no lo pudieron hacer tan presto, que dejasen de recebir daño de los que ya les iban en el alcance; y dejando el paso y el camino desocupado, pasó nuestro campo a Órgiba, y aquella tarde se alojó en el lugar de Albacete con grande alegría de todos, mayormente de los cercados, que habían estado diez y siete días peleando noche y día con grandísimo trabajo y peligro. Habíales faltado ya el bastimento, y si no fuera por algunos moros padres y maridos de las mujeres que el alcaide había metido en la torre, que secretamente le habían dado agua y otras cosas de comer, poniéndolo de noche en parte que los cristianos lo pudiesen recoger, hubieran perecido muchos de hambre. También les habían traído munición de Motril, que les hubiera faltado si un animoso soldado natural de Órgiba, llamado Juan López, no se aventurara a ir por ella; el cual aprovechándose de la lengua árabe, en que era muy ladino, y del hábito de los moros, salió a media noche secretamente de la torre, y pasando por medio de su campo, fue a la villa de Motril y trajo un gran zurrón de pólvora y cantidad de plomo y cuerda a cuestas, con que se defendieron de aquellos lobos rabiosos ciento y sesenta almas cristianas, y entre los otros, cinco sacerdotes. El marqués de Mondéjar dio muchas gracias a Dios por tan buen suceso, y despachó luego correo con la nueva, que no fue menos bien recebida que la de Tablate. Y pareciéndole tener suficiente número de gente para allanar la tierra, escribió a don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Montagudo, asistente de Sevilla, que no le enviase la gente de aquella ciudad ni la de la milicia de Sevilla, Gibraltar, Carmona, Utrera y Jerez, que ya se había juntado para hacer la jornada. Esta carta llegó estando en Alcalá de Guadayra, y con él Juan Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla, con dos mil infantes arcabuceros con que servía la ciudad a su costa; y Gonzalo Argote de Molina, alférez mayor de la milicia de la Andalucía, con los capitanes y gente della. Luego despidió el Conde los dos mil arcabuceros de Sevilla, y mandó a Gonzalo Argote que con la gente de la milicia fuese a embarcarse en las galeras del cargo de don Sancho de Leiva; para guarnición dellas; de cuya causa no acudió la gente de Sevilla mientras el marqués de Mondéjar estuvo en campaña, hasta que adelante se le envió nueva orden para que la enviase, como se dirá en su lugar.

Capítulo XI

Cómo el marqués de Mondéjar pasó a la taa de Poqueira y la ganó
     Siendo avisado el marqués de Mondéjar por algunas espías como Aben Humeya y Aben Jouhor juntaban a gran priesa los moros de la Alpujarra y los que se habían retirado del paso de Lanjarón para defender la entrada de la taa de Poqueira, aunque llevaba la gente fatigada del camino, otro día de mañana, que fue jueves a 13 días del mes de enero, salió de Albacete de Órgiba, dejando de presidio en aquel lugar al capitán Luis Maldonado con cuatrocientos soldados, para que recogiese los bastimentos y municiones que viniesen de Granada, y los fuese enviando al campo. Llevaba el marqués de Mondéjar su campo copioso de gente muy lucida y bien armada, porque habían llegado a él muchos caballeros, que dejando sus casas, iban a servir a su costa, deseosos de hacer ejemplar castigo en aquellos rebeldes por los sacrilegios que habían cometido; y crecíales cada hora más el deseo con ver los incendios y crueldades que hallaban por los lugares do pasaban. Sacó la infantería en tres escuadrones y la caballería a los lados, de manera que podía salir y acometer sin turbar las ordenanzas: las mangas de los arcabuceros iban de un cabo y de otro ocupando las cumbres, y delante iban las cuadrillas de la gente del campo suelta descubriendo la tierra. Desta manera caminaba nuestro campo con paso lento y reposado, cuando llegaron a él cuatro caballeros veinticuatros de Córdoba con cuatro compañías de gente de aquella ciudad, las dos de caballería y las dos de infantería, que enviaba el conde de Tendilla desde Granada. De las primeras eran capitanes don Pedro Ruiz de Aguayo y Andrés Ponce, y de las otras dos Cosme de Armenta y don Francisco de Simancas. Con esta gente holgó el marqués de Mondéjar mucho, y fue prosiguiendo su camino; mas aunque entendían todos que su intento era ir a echar los moros de aquellos lugares fuertes donde se habían metido, su fin no era por entonces otro sino tomar un sitio fuerte y acomodado para su alojamiento cerca de los lugares de aquella taa, donde le parecía poder estar con seguridad y poder ser proveído de vituallas, como si estuviera en Albacete de Órgiba, y desde allí turbar a los enemigos con correrías, porque para la entrada de aquella tierra le parecía convenir mayor número de gente. Habiendo pues caminado las escuadras tres cuartos de legua, y llegado a un llano que llaman el Faxar Ali, los moros, que dejando atrás los pasos y lugares fuertes donde estaban, se habían puesto en tres emboscadas para recebir a nuestro ejército en la angostura de las sierras, cuando les pareció tener bien tendidas sus redes, salieron a las mangas de los arcabuceros que iban de vanguardia, y acometieron la que iba más alta tan determinadamente, que fue necesario [229] reforzarla con más número de gente. Pasando pues el marqués de Mondéjar adelante para guiar algunos caballos que se hallaron en la vanguardia, le convino hacer alto, y formar escuadrón a tiro de arcabuz de los enemigos, y desde allí socorrió a todas partes, porque cargaban de manera, que en todas era bien menester socorro. La manga delantera, que llevaba Álvaro Flores, alguacil mayor de la inquisición de Granada, venía ya retirándose a más andar, dejando a su capitán con solos doce o trece soldados haciendo rostro, cuando don Francisco de Mendoza, a cuyo cargo iba la caballería, partió con una banda de caballos en su socorro; mas era tan grande la aspereza de la sierra, que cuando llegó a socorrerle no llevaba más de cuatro de a caballo consigo; que los demás no le habían podido seguir. Con estos hizo rostro, y dando vuelta, puso tanto ánimo a los soldados, que venían medio desbaratados, que se juntaron con su capitán, y sobreviniéndoles más gente de socorro, no solo resistieron el ímpetu de los enemigos, mas aun los desbarataron y pusieron en huida, subiendo tras dellos por lugares que aun para huir parecían dificultosos. Lo mesmo hicieron los de la retaguardia, siendo socorridos por don Alonso de Cárdenas. Este recuentro fue muy peligroso al principio, mas después tuvo felice suceso por el mucho valor de los caballeros y de los capitanes que acudieron al peligro. Salieron heridos don Francisco de Mendoza de una pedrada que le dio un moro en la rodilla, al cual mató allí luego, y a don Alonso Portocarrero le dieron dos saetadas en los muslos. Hubo solo un escudero cristiano muerto, y de los moros murieron más de cuatrocientos y cincuenta: los nuestros siguieron el alcance por donde la aspereza y fragosidad de las sierras les daba lugar. Álvaro Flores, con los soldados que pudo recoger y algunos caballos, tomó por las cordilleras altas, yendo siempre superior a los enemigos, hasta llegar al lugar de Bubión; y hallándole solo, porque Aben Humeya no osó aguardar en él, entró dentro, y desde un reducto o mirador que estaba delante de la puerta de la iglesia comenzó a capear, llamando nuestra gente para que caminase a la vitoria, porque el marqués de Mondéjar, recelando la dificultad del camino, había juntado a consejo, y estaba parado tratando del alojamiento que se había de tomar aquella noche; el cual, como vio el lugar ocupado por los cristianos, mandó que marchase todo el campo hacia él. Ganáronse las cuatro alcarías de aquella taa, sin hallar quien las defendiese, siendo la disposición de la tierra tan favorable a los moros, que si tuvieran ánimo de defenderla, fuera menester más tiempo y mayor número de gente para ganárselas. Llegado el campo a Bubión, los soldados subieron en cuadrillas por la sierra arriba, y captivando muchas mujeres y niños, mataron los hombres que pudieron alcanzar, y les tomaron gran cantidad de bagajes cargados de ropa y de seda, que llevaban a esconder por aquellas breñas. Cobraron la deseada libertad en Bubión el vicario Bravo y ciento y diez mujeres cristianas, que tenían aquellos herejes captivas. El siguiente día, viernes 14 de enero, estuvo el campo en aquel alojamiento, y desde allí envió el marqués de Mondéjar una escolta con los heridos y enfermos a Granada, con orden que a la vuelta acompañase los bastimentos y municiones que había en Órgiba, y envió a dar aviso al capitán Luis Maldonado del camino que pensaba hacer, para que de allí adelante supiese por dónde había de encaminar la gente y el bastimento que viniese al campo. Díjose aquel día misa con grandísima solenidad, y oyéronla todos los cristianos con mucha devoción puestos en sus ordenanzas debajo de las banderas; que cierto era contento verles glorificar al Señor por la vitoria y por la libertad de tantas almas cristianas como se habían redimido.

Capítulo XII

Cómo los moros degollaron la gente que había quedado de presidio en Tablate
     Arriba dijimos como el marqués de Mondéjar dejó de presidio en Tablate al capitán Pedro de Arroyo con la compañía de infantería de la villa de Porcuna, para asegurar aquel paso a las escoltas que fuesen de Granada, con orden que no dejase pasar los soldados que se iban del campo sin licencia. Pudiendo pues hacer algún reducto donde meterse de noche, y tener su cuerpo de guardia y centinelas, como es costumbre de gente de guerra, estuvo tan descuidado, que los moros de la comarca tuvieron lugar de ofenderle a su salvo, porque su fin solo era salir al paso a los soldados que se iban del campo sin licencia, para quitarles por de contrabando los ganados, las esclavas y los bagajes que llevaban. Estando desta manera, el Anacoz y Gironcillo, que andaban atalayando por aquellos cerros, por ver si podrían romper alguna escolta, viendo el descuido de los nuestros, juntaron mil y quinientos moros, y los acometieron a media noche por tres partes; y entrando el lugar y la iglesia, degollaron todos los soldados que allí había, y los despojaron de armas y vestidos y de todas las cosas que tenían ellos tomadas por de contrabando; y no se teniendo por seguros entre las viles tapias de las casas, se tornaron a subir a la sierra. Esta nueva llegó a un mesmo tiempo a Granada y al campo del marqués de Mondéjar, y fue volando a la corte de su majestad, y con ella se aguó algún tanto la vitoria de aquellos días, porque juzgaban los contemplativos el daño y el peligro harto mayor de lo que era, diciendo que había sido ardid de guerra del enemigo dejar pasar nuestro campo a la Alpujarra, y cortar a las espaldas el paso por donde les había de entrar el bastimento, para necesitarle a que se retirase o pereciese de hambre. Mas luego cayó esta quimera, y se supo como Tablate estaba por los cristianos, porque el marqués de Mondéjar, sabiendo que los moros no habían osado parar allí, ordenó que la primera compañía que llegase, quedase en el lugar de presidio; y llegando Juan Alonso de Reinoso con la gente que enviaba la ciudad de Andújar, guardó la orden del Marqués y el paso con mucho cuidado; y hallando a Pedro de Arroyo caído entre los muertos con muchas heridas mortales, le hizo curar; mas él estaba tan debilitado, por haber estado tres días sin refrigerio, que llevándole a Granada murió en el camino. No se descuidó el conde de Tendilla en este socorro, porque luego que supo la rota de Tablate, aquella mesma noche envió a llamar a don Álvaro Manrique, hijo del conde de Osorno, caballero del hábito de Calatrava, que estaba alojado en una alcaría de la Vega con ochenta caballos y trecientos infantes de las villas de Aguilar, Montilla y Pliego; [230] el cual llegó antes que fuese de día a la puente Genil, donde ya el Conde le estaba aguardando con ochocientos infantes y ciento y veinte caballos; y entregándole toda aquella gente, le envió a poner cobro en aquel paso, con orden que, dejando buena guardia en él, pasase a juntarse con el campo del Marqués su padre; el cual partió luego, y hallando el lugar desembarazado, cumplió la orden del Conde, y se fue a juntar con nuestro campo en Juviles. El tiempo nos llama ya a que volvamos al marqués de los Vélez, que dejamos en el lugar de Tavernas.

Capítulo XIII

Cómo el marqués de los Vélez tuvo orden de su majestad para acudir a lo de Almería, y fue sobre los moros que se habían juntado en Guécija y los desbarató
     Estaba todavía el marqués de los Vélez con su campo en Tavernas, y a 11 de enero, el día que el marqués de Mondéjar partió de Tablate, tuvo orden de su majestad, en conformidad de su ofrecimiento, para que con la gente que tenía junta acudiese a la parte de Almería por la seguridad de aquella comarca. Túvose por buena esta provisión, por hallarse ya dentro del reino de Granada con campo formado y recogido a su costa, aunque no dejaba de parecer que se hacía agravio al marqués de Mondéjar y a la razón de la guerra, habiendo en una provincia dos capitanes generales, que ninguno dellos quería igual. Hubo muchas personas que lo atribuyeron a permisión divina, que quiso que conviniesen a un mesmo tiempo en esta guerra dos personajes de voluntad tan contrarios, que cuando con equidad uno intercediese por los rebeldes, procurando medios para reducirlos, otro con rigor y aspereza los persiguiese; de manera que siendo dignamente castigados, desocupasen el reino de Granada, donde pudiendo ser moros encubiertos, mantenían con menor dificultad la seta de Mahoma. Luego otro día partió el marqués de los Vélez de aquel alojamiento en busca de algunos enemigos; y siendo avisado que los moros de Guécija se fortalecían en aquel lugar, y que habían soltado las acequias del río para empantanar los campos, y cortado gruesos árboles que atravesar en los caminos y veredas, y hecho otros impedimentos para que por ninguna parte los caballos les pudiesen entrar, enderezó su camino hacia ellos. Llevaba cinco mil infantes, la mayor parte arcabuceros y ballesteros, gente ejercitada en los rebatos de la costa del reino de Murcia y acostumbrada a los trabajos de la guerra, y trescientos de a caballo muy bien armados; y habiendo hecho reconocer el camino y los impedimentos que los enemigos le habían puesto, tomó la halda de la sierra un poco alta, por donde entendió que la podría mejor hollar, y con sus ordenanzas tendidas caminó la vuelta del lugar, donde aun todavía se devisaba desde lejos el incendio y ruina de la torre y del monasterio en que los moros habían quemado tantos religiosos cristianos. No se mostraron los moros perezosos en salirle a recebir con dos escuadrones de gente tan bien ordenarlos, como lo pudieran hacer soldados viejos muy práticos, y haciendo alto a vista de nuestro campo, degollaron cruelmente todos los cristianos captivos que tenían. Era caudillo destos herejes el Gorri, principal autor de tanta crueldad, el cual hizo muestra o representación de batalla, y el Marqués, que con honrosa envidia deseaba hacer hechos dignos de su nombre, teniendo reconocido el sitio en que estaban y por donde se le podría entrar, hizo poco caso dellos; y enviando delante al capitán Andrés de Mora, sargento mayor, con quinientos arcabuceros por la halda de la sierra, y en su resguardo a don Diego Fajardo, su hijo, con sesenta caballos, les mandó que los fuesen entreteniendo con escaramuza mientras llegaba con el golpe de la gente. El Gorri hizo rostro animosamente y mantuvo un buen rato la pelea; mas al fin, no pudiendo resistir la furia de la arcabucería, se comenzó a retirar antes que la caballería le cercase; y tomando por delante la gente inútil, llevando a las espaldas nuestros soldados, se encaramó en las peñas de la sierra de Ílar que estaba cerca, donde tenía en un reducto de piedras que está en la cumbre de un alto cerro recogidos los ganados y bastimentos; y rehaciéndose en él para tornar a pelear, tampoco le aprovechó nada, y al fin se metió por las sierras de Fílix. Hubieron libertad este día muchas cristianas captivas que se quedaron escondidas en las casas del lugar, y otras que dejaron los moros en las sierras cuando iban huyendo. El marqués de los Vélez se alojó en campaña, porque los soldados no entrasen a cargar de despojos y se fuesen, cosa muy ordinaria en esta guerra; aunque fue en vano su diligencia, porque luego se comenzaron a desmandar en cuadrillas por los lugares del Boloduí y del condado de Marchena, y cargados de ropa, yendo bien proveídos de esclavas y de bagajes, se volvían a sus casas; y así, hubo de estar el campo en aquel alojamiento más de lo que el General quisiera.

Capítulo XIV

De una entrada que la gente de Guadix hizo en el marquesado del Cenete
     Mejor les hubiera sido a las moriscas del Deyre y de la Calahorra que sus maridos las hubieran dejado estar quedas en la fortaleza, donde el alcaide las tenía recogidas, que no sacarlas con el engaño que las sacaron; porque habiéndolas traído algunos días de sierra en sierra necesitadas de hambre, les fue forzado meterse en las casas del Deyre, confiadas en la guardia que Jerónimo el Maleh les hacía con la gente del marquesado, o como después nos dijeron algunas dellas, en la palabra que Juan de la Torre les había dado, diciéndoles que se asegurasen en sus casas, porque no recibirían daño. Sea como fuere, Pedro Arias de Ávila, corregidor de Guadix, fue avisado como el lugar estaba lleno de mujeres, y que había con ellas gente de guerra, y con parecer del cabildo acordó de ir a dar sobre él. No lo pudo hacer tan secreto, que los moros dejasen de ser avisados por los moriscos de paces que moraban en aquella ciudad. Juntando pues toda la gente de a pie y de a caballo, salió de Guadix sábado, 15 días del mes de enero, y a gran priesa fue la vuelta de la sierra, recelándose de algún aviso; y con todo eso, cuando llegó a vista del Deyre ya los moros y moras iban huyendo la sierra arriba. Adelantáronse don Hernando de Barradas, don Juan de Saavedra, don Cristóbal de Benavides, don Pedro de la Cueva y Hernán Valle de Palacios, Lázaro de Fonseca, y otros caballeros y ciudadanos, que por todos fueron catorce de a caballo, para alcanzarlos antes que encumbrasen el puerto de la [231] Ravaha; los cuales, dejando atrás las mujeres y bagajes que iban alcanzando, subieron la sierra arriba hasta llegar a un llano que se hace en la cumbre alta del puerto. Allí había reparado el Maleh con tres banderas y un golpe de gente armada para hacer rostro, mientras se ponían en cobro las mujeres y los bagajes; el cual resistió a nuestros caballos, y cargando animosamente sobre ellos, los hubiera puesto en aprieto, si en la mayor necesidad no les acudiera el doctor Fonseca con cuarenta arcabuceros. Viendo los moros este socorro y otros que iban llegando, comenzaron a retirarse, no del todo huyendo, sino haciendo vueltas sobre nuestra gente, y en una montañeta se entretuvieron más de media hora peleando, hasta que del todo fueron desbaratados y puestos en huida, dejando de los suyos más de cuatrocientos hombres muertos y dos mil almas captivas entre mujeres y niños, y mil bagajes cargados de ropa. Esta fue una de las mejores presas que se hicieron en esta guerra y con menos peligro; con la cual Pedro Arias de Ávila volvió muy contento a Guadix, y los moros quedaron bien lastimados.

 

 

Capítulo XV

Cómo el marqués de Mondéjar pasó a Pitres de Ferreira, y de una plática que don Hernando el Zaguer hizo a los alzados
     El mismo día que Pedro Arias de Ávila hizo la entrada en el marquesado del Cenete, partió el marqués de Mondéjar de la taa de Poqueira, para ir en seguimiento de Aben Humeya y del Zaguer, que tuvo nueva se iban retirando la vuelta de Pitres de Ferreira; y dejando el camino derecho, tomó la cordillera alta de una sierra que se hace, entre estas dos taas, llevando la artillería y los bagajes, no sin grandísimo trabajo, por hacer el tiempo áspero de frío y estar las sierras cubiertas de nieve. Mas entrando en la taa de Ferreira, no halló enemigos con quien pelear; y lo que hubo notable en este camino fue que, pasando por junto al lugar de Pórtugos, se vio un gran humo que salía de la iglesia, y era que unos cristianos captivos, queriéndolos matar sus amos, se habían recogido y hecho fuertes en la torre del campanario, y los herejes le habían puesto fuego para quemarlos dentro. Luego sospechó el Marqués lo que debía ser, y mandó a don Luis de Córdoba y a don Alonso de Granada Venegas que con doscientos infantes y cincuenta caballos fuesen a ver qué era; los cuales llegaron a la iglesia sin impedimento, porque los moros se habían ido huyendo en viéndolos asomar. Contáronnos estos caballeros como llegaron a la iglesia, y entrando dentro, hallaron cinco mujeres cristianas muertas de heridas, tendidas por aquel suelo, y en la peaña del altar mayor un niño que parecía de hasta tres años, las manecitas atadas con un cordel y un puñal metido por el lado izquierdo, y la Sangre tan fresca, que aun no estaba resfriada, y los ojitos abiertos mirando tan tiernamente hacia el cielo, que parecía quejarse a su Criador del bárbaro sacrificio que de sus tiernos miembrecitos habían hecho aquellos herejes; y era tanta la hermosura del blanco y colorado rostro, que en la tierra mostraba bien el reposo con que el alma, libre de los temores desta guerra, glorificaba entre los ángeles al Señor; y que viendo aquel espectáculo de crueldad, movidos a compasión, les crecía igualmente tanta ira, que no vían la hora de tomar la venganza por sus manos, diciendo contra aquellos rústicos: «¡Oh, herejes descreídos! ¡No osáis aguardar a pelear con los hombres, que decís haberos ofendido, y como viles y cobardes tomáis venganza en las mujeres y en los niños, ensuciando vuestras viles y torpes espadas en su inocente sangre!» Había el fuego consumido una parte de los edificios de la torre, y si tardara el socorro un poco más, se acabara de quemar; mas los cristianos se habían metido en parte donde aun no los calentaba la llama, y uno dellos fue tan grande su determinación con el deseo de la libertad, que en viendo llegar nuestra gente, sin buscar la puerta por donde salir, se arrojó de la torre abajo, y no pudiendo las flacas canillas de las piernas sustentar la carga del pesado cuerpo, se quebraron entrambas, y todavía fue recogido por los soldados y llevado a las ancas de un caballo, y puesto con los demás en libertad. En este tiempo caminaba nuestra gente la vuelta de Pitres, lugar principal de aquella taa, el cual habían dejado los moros despoblado, y en la iglesia estaban ciento y cincuenta cristianas captivas, que fueron puestas en libertad, no habiendo consentido Miguel de Herrera, alguacil de aquel lugar, que los monfís y gandules las matasen. Había entre estos algunos hombres nobles de buen entendimiento, a quien parecían mal las crueldades que se hacían, y ver que los alpujarreños perseverasen en el levantamiento viendo que los del Albaicín se estaban quedos, cargándoles la culpa, y aun pidiendo que fuesen castigados con rigor; y esto, tales, por echar de sí la furia de la guerra, atribuyendo el mal a los sediciosos y a la ignorancia de aquellos pueblos, no deseaban más que la paz y quietud de sus casas, y así hacían algunas obras que entendían serles provechosas algún día. El que hacía más instancia en que la tierra se apaciguase era don Hernando el Zaguer, a quien Aben Humeya había hecho su capitán general; el cual, viendo que los moros se habían retirado del paso de Lanjarón, y después de Poqueira, sin dar batalla a nuestro campo, y conociendo su perdición, juntó los alguaciles y hombres principales de las taas que tenía por amigos, y queriéndoles persuadir a que, pues no eran poderosos contra su majestad, buscasen algún buen medio para que los perdonase, les hizo una plática desta manera: «No sé cómo poderos decir, hermanos míos, el poco cuidado que tenemos de nuestra salud. Si no podemos hacer tanto como sería menester en favor de nuestras casas, mujeres y hijos, siendo, como querríamos ser, defensores de nuestra libertad, ¿por qué no seguiremos el consejo de los cuerdos, cediendo a la contraria fortuna, que tan enemiga se nos muestra, pues los que pudieran ser más poderosos que nosotros y que nos ponían más confianza, aun no se atrevieron a probarla? Cuerpos tenían como nosotros los granadinos, y ánimos para dar y recebir heridas, y la mesma indignación que nosotros tenemos; mas no se quisieron arrojar precipitosamente por los despeñaderos de la ira, falta de consideración. Veamos agora, ¿qué nos aprovechará a nosotros el sacrificio de nuestra sangre en caso que una y más veces seamos vencedores, si al rey Felipe jamás le faltarán armas para combatirnos con mayor fuerza cuanto más indignado le tuviéremos? Por mejor tengo irnos a su clemencia y entregarle nuestras armas y banderas, que realmente son suyas, pidiendo perdón [232] de nuestras culpas, pues somos ciertos que nos admitirá, y tanto mejor agora, que la fortuna de la guerra parece estar algo dudosa, que no perseverar en una liviandad tan grande como hemos intentado, agravada de tantos delitos y excesos como se han hecho, a nuestro parecer con justas causas; aunque, si bien lo consideramos, no fueron sino desatinos de gente de poco entendimiento, que nos sujetamos luego a nuestra voluntad y deseo de venganza. Estemos a cuenta con los cristianos, que cierto nos la tomarán bien estrecha. ¿Podremos negar que no tenemos agua de baptismo como ellos? ¿Negaremos que no somos vasallos súbditos naturales del rey Felipe? Pues tampoco podemos llegar sino que la premática que tanto nos ha alborotado fue hecha a buen fin, aunque nos ha parecido grave. ¿Vosotros no veis que ni somos bien moros ni bien cristianos? Pues si esto es ansí, cierto es haber ofendido con este levantamiento a Dios primeramente, y después a nuestro rey. Las cosas sagradas en cualquier parte se deben respetar; nosotros hemos violado los templos con incendios y destruiciones, robando y matando los sacerdotes; queremos obedecer a otro rey, como si lo hubiéramos de hallar mejor; procuramos socorrernos de gente berberisca, so color de ser moros como ellos: pues sed ciertos que ni podremos sustentarnos con otro gobierno, aunque toda África nos favorezca, ni los berberiscos vernán a favorecernos por nuestro bien, sino por cudicia de robarnos, porque son tiranos ejercitados en robos y en latrocinios; y cuando más no puedan, se volverán cargados de los despojos de nuestras casas, dejándonos deshonradas nuestras mujeres y hijas, como lo han hecho en otras partes. No plega a Dios que tenga yo en tanto mi vida, que por salvarla cometa traición a mi nación ni deje de decir verdad. Esta que llamáis libertad será muy bien trocada por la paz. No sé qué pensamos sacar de la guerra, que ni sabemos ponerle el pecho ni volverle las espaldas, faltos de experiencia, de armas, de caballos, de navíos y de muros donde podernos asegurar, y que de necesidad habemos de andar de cueva en cueva y de sierra en sierra, cargados de mujeres y niños y huyendo de la fiereza de la gente española que nos sigue; y al fin ha de ser la hambre la que nos ha de rendir, como rindió a Granada y a otras muchas ciudades deste reino, cuando aun había mejor comodidad de poderle defender nuestros pasados. Yo sé que el marqués de Mondéjar nos admitirá en gracia del rey Felipe si acudimos a él con humildad; y no serán vergonzosas las condiciones con que nos recibiere quien tan gravemente ha sido ofendido de nuestra parte, aunque haga castigo ejemplar en algunos de nosotros, y sea yo el primero; que dichosa me será tal muerte, si con ella pagare las culpas de toda mi nación». Hasta aquí dijo el Zaguer; y aprobando su considerado parecer los ancianos que allí estaban, llamó a Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña, a quien dijimos que había salvado las vidas en Ugíjar, y dándoles parte de lo que tenían acordado, les rogó que fuesen a tratar el negocio de la reducción con el marqués de Mondéjar, y le informasen del arrepentimiento que tenían los moriscos de la Alpujarra, y le suplicasen de su parte intercediese con su majestad para que perdonase aquel yerro, y se hubiese piadosamente con aquellos pueblos que humilmente se querían poner en sus manos; y que mientras esto se negociaba, rendirían las armas y las banderas, dándole una cédula firmada de su nombre, por la cual le asegurase su persona y familia. Con esta embajada, y una carta del Zaguer para el Marqués, en que se desculpaba de lo hecho y cargaba la culpa a los monfís, partieron Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña de Juviles, y llegaron a Pitres el mesmo día que entró el campo, y dieron su recaudo al marqués de Mondéjar; el cual, para responder a ella y dar orden en enviar las cristianas a Granada con escolta, por el estorbo que hacían, y poder informarse de los adalides del campo cómo se podría desechar un paso dificultoso que tenía por delante en el camino de Juviles, se hubo de detener en aquel alojamiento el día siguiente. La respuesta que dio a Jerónimo de Aponte fue que tornase al Zaguer y le dijese que, rindiendo las armas y las banderas, como decía, y dándose llanamente a merced de su majestad, holgaría de ser su intercesor para que se hubiese misericordiosamente con ellos; mas que se resolviesen, porque no suspendería un solo momento la ejecución del castigo que llevaba comenzado. Y disimulando la cédula de seguro que pedía, le despachó luego.

Capítulo XVI
Cómo los moros acometieron a entrar en Pitres estando nuestro campo dentro del lugar
     Está el lugar de Pitres en la falda de la Sierra Nevada que mira hacia el mediodía, repartido en tres barrios, poco distantes uno de otro: en el principal está la iglesia, y delante della una plaza llana de mediana grandeza; todo lo demás del lugar son cuestas y barrancos, y al derredor ásperas sierras, aunque fértiles de arboledas, por la abundancia de fuentes que bajan de los valles. Los moros, que siempre andaban a vista de nuestro campo con más ánimo de espantar que de representar batalla, fuese con propósito de hacer algún efeto con la ocasión de una cerrada niebla que amaneció el domingo por la mañana, o porque, como después decían algunos dellos, entendieron que unas cuadrillas que el Marqués enviaba a reconocer el camino, era todo el campo que marchaba, y quisieron guarecerse en las casas de la tempestad del frío, pareciéndoles que estaban yermas, bajaron a gran priesa de los cerros, y por dos partes fueron a meterse en el lugar, y llegaron a él sin ser sentidos ni vistos por las centinelas: tanta era la escuridad de la niebla. Los que entraron por la parte baja hacia el río dieron en unas casas algo apartadas, donde se había metido una escuadra de soldados, y hallándolos desapercebidos, los degollaron; solo un muchacho se les fue, que comenzó a dar voces y a tocar arma por una cuesta arriba, hasta llegar a cuerpo de guardia y a la posada del Marqués, el cual se puso luego a caballo y salió a la plaza de armas; y sospechando que debía ser ardid de guerra llamar al enemigo por la parte baja, para acudir de golpe por arriba y dividir desta manera nuestra gente, mandó recoger todas las compañías en sus cuarteles, y a los caballos que acudiesen a la plaza de armas. Ordenó a Juan Ochoa de Navarrete y a Antonio Flores de Benavides, capitanes de la infantería con que servía la ciudad de Baeza, que con sus compañías se metiesen en el barrio que estaba a la parte de levante algo apartado del de la iglesia, [233] un gran barranco en medio, por si los enemigos viniesen a entrar por allí; y no le engañó su sospecha, porque no eran bien llegados los capitanes al puesto, cuando los moros, que con las armas teñidas en sangre subían el barranco arriba, y otros que bajaban de la sierra, se encontraron con ellos. Peleose al principio animosamente de entrambas partes; mas acudiendo gente de parte de los moros, aunque menos de la que parecía con la escuridad de la fosca niebla, y con la presencia del peligro los soldados, gente nueva, aflojaron, y a un tiempo volvieron las espaldas, dejando solos a sus capitanes. Los enemigos no fueron perezosos en seguirlos por un lado del barranco, hasta meterlos en el barrio principal. A esto acudió luego el Marqués, acompañado de muchos caballeros y capitanes, y reparando el peligro, hizo que los moros volviesen huyendo por donde habían entrado, quedando algunos dellos muertos. Señaláronse este día doce soldados que se hallaron en la boca de una calle por donde venía el golpe de los enemigos, y defendiendo la entrada, mataron y hirieron muchos; quitáronles tres banderas, y sobreviniéndoles socorro, los hicieron volver huyendo. Una dellas era un estandarte de damasco carmesí con fluecos de seda y oro, que solía ser guión delante del Santísimo Sacramento en Ugíjar, y lo traían los herejes por insignia de su traición y maldad. Retiráronse los enemigos de Dios a la sierra, viendo lo mal que les iba en el lugar; y pasando por entre las casas, mataron un pobre atambor que hallaron solo tocando a gran priesa arma con su caja. Juntándose pues con el golpe de la otra gente, que aun no se había descubierto, volvieron segunda vez al lugar para ver si podrían hacer algún efeto; mas luego quebrantaron los rayos del sol aquella niebla y dieron claridad al día de manera que pudieron ser vistos: con todo eso, no dejaron de hacer su acometimiento y de llegar tan adelante, que con las piedras que tiraban a brazo alcanzaban a la plaza de armas; mas fue tanto el efeto que nuestros arcabuces hicieron por esta parte, que hubieron por bien de retirarse, entendiendo que cuanto más aclarase el día les iría peor, y por la orilla de la nieve volvieron a su alojamiento. Aquí murieron dos esforzados soldados, Juan de Isla, sobrino de Álvaro de Isla, corregidor de Antequera, y Jerónimo de Ávila, vecino de Granada, y otros cuyos nombres no supimos. No siguió nuestra gente el alcance, por ser ya tarde y caer una agua menuda mezclada con nieve, que impedía el tirar de los arcabuces.

Capítulo XVII

Cómo el campo del marqués de Mondéjar partió de Pitres en seguimiento del enemigo
     El siguiente día, que fue lunes 17 de enero, partió el marqués de Mondéjar del alojamiento de Pitres, y con un temporal recio de agua y nieve, dejando el camino derecho que iba a Juviles, tomó la vuelta de Trevélez. No había caminado legua y media, cuando se descubrió el campo de los moros que iban hacia Juviles por la cordillera del cerro de la otra parte del río, donde había estado alojado aquella noche; los cuales entendiendo que nuestra gente hacía el mesmo camino y que les tomaría la delantera, enviaron seiscientos hombres con tres banderas, que entretuviesen con escaramuzas mientras se adelantaban los demás. Viéndolos venir el marqués de Mondéjar, mandó a los capitanes Diego de Aranda y Hernán Carrillo de Cuenca que fuesen con sus compañías a darles carga. Los moros, pareciéndoles que era poca gente, hicieron rostro, y los nuestros, aunque hacían muestra de ir hacia ellos, no se alargaron todo lo que era menester. Entonces el Marqués envió a don Hernando y don Gómez de Agreda, hermanos, vecinos de Granada, y otros gentileshombres que se hallaron par dél, a que reforzasen las dos compañías con quinientos arcabuceros; mas luego advirtió que era entretenimiento que procuraba el enemigo, para tener lugar de ponerse en salvo; y haciéndolos retirar, caminó con los escuadrones a paso largo, enviando delante a los capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva, y Gonzalo de Alcántara con sus caballos y algunos peones sueltos, a que atajasen el campo de los moros, que iban a más andar por aquella loma. La caballería pasó el río y fue tomando lo alto; mas por mucha priesa que los capitanes se dieron, cuando llegaron arriba ya habían pasado, y solamente pudieron alancear algunos que se quedaron rezagados, y porque cerraba la noche, dejaron de seguirlos. Llegó nuestro campo a alojarse por bajo del lugar de Trevélez entre unos chaparros, cerca de un alcornocal y del río, por la comodidad del agua y de la leña tan necesaria para guarecer la gente del frío que hacía. Los moros tomaron lo alto de la sierra, y no pararon hasta meterse en la nieve, donde perecieron cantidad de mujeres y de criaturas de frío, y aun de los cristianos amanecieron helados a la mañana tres o cuatro, y algunos caballos reventaron de comer una maldita yerba que hallaron por aquellos valles.

Capítulo XVIII

Cómo el marqués de Mondéjar pasó al castillo de Juviles, y los caudillos de los moros se fueron huyendo sin pelear
     Los moros que iban huyendo delante de nuestro campo fueron a parar aquella noche a Juviles, donde tenían recogidas las mujeres y la riqueza de aquellas taas, pensando defenderse en el sitio de aquel castillo antiguo que dijimos, el cual era asaz fuerte para cualquier batalla de manos. Su intento era entretenerse allí algunos días, mientras se trataba de medios de paz, porque Jerónimo Aponte les había dado esperanza dello, por lo que había entendido en Pitres de la voluntad del Marqués, aunque el Zaguer y los otros caudillos estaban temerosos de ver que no les había querido dar seguro firmado de su nombre, y sospechaban lo que por ventura llevaban en pensamiento, que haría algún castigo ejemplar en los autores del rebelión. Dando pues y tomando sobre este negocio de reducirse, hubo varias opiniones entre los moros aquella noche. Los malos, a quien las culpas hacían perder la esperanza del perdón, decían que degollasen todas las mujeres cristianas que tenían captivas, y que se pusiesen en defensa y peleasen todo su posible, y cuando más no pudiesen, dejarían el sitio y se meterían por las sierras; lo cual podrían hacer fácilmente, por haber disposición para ello, a causa de la aspereza dellas, que era tanta, que no la podrían hollar caballos; y los que no se tenían por tan culpados, movidos del amor de sus mujeres y hijos, que veían padecer hambre, frío, cansancio y otras incomodidades, con esperanza de poder tener algún sosiego [234] en sus casas, arrimándose a la opinión del Zaguer, no quisieron que las matasen; antes pensando aplacar, con ponerlas en libertad, la indignación de los cristianos, las sacaron aquella mesma noche de las cuevas donde las tenían metidas en el castillo, y les dijeron que se fuesen a las casas del lugar y esperasen a sus parientes, que llegarían presto. Hubo muchas moras que las recogieron en sus casas y las acariciaron, a fin de que ellas las favoreciesen cuando los soldados entrasen. Siendo pues informado el marqués de Mondéjar del camino que el enemigo había hecho aquella noche, el martes, 18 días del mes de enero, bien de mañana levantó el campo, y caminó la vuelta de Juviles. No había bien entrado por aquella taa, cuando llegó Jerónimo de Aponte, y con él Juan Sánchez de Piña, y le dieron otra carta del Zaguer, en que repetía lo de la primera, pidiendo todavía un seguro por escrito para su persona y la de Aben Humeya. Estos cristianos refirieron al Marqués la voluntad que aquellos moros mostraban tener, y lo que habían tratado en sus juntas, y cómo habían defendido que los monfís no matasen las cristianas, certificándole que ellos habían sido la principal causa del mal que se había hecho en los templos y en los sacerdotes y en los vecinos cristianos, y procurando descargar al Zaguer y a Aben Humeya. El cual les respondió que volviesen a ellos, y les dijesen que se viniesen luego a rendir, porque él los admitiría, y a todos los que se viniesen con ellos, como se lo había dicho en Pitres; mas que entendiesen que no les había de dar una sola hora de tiempo, disimulando lo del seguro por escrito; y sospechando que era todo entretenimiento para sacar la ropa y las mujeres que allí tenían, mandó marchar más apriesa la gente. Vueltos los dos cristianos con la respuesta, los caudillos moros no se satisficieron nada della; y recogiendo la gente de guerra y, algunas cosas de precio que pudieron llevar, dejando orden que hiciesen todos lo mismo, dejaron el castillo y se fueron por las sierras hacia Bérchul. El marqués de Mondéjar, llegando cerca del lugar, hizo alto con los escuadrones, y envió a reconocerle a Gonzalo de Alcántara con algunos caballos, mandándole que no dejase entrar los soldados en las casas, porque no se desmandasen a robar y sucediese alguna desgracia. No tardó mucho que volvieron los dos cristianos, y dijeron al Marqués como los dos caudillos y toda la gente de guerra se habían ido la vuelta de Bérchul y de Cádiar, y con ellos la mayor parte de las mujeres, y que quedaban como quinientos hombres en el castillo, viejos y impedidos, y muchas moras que no se habían podido ir. Luego mandó marchar hacia el lugar, y junto a unas peñas que están cerca de las casas a la parte alta hacia poniente, salieron a recebirle las cristianas captivas con un piadoso llanto verdaderamente digno de compasión; las más dellas llevaban sus hijitos en los brazos, y otros algo mayores que las seguían por sus pies, y todas con las cabezas descubiertas y los cabellos tendidos por los hombros, y los rostros y los pechos bañados de lágrimas, que entre gozo y tristeza destilaban de sus ojos. No había consuelo que bastase consolarlas viendo nuestros cristianos, y acordándose de los maridos, hermanos, padres y hijos que delante de sus ojos les habían sido muertos con tanta crueldad, y dando voces, decían: «No tomen, señores, a vida hombre ni mujer de aquestos herejes, que tan malos han sido y tanto mal nos han hecho, y sobre todos nuestros trabajos nos persuadían a que renegásemos de la fe con ruegos y amenazas». El Marqués se enterneció de ver aquellas pobres mujeres tan lastimadas, y consolándolas lo mejor que pudo, hizo que se apartasen a un cabo, y envió gente a tomar los pasos por donde le pareció que tenían la retirada los moros, a unas partes peones y a otras caballos, conforme al sitio y disposición de la tierra, y con el golpe de los soldados caminó la vuelta del castillo.

Capítulo XIX

Cómo el beneficiado Torrijos, y con él muchos alguaciles de la Alpujarra, vinieron a nuestro campo a tratar de reducir la tierra
     Aun no habían llegado nuestras gentes a ocupar el castillo de Juviles, cuando el beneficiado Torrijos, y con él Miguel Abenzaba, alguacil de Válor, y otros diez y seis alguaciles de los principales de la Alpujarra, llegaron a tratar de medios de paz con el marqués de Mondéjar. Este Torrijos, como atrás dijimos, era beneficiado de Darrícal, y tan querido de un morisco del linaje de los antiguos alguaciles de Ugíjar, llamado Andrés Alguacil, que muchos creyeron ser su hijo; su madre era morisca; el cual y todos sus parientes por su respeto le favorecieron en este levantamiento, para que los monfís no le matasen. Y porque se entienda su historia mejor, que no fue la menos memorable, haremos aquí una breve digresión della. Dicho queda en el capítulo del levantamiento de la taa de Ugíjar como un morisco su amigo le sacó de la torre donde se había metido, y le escondió en una cueva de la sierra de Gádor. Teniéndole pues en la cueva, fue avisado Andrés Alguacil dello, y le llevó a Ugíjar a su casa, donde le tuvo algunos días, y allí le fueron a hablar el Zaguer y el Partal y otros, que le aseguraron la vida; y mientras estos y Miguel de Rojas, suegro de Aben Humeya, estuvieron en el pueblo no tuvo de qué temer; mas después que se fueron, y entraron otros no tan amigos, Andrés Alguacil lo llevó al lugar de Nechite con intento de enviarle una noche a Guadix. Sucedió pues que en la hora que le habían de llevar hizo tan gran tempestad y cayó tanta nieve, que no se pudo atravesar la sierra; y después llegó al lugar Abenfarax, que andaba haciendo las crueldades dichas; y sabiendo que estaba allí, hizo pregonar que, so pena de la vida, ningún moro le encubriese, ni a otro cristiano, y que manifestasen luego el dinero, plata, oro y joyas que les hubiesen tomado, como lo hacía en todos los lugares donde llegaba. Dijéronle como Torrijos estaba malo en la cama, y que tenía seguro de Aben Humeya y del Zaguer; y con todo eso aprovechara poco, si cuatro mil ducados que llevaba en dineros y plata labrada no aplacaran la ira del tirano, poniéndoselos en las manos; y todavía le mató tres críados cristianos y otros dos mocitos que se habían librado de la muerte en Ugíjar, y los tenían sus madres en aquel lugar. Ido Abenfarax, los amigos de Torrijos le llevaron a Válor a casa de Miguel Abenzaba, hombre cuerdo y de los más ricos del lugar, y allí comenzaron a tratar del negocio de la redución con él y con otros parientes suyos. Y llevándole después Andrés Alguacil a Nechite para el mesmo efeto, vinieron a verse con él todos los alguaciles que agora [235] le acompañaban, llevándole por intercesor para con el marqués de Mondéjar, y otros muchos que dejaban apalabrados; y trayéndole a la memoria los beneficios que dellos; había recibido, le rogaron que, apiadándose de aquella tierra, por cualquier vía que pudiese la procurase remediar, porque conocían muy bien su perdición, y él les había hecho grandes ofrecimientos y animádolos de su parte. Llegaron a nuestro campo con unas banderillas blancas en las manos en señal de paz; y luego que entendió el Marqués a lo que iban, mandó que los dejasen llegar a él. Los alguaciles se echaron a sus pies y pidieron misericordia y perdón de sus culpas, y el beneficiado le dijo quien eran, y como, conociendo el yerro cometido, venían a darse a merced de su majestad y a ponerse debajo de su protección y amparo, como lo harían los demás vecinos de sus lugares teniendo seguridad para poderlo hacer; y que le suplicaban humilmente fuese intercesor con su majestad para que los perdonase. Estas y otras palabras de descargo refirió Torrijos al Marqués de parte de los alguaciles, y él las recibió alegremente, y los aseguró, y mandó que se tuviese cuenta con que no se les hiciese más daño, porque los soldados no podían llevar a paciencia ver que se tratase de medios con los rebeldes, maldiciendo a Torrijos y a los que andaban en ello, como si les quitaran de las manos el premio de una cierta vitoria; y cuando otro día se supo que los admitía, fue tan grande la tristeza en el campo como si hubieran perdido la jornada.

Capítulo XX

Cómo los cristianos ocuparon el castillo de Juviles, y de la mortandad que hicieron aquella noche en la gente rendida
     Está el castillo de Juviles en la cumbre de un cerro muy alto, arredrado de las casas a la parte de levante; y aunque tiene los muros por el suelo, es sitio en que los enemigos se pudieran defender si su desconformidad no se lo estorbara. Caminando pues nuestra gente hacia él, a la media ladera del cerro bajaron tres moros ancianos con bandera de paz delante; y siendo asegurados para poder llegar, dijeron al marqués de Mondéjar como los caudillos con la gente de guerra se habían ido huyendo, y que ellos por sí y por los que dentro del castillo estaban, le suplicaban los quisiese recibir a merced. Entonces mandó a don Alonso de Cárdenas, y a don Luis de Córdoba, y a don Rodrigo de Vivero y a otros caballeros, que se adelantasen y se apoderasen del castillo y de lo que hallasen en él; los cuales lo hicieron luego, no sin murmuración de los soldados, pareciéndoles que lo aplicaría todo para sí; mas el Marqués les dio a saco todo el mueble, en que había ricas cosas de seda, oro, plata y aljófar, de que cupo la mejor y mayor parte a los que habían ido delante. Fueron los rendidos trecientos hombres y dos mil y cien mujeres; y porque tenía aquel sitio algunas veredas por donde poderse descolgar los que quisieran de parte de noche sin ser vistos, mandó que bajasen los captivos al lugar, y metiendo las mujeres en la iglesia, pusiesen los hombres por las casas. Esto se comenzó a poner luego por obra; y como el cuerpo de la iglesia era pequeño, y la gente mucha, de necesidad hubieron de quedarse fuera más de mil ánimas en la placeta que estaba delante de la puerta y en los bancales de unas hazas allí cerca, poniéndoles gente de guerra al derredor. Sería como media noche, cuando un mal considerado soldado quiso sacar de entre las otras moras una moza: la mora resistía, y él le tiraba reciamente del brazo para llevarla por fuerza, no le habiendo aprovechado palabras; cuando un moro mancebo, que en hábito de mujer la había siempre acompañado, fuese su hermano o su esposo u otro bien queriente, levantándose en pie, se fue para el soldado, y con una almarada que llevaba escondida le acometió animosamente y con tanta determinación, que no solamente la moza, mas aun la espada le quitó de las manos, y le dio dos heridas con ella; y ofreciéndose al sacrificio de la muerte, comenzó a hacer armas contra otros que cargaron luego sobre él. Apellidose el campo, diciendo que había moros armados entre las mujeres, y creció la gente, que acudía de todos los cuarteles con tanta confusión, que ninguno sabía dónde le llamaban las voces, ni se entendían, ni veían por dónde habían de ir con la escuridad de la noche. Donde el airado mancebo andaba, acudieron más soldados, y allí fue el principio de la crueldad, haciendo malvadas muertes por sus manos; y ejecutando sus espadas en las débiles y flacas mujeres, mataron en un instante cuantas hallaron fuera de la iglesia; y no quedaran con las vidas las que estaban dentro, sí no cerraran presto las puertas unos criados del Marqués que se habían aposentado en la torre, por ventura para mirar por ellas. Hubo muchos soldados heridos, los más que se herían unos a otros, entendiendo los que venían de fuera que los que martillaban con las espadas eran moros, porque solamente les alumbraba el centellar del acero y el relampaguear de la pólvora de los arcabuces en la tenebrosa oscuridad de la noche; y estos eran los que mayor estrago hacían, queriendo vengar su sangre en aquellas cuyas armas eran las lágrimas y dolorosos gemidos. En tanta desorden el Capitán General envió a gran priesa los capitanes Antonio Moreno y Hernando de Oruña y los sargentos mayores a que pusiesen algún remedio, y todos no fueron parte para ponerlo, por haberse movido ya todo el campo a manera de motín, indignados los soldados por un bando que se había echado aquel día, en que mandaba el Marqués que no se tomase ninguna mujer por captiva, porque eran libres. Duró la mortandad hasta que, siendo de día, los mesmos soldados se apaciguaron, no hallando más sangre que derramar los que no se podían ver hartos della, y conociendo otros el yerro grande que se había hecho. Luego comenzó a proceder el licenciado Ostos de Zayas, auditor general, contra los culpados, y ahorcó tres soldados de los que parecieron serlo por las informaciones. Este mesmo día el Zaguer, que se había retirado a Bérchul, envió a decir al marqués de Mondéjar que se quería reducir; el cual envió a don Francisco de Mendoza y a don Alonso de Granada Venegas con un estandarte de caballos y una compañía de infantería a recoger los que quisiesen venir; mas después se arrepintió el Zaguer, temiendo que se haría algún riguroso castigo en él, y se embreñó en las sierras; y don Francisco de Mendoza llevó consigo a su mujer y hijas y familia, y obra de cuarenta cristianas captivas que estaban con ellas; y con esto se volvió a Juviles, informado que Aben Humeya se había ido a meter en Ugíjar. [236]

Capítulo XXI

Cómo el marqués de Mondéjar comenzó a dar salvaguardia a los moros reducidos, y envió las cristianas captivas a Granada
     Luego mandó el marqués de Mondéjar dar sus salvaguardias a los moros reducidos que habían venido con el beneficiado Torrijos, y les ordenó que fuesen a los lugares y hiciesen de manera que los vecinos se volviesen a sus casas, no consintiendo que se les hiciese mal tratamiento, porque otros se animasen viendo el acogimiento que se hacía a estos, y el rigor de que se usaba con los demás que estaban en su pertinacia. Esto que el General hacía no placía a los capitanes y soldados enemigos de la paz ni a los que se veían ofendidos de las tiranías de aquellos rebeldes, pareciéndoles que era demasiada misericordia la que usaban con ellos; y quien más lo sentía eran las cristianas que habían sido captivas, que con lágrimas y sollozos tristes contaban las crueldades que habían hecho, los regocijos con que habían apellidado el nombre y seta de Mahoma, y el escarnio y menosprecio con que habían tratado las casas de nuestra santa fe delante dellas; mas todo lo atropellaba el marqués de Mondéjar, entendiendo ser aquello lo que más convenía. Habiendo pues de pasar el campo adelante, porque iba en él mucha gente inútil, envió a Tello de Aguilar con la compañía de caballos de Écija y dos compañías de infantería a Granada, con las cristianas captivas y con los heridos y enfermos. Detuviéronse seis días en el camino, porque iban las mujeres a pie y eran ochocientas almas. Al entrar de la ciudad metió la infantería de vanguardia y los caballos de retaguardia, y ellas en medio a manera de procesión; los escuderos les llevaban cada dos niños en los arzones y en las ancas de los caballos, y algunos tres, dos en los brazos y el mayor en las ancas. Salió gran concurso de gente a verlas entrar por la puerta de Bibarrambla, y entre alegría y compasión, daban todos infinitas gracias a Dios, que las había librado de poder de sus enemigos. Llegándolas a saludar, había muchas que en queriendo hablar les faltaban las palabras y el aliento: tan grande era el cansancio y congoja que llevaban. Había entre ellas muchas dueñas nobles, apuestas y hermosas doncellas, criadas con mucho regalo, que iban desnudas y descalzas, y tan maltratadas del trabajo del captiverio y del camino, que no solo quebraban los corazones a los que las conocían, mas aun a quien no las había visto. Desta manera toda la ciudad hasta el monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, que está encima de la puerta de Guadix, donde llegaron a hacer oración, y de allí fueron a la fortaleza de la Alhambra a que las viese la marquesa de Mondéjar. Y volviendo a las casas del Arzobispo, las que tenían parientes las llevaron a sus posadas, y las otras fueron hospedadas con caridad entre la buena gente, y de limosna se les compró de vestir y de calzar.

Capítulo XXII

De la entrada que el marqués de los Vélez hizo estos días contra los moros de Fílix
     Estuvo el marqués de los Vélez cinco días en Guécija, después de haber desbaratado al Gorri, sin determinarse hacia donde iría. Dábale priesa el licenciado Molina de Mosquera desde la Calahorra que fuese al marquesado del Cenete, porque sería de mucha importancia su ida para la seguridad de toda aquella tierra. Decíanle las espías que los moros tenían dos cuerpos de gente, uno en Andarax y otro en Fílix, y deseaba ir a deshacerlos; y a 18 días del mes de enero, martes, el mesmo día que el marqués de Mondéjar fue a Juviles, partió con su campo de aquel alojamiento, y aquella noche fue a dormir en lo alto de la sierra de Gádor, casi a la mitad del camino de Fílix, para dar el miércoles, víspera de San Sebastián, sobre él. La nueva de esta partida llegó luego a Almería, y don García de Villarroel, hombre mafioso y cudicioso de honra, queriéndole ganar por la mano, salió de la ciudad con setenta arcabuceros a pie y veinte y cinco hombres de a caballo, y el mesmo día miércoles bien de mañana se puso en un puerto que está un cuarto de legua de Fílix, a vista del lugar por donde de necesidad había de entrar el campo del marqués de los Vélez. Su fin era que los moros, viéndole asomar, entenderían ser la vanguardia del campo y huirían, y podría robarle antes que el Marqués llegase; mas no le sucedió como pensaba, porque siendo descubierto, los moros se pusieron en arma; y dejando el lugar atrás, tocando sus atabales y jabecas, salieron a esperarlos puestos en escuadrón con dos manguillas de escopeteros delante. Primero enviaron cincuenta hombres sueltos a reconocer, y tras de ellos otros quinientos a que tomasen un cerro alto, que está a caballero del puerto; y para que se entendiese que tenían mucho número de gente, hicieron otro escuadrón de muchachos y mujeres cubiertas con las capas, sombreros y caperuzas de los hombres, y puestos al pie del sitio antiguo de un castillejo que allí había. Viendo pues don García de Villarroel tan gran número de gente como desde lejos parecía y la orden con que habían salido, cosa nueva para los de aquella tierra, entendió que debía de haber turcos o moros berberiscos entre ellos; y teniendo su juego por desentablado, volvió hacia donde iba nuestro campo, por ser aquel el camino más seguro para su retirada. No tardó mucho de verse con el marqués de los Vélez, y dándole cuenta de lo que pasaba, le preguntó si entendía que osarían aguardar los enemigos; y diciéndole que creía que sí, porque tenía aviso que estaba allí el Futey y el Tezi, y Puerto Carrera el de Gérgal, con más de tres mil hombres de pelea, y que tenían el lugar barreado y puesto en defensa, le pidió cincuenta soldados de los que llevaba, hombres sueltos y pláticos en la tierra; y dándoselos, se volvió aquella noche a la ciudad de Almería, y el marqués de los Vélez prosiguió su camino con los escuadrones muy bien ordenados, mil tiradores delante, la mayor parte dellos arcabuceros, y él con toda la caballería a un lado. Los moros, que ya se habían vuelto a meter en el lugar, entendiendo que eran los que habían visto retirar, tornaron a salir fuera, y por la mesma orden que la otra vez aguardaron en medio del camino; y llegando la vanguardia a tiro de arcabuz de la suya, se comenzó una pelea harto más reñida y porfiada de lo que se pudiera pensar, porque los moros se animaban y hacían todo su posible; aunque al fin, cuando entendieron que peleaban contra el campo del marqués de los Vélez, a quien los moros de aquella tierra solían llamar Ibiliz Arraez el Hadid, que quiere decir diablo cabeza de hierro, perdieron esperanza de vitoria. Estando pues [237] la escaramuza trabada, nuestra caballería cargó por un lado, y haciendo perder el sitio a los enemigos, que era asaz fuerte, los llevó retirando hasta las casas del lugar. Allí se tornaron a rehacer y pelearon un rato; y siendo arrancados segunda vez, los fue la infantería siguiendo por la sierra arriba, que está a la parte alta, hasta encaramarlos en la cumbre, donde había buena cantidad de piedras crecidas, que naturaleza puso a manera de reducto; en las cuales hicieron rostro y comenzaron a pelear de nuevo, mostrando hacer poco caso del ímpetu de la infantería, por verse libres de los caballos; mas los arcabuceros, que fueron de mucho efeto este día, les entraron valerosamente, y matando muchos dellos, los desbarataron y pusieron en huida. Los que cayeron hacia donde estaban los caballos murieron todos, y los que tomaron lo alto de la sierra se libraron. Quedaron muertos en los tres recuentros y en el alcance más de setecientos moros, y entre ellos algunas mujeres que pelearon como animosos varones hasta llegar a herir con las almaradas en las barrigas de los caballos; y otras, faltándoles piedras que poder tirar, tomaban puñados de tierra del suelo y los arrojaban a los ojos de los cristianos para cegarlos y que llegasen a perder la vida y la vista juntamente. Murieron peleando el Tezi y Futey, y fue preso un hijo de Puerto Carrero con dos hermanas doncellas y mucha cantidad de mujeres. De los cristianos murieron algunos, y hubo más de cincuenta heridos. Ganose un rico despojo de bagajes cargados de ropa y de seda y mucho oro y aljófar, con que los soldados fueron satisfechos de la vitoria; aunque su demasiada ganancia fue dañosa, porque con deseo de ponerla en cobro, dejaron muchos las banderas y se volvieron a sus casas. Desto se quejaba después el marqués de los Vélez, diciendo que al tiempo que más los había menester le habían llamado, y que por esta causa se había detenido en Fílix, proveyendo no se le fuesen los que quedaban. Estando en este alojamiento le llegó la gente de Murcia, que hasta entonces no se la había querido enviar el licenciado Artiaga, juez de residencia de aquella ciudad, sin que su majestad se lo mandase. Vinieron tres regidores por capitanes, don Juan Pacheco con un estandarte de cincuenta caballos, y Alonso Gualtero y Nofre de Quirós con dos compañías de docientos y cincuenta arcabuceros y ballesteros cada una. Llegaron también don Pedro Fajardo, hijo de don Alonso Fajardo, señor de Polope, y don Diego de Quesada, que después de la rota de Tablate estaba en desgracia del marqués de Mondéjar, con ochenta soldados arcabuceros y veinte caballos aventureros que traían de Granada; con los cuales atravesaron el río de Aguas Blancas, y por el marquesado del Cenete y el Boloduí fueron a dar a Fílix, donde los dejaremos agora para volver al otro campo, que está en Juviles.

Capítulo XXIII

Cómo el campo del marqués de Mondéjar pasó a Cádiar y a Ugíjar, y combatió algunas cuevas donde se habían recogido cantidad de moros
     El domingo 23 días del mes de enero partió nuestro campo de Juviles, y aquel día llegó al lugar de Cádiar, sin que en el camino hubiese cosa memorable, porque los moros se habían retirado hacia Ugíjar; y si algunos bajaron de las sierras a escaramuzar, luego se volvieron a ellas, no osando acometer más que con alaridos. Aquella noche, queriéndose don Alonso de Granada Venegas señalar en alguna cosa que fuese grata al marqués de Mondéjar, viendo los tratos que andaban sobre la redución, le pidió licencia para escrebir sobre ello a Aben Humeya, y siéndole concedida, le despachó luego un moro de los reducidos; mas no llegó la carta a sus manos esta vez, porque los soldados mataron al mensajero que la llevaba, y ansí no tendremos para qué hacer mención de lo que en ella se contenía, en este lugar, reservándolo para otra que después le escribió. El lunes bien de mañana salió el campo de Cádiar, y en el camino de Ugíjar se vinieron a reducir algunos moros, y entre los otros vino Diego López Aben Aboo, primo de Aben Humeya y sobrino del Zaguer, y trajo consigo al sacristán de la iglesia de Mecina de Bombaron, donde era vecino, para que certificase al marqués de Mondéjar como había defendido que los monfís no quemasen la iglesia, y le había tenido escondido a él y a su mujer y hijos en una cueva hasta aquel día porque no los matasen. El Marqués holgó mucho con la relación del sacristán, y loó al moro delante de los otros, diciendo que no todos los de la Alpujarra se habían rebelado con su voluntad; y le mandó dar luego una salvaguardia muy favorable para que nadie le enojase, y pudiese reducir todos los vecinos de aquel lugar y de fuera dél que quisiesen venir al servicio de su majestad. Caminó aquel día nuestra gente la vuelta de Ugíjar puesta en sus ordenanzas, porque se entendió que hallarían allí el golpe de los enemigos con quien pelear. Habíase recogido en este lugar Aben Humeya cuando huyó de Juviles, y juntando los caudillos de los alzados para ver lo que debían hacer, trataron de elegir un lugar fuerte, que lo pudiese ser por arte y por naturaleza de sitio, donde meterse para aguardar a nuestro campo, y probar la fortuna de las armas, defendiendo y ofendiendo, mientras la gente de los partidos hacía sus acometimientos a las escoltas que iban a los campos de los marqueses, que de necesidad habían de estar divididos. Sobre esta elección hubo pareceres diversos. Miguel de Rojas y los naturales de Ugíjar querían que fuese allí, porque andaban ya en tratos sobre las paces, y decían que Ugíjar era lugar fuerte de sitio, y que con facilidad se podría hacer mucho más, y que estando en medio de la Alpujarra, se podría acudir a todas las otras partes con brevedad. El Gorri y otros, que aborrecían la paz que se compraba con sus cabezas, pues siendo principales caudillos y autores de la maldad, tenían por cierto que se había de ejecutar en ellos el rigor de la justicia, no querían ponerse en parte que pudiesen ser acorralados; y teniendo más confianza en la fragosidad de las sierras que en los viles muros y reparos en que se podían meter, querían irse a Paterna, lugar puesto en la falda de la sierra entre Ugíjar y Andarax, donde no podrían ser cercados, y tenían la retirada segura siempre que quisiesen irse; y como Miguel de Rojas tenía autoridad entre ellos, y era mucha parte en aquella tierra, atropellando los pareceres, hizo con Aben Humeya que se resolviese de hacer el fuerte en Ugíjar y así se determinó en aquella junta. Mas el Gorri y el Partal y el Seniz le tomaron luego aparte, y entre temor y malicia le hicieron creer que su suegro le engañaba; [238] y que teniendo trato hecho con el marqués de Mondéjar, andaba por meterlos a todos en parte donde los pudiese coger en una red, y quedarse él con el dinero y plata que tenía en su poder; y pudo ser que dijesen verdad. Finalmente el miedo le hizo mudar propósito, y se fueron a Paterna; y no contentos con esto, le indignaron tanto, que sin más averiguación, violando la ley del parentesco, acordó de matar a su suegro; y enviándole a llamar a su casa, le aguardó con una ballesta armada a la puerta, acompañado de los otros malvados, y errando el tiro, porque el Miguel de Rojas, en viéndole encarar hacia él, se metió despavorido debajo de la ballesta, y la saeta fue por alto, el Seniz acudió con otro tiro, que le atravesó entrambos muslos, y luego todos con las espadas le acabaron de matar. De aquí nacieron grandes enemistades entre los parientes del muerto y Aben Humeya, el cual repudió luego la mujer, y juró que no había de dejar hombre dellos a vida; y el mesmo día del homicidio siguió también a Diego de Rojas, su cuñado, por unas barranqueras abajo para matarle, y todos los demás parientes suyos y de los alguaciles de Ugíjar anduvieron de allí adelante recatados dél. Mató a Rafael de Arcos, mancebo de aquel linaje, y a otros, de donde se recreció tratarle la muerte a él y dársela, como diremos en su lugar. Volviendo pues a nuestro campo, que iba marchando en ordenanza la vuelta de Ugíjar, cuando llegó cerca del lugar halló que los moros se habían ido; y algunos, que no habían querido ir a Paterna, no se teniendo tampoco por seguros en los campos, se habían hecho fuertes en cuevas que tenían proveídas de bastimentos para aquel efeto, hechas las bocas y entradas entre roquedos y peñas tajadas tan altas, que no se podía subir a ellas sin largas escalas. Alojose nuestro campo en Ugíjar, con determinación de pasar luego en seguimiento del enemigo, por no darle lugar a que se pudiese rehacer ni fortalecer en ninguna parte; mas fuele forzado al marqués de Mondéjar detenerse, porque fue avisado que desde algunas de aquellas cuevas, los moros que estaban metidos dentro, como hombres que el temor del mal que esperaban los hacía arriscar el peligro, decían palabras contra nuestra santa fe católica, vanagloriándose de que eran moros y querían morir por Mahoma. Esto indignó grandemente al marqués de Mondéjar, y mucho más cuando supo que desde una dellas habían arrojado hacia los cristianos, como por escarnio la figura de un Cristo crucificado hecha pedazos, diciendo: «Perros, tomad allá vuestro Dios»; y otras cosas que no merecían menos que riguroso castigo, como en efeto se hizo, combatiéndolas y ganándolas por fuerza de armas, y justiciando a todos los hombres que hallaron dentro. En una destas cuevas se metieron dos moros con sus mujeres y hijos y con nueve cristianas captivas, con fin de huir el rigor de los soldados y darse a partido después; los cuales se rindieron luego que nuestro campo llegó; y el Marqués no solamente los admitió, mas se sirvió dellos después para espías, y aprovecharon mucho en cosas que se ofrecieron. Reduciéronse en este alojamiento muchos moros de los principales, y todos eran admitidos graciosamente, y se les daban salvaguardias para que se volviesen seguramente a sus pueblos. Pero esta humanidad acrecentaba la ira a los caudillos monfís, porque veían que cargándoles a ellos toda la culpa, no les dejaban lugar de perdón; y aun los proprios cristianos, qué sabían poco de la disensión que andaba entre los moros, juzgaban que los que se reducían eran compelidos de necesidad y de miedo, por verse metidos entre dos ejércitos enemigos en tiempo que no podían durar más en las sierras a causa de los duros fríos y grandes nieves que caían. Desde Ugíjar escribió otra carta don Alonso de Granada Venegas a Aben Humeya en conformidad de la primera, diciéndole que le pesaba mucho que un caballero de su calidad y de tan buen entendimiento hubiese tomado camino de tan gran perdición para sí y para toda la nación morisca; que compadeciéndose dél y de su nobleza, le aconsejaba como amigo lo remediase con darse llanamente a merced de su majestad, pues estaba a tiempo de poderlo hacer; que le certificaba que hallaría lugar de misericordia, porque era príncipe tan humano, que no miraría al yerro, sino al arrepentimiento; y que dejando aquella quimera vana y odiosa a los oídos de su señor y rey natural, tomase solución breve; que mucho le convenía, porque él sabía del marqués de Mondéjar que le sería buen intercesor. Hasta aquí decía la carta, la cual fue luego a sus manos, y le tuvo harto suspenso y casi determinado a rendirse, si fijando el ánimo entre temor y esperanza, no le cegara otro suceso que diremos adelante.

Capítulo XXIV
Cómo el campo del marqués de Mondéjar fue a Iñiza y a Paterna en busca de los enemigos, y de los tratos que hubo para que Aben Humeya se redujese
     Avisado el marqués de Mondéjar como los moros estaban en Paterna, y que se habían juntado más de seis mil hombres, la mayor parte dellos del marquesado del Cenete, y puéstose en la cuesta de Iñiza, que está media legua de Paterna, con demostración de querer defender el paso, aunque la subida era áspera y tan dificultosa, que poca gente parecía poderla defender a mucha, quiso ir luego en su demanda antes que se fortificasen más. Haciendo pues reconocer el sitio del enemigo, que tenía dos retiradas, la una a la parte de Sierra Nevada, que no se le podía quitar por tenerla a las espaldas y ser de calidad que no la podían hollar caballos, y la otra a la sierra de Gádor hacia la mar, que para ir a tomarla se había de atravesar un gran llano que está entre Paterna y Andarax; mandó a los capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva que con sus estandartes de caballos y trecientos arcabuceros, a orden del capitán Álvaro Flores, fuesen hacia Codbaa, que era uno de los lugares ya reducidos, a poner cobro en las cristianas captivas que allí había, antes que los moros de guerra las matasen o se las llevasen a otra parte; y haciendo dar municiones y bastimento para marchar a toda la gente, el miércoles 26 días del mes de enero partió de Ugíjar con todo el campo puesto en su ordenanza, aunque le faltaban muchos soldados que se habían vuelto desde la desorden de Juviles. Y llegando cerca del lugar de Chirin, que está una legua pequeña de Ugíjar, vinieron a él tres moros con una banderilla blanca de paz, y le dieron una carta de Aben Humeya, en que decía que procuraría hacer que los alzados se redujesen, y lo mesmo haría de su persona, [239] dándole tiempo para ello, y que entre tanto que esto se hacía, no permitiese que pasase el campo adelante, porque alterando la tierra con desórdenes, no se interrumpiese el negocio de las paces. A esto le respondió el marqués de Mondéjar que lo que había de hacer y más le convenía, era abreviar y venirse a rendir llanamente con la gente, armas y banderas que tenía consigo, porque los demás cada uno miraría por su cabeza; y que haciendo lo que era obligado por su parte, le sería tan buen tercero, como vería por la obra; mas que si tardaba en determinarse, entendiese que le faltaría lugar de misericordia. Estas palabras, y dos cartas que le escribieron don Luis de Córdoba y don Alonso de Granada Venegas, rogándole que tomase el buen consejo, llevaron los tres moros por respuesta; mas nuestro campo no por eso dejó de proseguir su camino, yendo marchando siempre su poco a poco. No mucho después llegó otro moro con otra carta del mesmo Aben Humeya en respuesta de la que don Alonso de Granada Venegas le había escrito desde Ugíjar, diciendo que tomaría su consejo y se reduciría, y que para que hubiese efeto y se tratase de la seguridad que había de haber, le rogaba diese orden como se viesen tres a tres. Esta carta mostró luego don Alonso Venegas al marqués de Mondéjar, y le suplicó que no pasase aquella noche el campo de Iñiza, y que le diese licencia para verse con Aben Humeya como decía; el cual holgó dello y se la dio; y con esto volvió el moro a Paterna. Llevaba el Marqués determinado de no parar hasta llegar al enemigo, y con esta novedad acordó de quedarse en Iñiza; y como para haberse de alojar el campo fue necesario que las mangas de la arcabucería pasasen delante del alojamiento para hacer escolta, como es orden de guerra, los moros, que estaban a la mira encima de la cuesta y del camino, puestos en dos escuadrones de cada tres mil hombres, entendieron que todo el campo iba la vuelta dellos, y mayormente cuando vieron que los arcabuceros cristianos tomaban lo alto de la sierra hacia donde tenían su retirada. No se había aun alojado el campo, mas quería el Marqués volver a tomar alojamiento en el lugar de Iñiza, que ya lo había dejado atrás, cuando la manga de la mano izquierda, que llevaba el capitán Juan de Luján y el sargento mayor Pedraza, se encaramó tanto, que llegó a escaramuzar con el escuadrón de los moros, que estaban hacia aquella parte; y acudiéndoles otra arcabucería, les hicieron perder el sitio, y los pusieron en huida. Sucedió pues que cuando la escaramuza comenzó, Aben Humeya acababa de oír la respuesta del Marqués, y tenía las cartas en las manos, que las abría ya para leerlas; y como vio que los cristianos iban la sierra arriba, y que los suyos huían desvergonzadamente, entendiendo que todo lo que don Alonso Venegas trataba era engaño, echó las cartas en el suelo, y subiendo a gran priesa en un caballo, dejó su familia atrás, y huyó también la vuelta de la sierra; luego lo siguió la otra vil gente, procurando cada cual ponerse en cobro. Nuestras mangas iban ya tan encumbradas con el suceso de la vitoria, que le fue necesario apresurar el paso, y le hicieron dejar el caballo para embreñarse a pie por lo más áspero con solos cinco moros que le quisieron seguir, uno de los cuales dejarretó el caballo porque no hubiesen dél provecho los cristianos. Los demás todos, despertándolos el temor de la ira, hicieron lo mismo; y los soldados, siguiendo el alcance, mataron muchos dellos, y les tomaron gran cantidad de mujeres y de bagajes cargados de ropa; y algunos se adelantaron tanto, que entraron en Paterna, y captivaron la madre y hermanas de Aben Humeya, y a su no legítima esposa y a otras muchas moras, y pusieron en libertad más de ciento y cincuenta cristianas que tenían captivas. El Marqués, que todavía quisiera aguardar a que se dieran a partido, viendo el efeto que se había hecho, llegó con su guión hasta unos encinares que tenían a caballero el lugar; y haciendo alto, mandó que la gente volviese a Iñiza, donde había de ser el alojamiento; y el siguiente día fue a Paterna, sin hallar quien le hiciese estorbo en el camino. Sobre este alto del encinar que el marqués de Mondéjar hizo, hubo hartas pláticas, como suele acaecer entre los que, sin saber los desinios de los superiores, juzgan las cosas conforme a sus apetitos. Decían algunos que por hacer alto se había dejado de acabar la guerra aquel día, quitándoles de la mano una cumplida vitoria, y que detener los soldados había sido que del todo no diesen cabo de los moros, que de tanta utilidad eran en aquel reino después de reducidos; y otros que sabían el fin por que se había hecho, y la voluntad de su majestad, que era allanar el reino con el menor daño que ser pudiese de sus vasallos, con mejor juicio aprobaban lo que se había hecho.

Capítulo XXV

Cómo partió el campo de Paterna y fue a Andarax, y como sin pasar adelante volvió a Ugíjar para hacer la jornada de las Guájaras
     Estuvo nuestro campo en Paterna aquella noche, donde los soldados fueron abundantemente bastecidos de harina, aceite, queso, carne y cebada, de lo que los moros dejaron en sus casas, y fue harto menos lo que comieron que lo que desperdiciaron. Otro día, viernes 28 de enero, se fue a alojar a Lauxar de Andarax, donde estaban ya Álvaro Flores y los otros capitanes, menos conformes de lo que convenía en semejante ocasión. La causa de la discordia había sido cudicia, porque los capitanes de la caballería quisieran tomar por esclavos todos los moros y moras que se habían venido a guarecer en las casas de los reducidos, diciendo que no se entendía con ellos la salvaguardia; y Álvaro Flores se lo había contradicho con la orden que llevaba del Marqués para conservar los que se hubiesen ya reducido y todos los que se viniesen a reducir; el cual mandó que no tocasen en los unos ni en los otros, sino que los dejasen estar libremente en sus casas, sin darles pesadumbre. Cobraron libertad en estos tres lugares, Codbaa, Lauxar y el Fondón, más de trecientas mujeres cristianas, y los reducidos presentaron al marqués de Mondéjar un niño, hijo de don Diego de Castilla, señor de Gor, que le habían captivado en el Boloduí. Estos dijeron como la gente que había huido de Paterna iba derramada por aquellas sierras, y que sin falta se reduciría la mayor parte della, y que a la parte de Ohánez se había recogido otra mucha gente, que los más eran viejos y mujeres y muchachos, que también se reducirían enviándoselo a requerir. Teniendo pues dada orden el marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza [240] y a don Juan de Villarroel, que con mil hombres entre infantes y caballos partiesen el sábado 29 de enero la vuelta de Ohánez, después la suspendió, por entender que se había ido de allí la gente de guerra, y que solamente sirviera aquella ida de dar que robar a los soldados y hacer que captivasen gente inútil, que con rústica simpleza no sabían determinarse en lo que habían de hacer; y juntando los de su consejo para ver lo que más convenía, conforme a las órdenes de su majestad, se acordó que lo más seguro para allanar la tierra sería poner presidios en los lugares reducidos, y particularmente en Andarax, Ugíjar, Berja y Pitres de Ferreira, y que se llevasen allí todos los bastimentos que se pudiesen juntar de los otros lugares, y recogiendo a los que se viniesen a reducir buenamente, hubiese cuadrillas de soldados hombres del campo que corriesen la tierra y persiguiesen a los pertinaces. Para este efeto se mandó que Álvaro Flores con seiscientos soldados fuese luego a la sierra de Gádor, donde dijeron las espías que andaban muchos moros de los que habían huido de las rotas del marqués de los Vélez, persuadiendo y estorbando a los demás que no se viniesen a reducir, y allanase aquella tierra. Desde Andarax escribió el marqués de Mondéjar una carta al marqués de los Vélez, haciéndole saber lo que se había hecho en aquella guerra. Decíale como Aben Humeya había sido desbaratado cuatro veces, que no había osado parar en la Alpujarra, y con solos cincuenta o sesenta hombres que le seguían andaba huyendo de peña en peña, y que entendiendo que sería de más importancia poner presidios y enviar mil hombres sueltos en cuadrillas que deshiciesen algunas juntas de hombres perdidos que andaban desmandados, que traer campos formados, había acordado de lo hacer ansí; y le avisaba dello para que le enviase su parecer, conformándose con la orden que de su majestad tenía. Esto todo era a fin de que teniendo el marqués de los Vélez por acabado el negocio de la guerra con la redución, se dejase de proseguir en ella; el cual respondió después de la de Ohánez bien diferente de lo que el marqués de Mondéjar pretendía, condescendiendo a su mesmo efeto, que era acabar él por la vía del rigor la guerra. Habíanse recogido en este tiempo en los lugares de las Guájaras, que son tierra de Salobreña, muchos moros de los lugares comarcanos a la fama de un fuerte peñón que está por cima de Guájara alta, y de allí salían a correr la tierra, y salteando por los campos y caminos hacia la parte de Alhama, Guadix y Granada, mataban los caminantes, quemaban las caserías de los cortijos y llevábanse los ganados. Estas y otras correrías que los moros hacían a diferentes partes indignaban grandemente a los ministros de su majestad que residían en Granada, y a los ciudadanos, pareciéndoles que todo lo que decían los moros cerca de la redución era fingido, para entretener y asegurar a los cristianos, pues por una parte mostraban quererse reducir, y por otra salían a hacer robos y salteamientos. Sospechando pues el marqués de Mondéjar que si se detenía mucho darían otro dueño a aquel negocio, y aun siendo avisado que el proprio conde de Tendilla, su hijo, quería salir a hacer aquella jornada, teniendo ya por acabado lo de aquella parte donde andaba, dio vuelta a Ugíjar, suspendiendo por entonces el hacer de los presidios hasta tener allanadas las Guájaras. Cinco días estuvo en aquel lugar, dando orden en la jornada que había de hacer y aligerando el campo de la gente inútil, que solamente servía de embarazar los bagajes y comerse los bastimentos. Entre las otras cosas que proveyó, fue mandar entregar mil moriscas de las que habían quedado vivas en Juviles y captivádose después en Paterna, a tres alguaciles reducidos que estaban en el campo, llamados Miguel de Herrera, alguacil de Pitres de Ferreira; García el Baba, de Ugíjar, y Andrés el Adrote, de Nechite; las cuales se les entregaron por mano del beneficiado Torrijos, con orden que las diesen a sus maridos, padres y hermanos, y les notificasen que las tuviesen en depósito para volverlas cada y cuando que les fuesen pedidas. El viernes vino a este alojamiento Álvaro Flores, habiendo corrido la sierra de Gádor y de Níjar y hecho poco efeto. También llegó el capitán Juan Rico con trecientos infantes que enviaba el marqués de Comares a su costa para servir en esta guerra.

Capítulo XXVI

Cómo el marqués de los Vélez partió con su campo hacia lo de Andarax, y desbarató los moros que se habían recogido en la sierra de Ohánez
     Desde 19 de enero, que el marqués de los Vélez llegó a Fílix, no mudó el campo ni hizo cosa memorable, aguardando, según él decía, a que los soldados y caballos se restaurasen del cansancio del camino; hasta que a 30 del dicho mes se mudó para hacer algún efeto, con ocasión de una carta de su majestad, en que le avisaba como los rebelados habían enviado a pedir socorro a Berbería, y se tenía aviso cierto que para la luna de febrero les vendrían navíos de Argel y de Tetuán con gente y municiones, y que convenía que estuviese sobre aviso. Queriendo pues ir a la sierra de Inox, donde tenía nueva que había un buen golpe de enemigos que se habían recogido en compañía de los de Níjar y de los otros lugares de la comarca, fue avisado como don Francisco de Córdoba, hijo de don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete, que por mandado de su majestad había tres días que se había metido en Almería, iba allá con la gente de tierra y de las galeras del cargo de Gil de Andrada. Y pareciéndole que no había que hacer en aquella parte, por no estar ocioso acordó de ir la vuelta de Andarax, o por mejor decir, a Ohánez, donde se habían juntado aquellos moros que dijimos en el capítulo precedente, no teniendo aviso, o disimulándolo, de lo que el marqués de Mondéjar dejaba hecho. Con este presupuesto llegó a Canjáyar, lugar de la taa de Lúchar, a 31 días de enero; y como los corredores que iban delante volviesen a decirle que en una loma de Sierra Nevada, cerca del lugar de Ohánez, habían visto gran cantidad de moros, mandó enderezar hacia ellos el siguiente día, víspera de la Purificación de Nuestra Señora. Llevaba las ordenanzas muy bien repartidas, conforme a la disposición de la tierra, que es áspera; y apartándose obra de una legua del río, por laderas y cuestas difíciles de hollar con caballos, llegó la vanguardia a alcanzar la retaguardia de los enemigos en otro sitio más áspero y más fragoso del que primero tenían, porque en la hora que vieron nuestro campo procuraron tomar lo más alto de la sierra, echando las mujeres y bagajes por delante y quedándose los hombres de guerra atrás, obedeciendo a su capitán Tahalí, que animosamente [241] hizo rostro, representando forma de batalla con las banderas tendidas y el sonido de los atabales y dulzainas y alaridos que atronaban aquellos valles; el cual los animó para la pelea con estas razones: «Adelante, valerosos hombres y hermanos míos; que no nos importa menos el vencer que librar nuestras personas, y las de nuestras mujeres y hijos de muerte y captiverio. Los que decís que por mi respeto os levantastes, pelead en esta ocasión; libraréis vuestra causa de culpa, lo que no podréis hacer siendo vencidos, porque ningún vencido es tenido por justo, quedando por juez della el vencedor enemigo». No esperaron los animosos bárbaros a que nuestra gente llegase, favorecidos del sitio; los cuales, tomando ánimo con las palabras que el moro les decía, aunque eran muchos menos y estaban peor armados, se vinieron a nuestros escuadrones, y los acometieron por el lado izquierdo, cargando a un mesmo tiempo por diferentes partes. Era este lugar y sitio donde los moros se habían juntado asaz fuerte para poderse defender, aunque de agüero infelice a su nación, porque allí se habían juntado en la rebelión pasada en tiempo de los Reyes Católicos, y siendo cercados y acosados por el conde de Lerín, habían perecido de hambre, y por eso le llamaban el Cosar de Canjáyar, como si dijésemos, el lugar de la hambre. Serían los moros como dos mil hombres de pelea, sin la gente inútil, que era mucha; mas los nuestros eran cinco mil infantes, los mil y docientos arcabuceros, y más de ochocientos ballesteros; los otros iban armados con lanzas, alabardas y espadas y rodelas, y cuatrocientos caballos muy bien en orden. Con esta gente resistió el marqués de los Vélez el ímpetu de los enemigos, que fue muy grande, y subiendo de abajo para arriba, se trabó una reñida y sangrienta pelea, en la cual comenzó nuestra vanguardia a aflojar, porque los moros peleaban con tiros, saetas y piedras tan determinadamente, que sin temor holgaban de trocar sus vidas con muerte de los que tenían delante. Convino que el marqués de los Vélez acudiese personalmente al peligro común, acompañado de muchos caballeros, gente valerosa, con los cuales socorrió y reparó la flaqueza de los suyos, acometiendo a los enemigos por el lado derecho; y peleando con ellos y con la aspereza de la tierra que no menor resistencia le hacía, los desbarató y puso en huida, y apretó de manera, que no les dejó lugar de rehacerse, siguiendo el alcance más de una legua la sierra arriba, por donde parecía imposible poder subir con los caballos. Murieron este día mil moros, y perdieron muchas banderas, y fueron captivas mil y seiscientas almas entre mujeres y niños; y el despojo de bagajes cargados de ropas y joyas de precio, y de ganados, fue muy grande. Cobraron libertad treinta cristianas que llevaban captivas, habiendo degollado con bárbara crueldad el día antes otras veinte, y entre ellas algunas doncellas hermosas y nobles, que las proprias moras las habían hecho matar y vituperádolas con mil géneros de vituperios; mas no quedaron sin castigo, porque los soldados mataron algunas en la pelea y otras en el alcance, que, aunque moras, hacían lástima por ser mujeres; la cual se convirtió en ira luego que se entendió la maldad que habían hecho. Los moros que escaparon desta rota, unos se embreñaron por las sierras, otros se metieron en unas cuevas muy fuertes que están sobre aquel río, y allí se pusieron en defensa, y todos los que fueron presos, no habiendo osado morir peleando, fueron ahorcados. Cristianos hubo algunos muertos y muchos heridos de arcabuz y de saetas con yerba, y otros de pedradas y de cuchilladas, y peligraron hartos dellos. Habida esta vitoria, se alojó nuestro campo en Ohánez, donde fue otro día celebrada la fiesta de la gloriosa Virgen Señora nuestra con gran solenidad, yendo el marqués de los Vélez y todos los caballeros y capitanes en la procesión armados de todas sus armas, con velas de cera blanca en las manos, que se las habían enviado para aquel día desde su casa, y todas las cristianas en medio vestidas de azul y blanco, que por ser colores aplicadas a nuestra Señora, mandó el marqués que las vistiesen de aquella manera a su costa. Anduvo la procesión por entre las escuadras armadas, que le hicieron muy hermosas salvas de arcabucería, y entró en la iglesia cantando los clérigos y frailes del ejército el cántico de Te Deum laudamus, y glorificando al Señor en aquel lugar donde los herejes le habían blasfemado. Desta vitoria concibió luego el marqués de los Vélez que si el marqués de Mondéjar, no queriendo gastar más tiempo en la Alpujarra, se salía della, así por tener la gente y los caballos fatigados del largo y fragoso camino por donde había andado, como por parecerle que estaba ya todo acabado, podría entrar él con cualquiera ocasión con su campo, que estaba descansado y brioso con el refresco de Ohánez, y hacerse dueño del negocio de aquella guerra para acabarla por su mano; y al fin lo consiguió, aunque no desta vez, porque se fueron la mayor parte de los soldados con los despojos, y hubo de levantar su campo de Ohánez y volver por la taa de Marchena a Terque, donde estuvo muchos días suspenso, hasta que después pasó a Berja; y con este intento escribió al marqués de Mondéjar en respuesta de la de Andarax, diciendo que los moros que habían huido de la rota de Ohánez eran muchos, y que le parecía ser necesario más que cuadrillas para deshacerlos, y que hiciese por su parte lo que pudiese, porque ansí haría él de la suya.


Capítulo XXVII

Cómo don Francisco de Córdoba fue sobre el fuerte de la sierra de Inox
     Estando el campo del marqués de los Vélez en Fílix, don Francisco de Córdoba entró en Almería, y fue avisado cómo Francisco López, alguacil de Tavernas, y otros habían fortalecido un fuerte peñón que está sobre el lugar de Inox, y metídose dentro con las mujeres y muchos bastimentos, y que estaban con ellos moros de Berbería y turcos, que habían venido aquellos días en unas fustas, no enviados por sus reyes, sino aventureros; los cuales habían prendido poco antes una espía que enviaba don García de Villarroel, y dádole cruel muerte, espetado en un asador de hierro. Queriendo pues hacer esta jornada, y pareciéndole que había poca gente en la ciudad para poder llevar y dejar, escribió al marqués de los Vélez a Fílix, que le enviase alguna, conforme a la orden que de su majestad tenía para ello; porque cuando se mandó a don Francisco de Córdoba que fuese a meterse en Almería, y se le encomendó la guardia de aquella ciudad, se le avisó que el marqués de los Vélez tenía orden para proveerle de gente y de todo lo que hubiese menester: mas él no le [242] respondió sí ni no. Y viendo don Francisco de Córdoba que tenía mal recaudo en él, despachó un correo a Pedro Arias de Ávila, corregidor de Guadix, y aun avisó a su majestad como aquellos alzados aguardaban por horas doce bajeles con setecientos turcos, y le envió una carta árabe que un moro escribía a un morisco de Almería, en que le decía que Aben Humeya había despachado dos moros para Argel pidiendo socorro. Estos despachos partieron de Almería a 28 de enero en la noche, y otro día de mañana llego a la playa Gil de Andrada con nueve galeras y cantidad de bastimentos y municiones para provisión de la ciudad; y dándole parte don Francisco de Córdoba del negocio de Inox, le pidió trecientos soldados para con ellos y la gente de la ciudad hacer la jornada; el cual se los dio, y por cabo dellos a don Juan Zanoguera, aunque difirieron al principio sobre la manera como se había de repartir la presa y sacar el quinto y diezmo della; que por nuestros pecados en esta era reinaba tanto la cudicia, que escurecía la gloria de las vitorias; mas al fin se conformaron en que se hiciese dos partes della, y que la una llevase la gente de tierra, y la otra la de la mar, sacando primero el quinto y el diezmo para el Capitán General. Luego se apercibieron de todo lo necesario para el camino, y aquella mesma tarde partieron de Almería, pensando hacer el efeto amaneciendo otro día sobre Inox, y volver a la noche a la ciudad; mas no fue posible, porque la guía los llevó rodeando, y cuando llegaron a vista de los enemigos, eran las nueve horas de la mañana, domingo 30 días del mes de enero. Este peñón tiene la entrada tan dificultosa y áspera, que parece cosa imposible poderlo expugnar, habiendo quien le defienda; y tiene otra montaña encima dél, de donde procede, que la fortalece por aquella parte, donde hace una bajada fragosísima de peñas y piedras, que no tiene más de una angosta senda para subir o bajar de la una parte a la otra; y como nuestros capitanes vieron los moros puestos en sitios tan fuertes, juntándose a consejo, trataron lo que se debría hacer, y hubo entre ellos diferentes pareceres. A los que parecía que habría dilación, se les representaba haber dejado la ciudad y las galeras en peligro, y a esto añadían otras muchas razones, que al parecer eran suficientes para dejar la jornada y volver a poner cobro en lo uno y en lo otro; mas al fin se resolvieron y conformaron en que se difiriese el acometimiento del fuerte hasta otro día, por ser tarde y parecerles que era bien comenzar desde la mañana. Y porque no quedase diligencia por hacer, don Francisco de Córdoba, queriendo entender el intento de los moros, y si se reducirían sin pelear, les envió a apercebir con un morisco de paces, diciendo que si se quietaban y se volvían a sus casas, dejando las armas y dándose a merced de su majestad, los favorecería para que no fuesen maltratados. Mas los bárbaros, mal confiados y sospechosos, teniendo por consejo poco seguro el de su enemigo, y pareciéndoles que el morisco iba con aquel achaque a espiar y ver la fortificación que tenían hecha, le prendieron y hicieron morir empalado, poniéndole en una alta peña a vista de nuestra gente. Había amanecido este día claro y sereno, y como hacia la tarde cargasen ñublados con tempestad de agua y vientos, los soldados, que por ir a la ligera no llevaban capas ni con que abrigarse, después de haber resistido un gran rato, esperando que pasasen unos turbiones tras de otros, se fueron a guarecer en las casas del lugar de Inox. No habían aun acabado de entrar dentro, cuando a gran priesa se tocó arma, porque vieron venir derechos a las mesmas casas un tropel de moros, que con ser el tiempo fosco, representaban mayor número de gente de la que era; los cuales no pasaban de treinta hombres, y venían bien descuidados de que hubiese cristianos en aquel pueblo, huyendo de los soldados del campo del marqués de Mondéjar; y acercándose adonde andaban tres hombres desmandados, antes de reconocidos, les mataron uno de los compañeros; y como reconocieron el peligro, volvieron las espaldas la vuelta de la sierra. Don García de Villarroel los siguió, aunque tarde y de espacio, y el efeto que hizo fue recoger dos cristianas doncellas, hijas de un vecino de Almería, y un hijo del gobernador de Boloduí, que llevaban cautivos. Este día, con toda la tempestad que hacía, mandó don Francisco de Córdoba que fuesen los bagajes a la ciudad por bastimentos, y don García de Villarroel con docientos arcabuceros de su compañía les hizo escolta, hasta ponerlos un cuarto de legua de allí, donde está un paso que necesariamente habían de pasar los enemigos queriendo atravesar de su fuerte al camino de Almería; y viendo andar en un barranco que está hacia el fuerte, cantidad de ganado con unos pastores, envió a Julián de Pereda con ocho soldados, que recogieron parte dello; con que la gente satisfizo a la necesidad humana aquella noche. Otro día de mañana, sospechando que los moros querrían restaurar aquella pérdida, dando en los bagajes cuando volviesen cargados de bastimentos, don García de Villarroel se puso en el mismo paso con sesenta arcabuceros y veinte caballos; y cuando los bagajes hubieron pasado al campo, queriendo él reconocer las fuerzas del enemigo y entender si tenía mucha escopetería, y qué turcos había, pasó el barranco, y mandó a dos cabos de escuadra que con cada doce soldados tomasen dos veredas fragosas, por donde los moros podían bajar del peñón hacia el mediodía, que era la parte donde él estaba, porque no tenían otra bajada por donde poderle acometer, sino era con mucho rodeo. Puso a Julián de Pereda con la otra infantería docientos pasos atrás, cerca de donde hizo alto con la caballería, para darles calor y orden de lo que habían de hacer. Los moros bajaron luego de su fuerte, dando grandes alaridos; y siendo más de quinientos hombres, echaban a rodar grandes peñas sobre los nuestros, que estaban libres de aquel peligro, cubiertos de dos peñascos muy altos y derechos, que hacían pasar de vuelo las peñas y piedras sin ofenderlos. Tampoco les podían hacer daño con los arcabuces y saetas, porque las pelotas pasaban por alto y las saetas no llegaban; antes eran ellos ofendidos de la arcabucería, que les tiraba de abajo para arriba con más seguridad y mejor puntería. Andando pues la escaramuza trabada, los moros, que veían su pleito mal parado, comenzaron a desmayar, y muchos dellos volvían huyendo hacia el peñón, cuando un capitán turco llegó en su favor con algunos escopeteros, y haciendo volver a palos a los que huían de la escaramuza, cerró determinadamente con los soldados, diciendo a voces: «En vano fuera mi venida de África [243] si pensara que cuatro cristianos se me habían de defender detrás de una piedra, en medio del campo, teniendo tanto número de valerosos mancebos al derredor de mí. Ea pues, amigos míos, seguidme; que con las cabezas destos pocos que tenemos delante aseguraremos nuestro partido». Con estas palabras se animaron, y llegaron con gran determinación a los soldados de los cabos de escuadra, que aunque eran pocos, defendieron su puesto y les hicieron perder la furia que traían. No aprovecharon las palabras, las obras, ni las amenazas del turco, ni muchos palos y cuchilladas que daba a los que huían de nuestra arcabucería, que ya estaba toda junta, a hacerles que bajase la vil canalla a pelear, hasta que vieron venir cuatro de a caballo y seis arcabuceros que don García de Villarroel había enviado a otro barranco que está a la parte de levante, con más de dos mil cabezas de ganado mayor y menor. Entonces movidos más del interés que por miedo de las bravatas del capitán turco, hicieron un acometimiento tan determinado, que se entendió que llegaran a las manos con nuestra gente; y al fin, siendo las veredas angostas, y hallándolas ocupadas de la arcabucería, que los hacía tener a lo largo no cesando de tirar, hubieron de retirarse con daño. Volvió don García de Villarroel a Inox, y refirió que a su parecer tenían los enemigos pocos tiradores, y que sería bien acometerlos antes que les acudiesen de otra parte. Solo había un inconveniente, que era no haber cesado la tempestad del viento, antes ido en crecimiento; mas, bien considerado, era igualmente fastidioso a los unos y a los otros; y así se determinaron los capitanes de subir el miércoles, día de la Purificación de nuestra Señora, al peñón, que fue el mesmo día que el marqués de los Vélez celebró la fiesta en Ohánez. Aquella noche se juntaron a consejo para la orden que se había de tener en el combate, y lo que acordaron fue, que antes que amaneciese partiesen don Francisco de Córdoba y don Juan Zanoguera con la gente de a caballo y parte de la infantería de vanguardia; y luego don García de Villarroel y don Juan Ponce de León marchando poco a poco con la otra gente toda de retaguardia; porque los primeros, a la hora que encumbrasen el cerro, habían de tomar un rodeo hacia la parte de levante, donde había mejor disposición para bajar al peñón y quitar al enemigo la retirada; por manera que, compasando el camino, llegasen todos a un mesmo tiempo. Y con esta resolución mandaron dar ración y munición a la gente, y que se apercibiesen para el combate.

Capítulo XXVIII

Cómo se combatió y ganó el fuerte de la sierra de Inox
     Cesó la tempestad del viento aquella noche, y al cuarto del alba salió nuestra gente de Inox, dejando cien soldados en el lugar con dos esmeriles que habían llevado de Almería, pensando poderse aprovechar dellos. Allí quedó el bagaje y el ganado; y toda la otra gente, que serían seiscientos tiradores, docientos hombres de espada sola y cuarenta caballos, puesta en dos escuadrones, fueron la vuelta del enemigo. La vanguardia, que llevaba don Francisco de Córdoba, comenzó a subir por una vereda áspera y tan angosta, que con dificultad podían ir por ella más que un hombre tras de otro, y con trabajo, por la grande escuridad que hacía; el cual fue rodeando hacia Güebro, lugar de Almería que está a la parte de levante desta sierra, que, como dijimos, está a caballero sobre el peñón, donde tenían los enemigos hecho su alojamiento; los cuales, recelando la entrada de los cristianos por aquella parte, habían puesto su cuerpo de guardia y centinelas en la cumbre más alta; y siendo sentidos los que subían con el ruido que llevaban, comenzaron a saludarlos con las escopetas. Don Francisco de Córdoba recogió sus soldados lo mejor que pudo, y aunque era de noche, pasó adelante, siguiendo a los adalides del campo que guiaban, y fue a ocupar lo alto por el más conveniente lugar, para bajar por allí a dar en el enemigo, como estaba acordado. Don García de Villarroel, que llevaba la retaguardia, aunque oyó los tiros de las escopetas, no pudo ver con la escuridad lo que la vanguardia hacía; y dándose priesa a caminar, cuando llegó cerca de unas peñas altas, halló obra de treinta cristianos que daban Santiago en unos turcos escopeteros que estaban detrás dellas; y creyendo que eran de los que iban con él, se adelantó y los fue animando hasta llegar a otras peñas tan altas y fragosas, que le compelieron a dejar el caballo para subir a ellas. En esto se detuvo tanto espacio, según lo que después nos decía, que cuando volvió a juntarse con los treinta cristianos, ya ellos andaban a las manos con los turcos; mas como era la noche tan escura, los unos ni los otros sabían qué número de gente era la que tenían delante, y todos estuvieron de buen ánimo, hasta que, riendo el alba, los nuestros se reconocieron y se tuvieron por perdidos, viéndose tan pocos, opuestos a tan grande número de enemigos, que pasaban de quinientos hombres entre turcos y moros los con quien peleaban; y ellos eran por la mayor parte clérigos y acólitos de la iglesia mayor de Almería, y procuradores y papelistas, que ninguno había sido soldado, sino era un viejo de más de sesenta años, natural de Almazarrón, manco de las dos manos. Este viejo, con el ánimo ejercitado en las armas, se puso delante de todos con un lanzón en la mano y los comenzó a esforzar como lo pudiera hacer un animoso y fuerte capitán; y fue bien menester, porque a la mayor parte de arcabuceros se les habían apagado las mechas, por estar mal cocidas, cudicia diabólica y tan perjudicial de los maestros que la hacen, que porque pese más no la dejan bien cocer, y aun de los proveedores que se la compran por más barata. No se defendían los nuestros ya sino con piedras, y piedras eran las que los ofendían; y era bien menester estirar los brazos y reparar las cabezas, porque caían sobre ellos como granizo las que los enemigos les enviaban, cargándolos tan denodadamente, que se tuvieron dos veces por perdidos; mas defendiolos el bienaventurado apóstol Santiago, invocando su vitorioso y santo nombre. Estando pues la pelea suspensa, siendo ya claro el día, los enemigos dieron a huir; y sabida la causa, fue porque don Francisco de Córdoba, peleando con los que le defendían el otro paso, los había desbaratado y acudían a juntarse con los otros hacia el peñón, donde pensaban defenderse, por ser sitio más fuerte. Retirados los moros y ganada la sierra, nuestros capitanes los fueron siguiendo hasta el peñón, en el cual hallaron mayor resistencia de la que se pudiera pensar. Allí pelearon los enemigos como hombres determinados a perder las vidas [244] por la libertad de sus mujeres y hijos, que tenían por compañeras en la presencia del peligro; y resistiendo valerosamente el ímpetu de nuestros soldados, mataron algunos y hirieron más de docientos de escopeta, saeta y piedra. Al alférez Juan de las Eras hirió un moro de una puñalada; a don Diego de la Cerda dieron una mala pedrada en el rostro, y a Julián de Pereda le hicieron pedazos la bandera entre las manos y le molieron el cuerpo a pedradas; y llegó a tanto el negocio, que los soldados, olvidados de que eran acometedores, sin tener respeto a sus capitanes, volvieron las espaldas, dejando atrás las banderas, y el estandarte de caballos a discreción del enemigo; lo cual todo se perdiera si Dios no lo remediara, esforzando a los que pudieron ser parte para detener la gente que se retiraba, y para resistir la furia de los enemigos. Estos fueron don Francisco de Córdoba, don Juan Zanoguera, don García de Villarroel, don Juan Ponce de León, Pedro Martín de Aldana y Juan de Ponte, escudero particular; los cuales atajando una parte de la gente, socorrieron las banderas a tiempo que fue bien menester. Andando pues los capitanes recogiendo los soldados y haciéndolos volver a pelear, se acercaron a unas peñas que estaban a la mano izquierda del peñón, donde les pareció que había poca gente, no porque entendiesen que podían subir por ellas, porque eran muy ásperas, sino por ver si podrían divertir al enemigo llamándole hacia aquella parte. Mas sucedioles la ocasión en todo favorable, porque los moros, no pudiendo creer que pudiera subir por allí criatura humana, confiados en la fragosidad de las peñas, se habían descuidado de poner en ellas la guardia conveniente; y cuando pareció a los capitanes que era tiempo, subieron con tanta presteza, que no dieron lugar a los enemigos de poderles resistir; los cuales comenzaron luego a desmayar, y dando libre entrada a nuestra gente, se pusieron en huida, dejando muertos más de cuatrocientos hombres de pelea, no sin daño de los cristianos, porque mataron siete soldados y quedaron heridos más de trecientos. Murió peleando valerosamente el capitán de los turcos, llamado Cosali; fue preso Francisco López, alguacil de Tavernas; captiváronse algunos moros, que don Francisco de Córdoba dio para las galeras, y dos mil y setecientas mujeres y muchachos; y fue tanta la ropa, dineros, joyas, oro, plata, aljófar y los bastimentos ganados y bagajes, que a la estimación de muchos valió más de quinientos mil ducados la presa. Sola una bandera se tomó a los moros, porque el turco no había consentido que se arbolase más que la suya, y aquella había tenido siempre arbolada en lugar que los cristianos la pudiesen ver. Habida esta vitoria, don Francisco de Córdoba volvió a Inox, y de allí a Almería, donde fue alegremente recebido, y se repartió la presa conforme al concierto: digo que solamente se repartieron las mujeres y muchachos; que lo demás fuera imposible traello a partición, y aun desto hubo hartas piezas hurtadas. Gil de Andrada embarcó su parte y sus soldados, y se fue con las galeras a correr la costa; mas entre los capitanes de tierra quedó harta desconformidad sobre el repartir de la suya, y sobre el quinto y diezmo, de donde vinieron a desgustarse y a darse poco contento. Llegaron a Almería en 5 días del mes de febrero don Cristóbal de Benavides, hermano de don García de Villarroel, con trecientos soldados de Baeza y su tierra, a su costa, para hallarse en esta jornada, y el capitán Bernardino de Quesada con ciento y treinta soldados que Pedro Arias de Ávila enviaba a don Francisco de Córdoba para el mesmo efeto, y Andrés Ponce y don Diego Ponce de León, y don Francisco de Aguayo; mas ya hallaron hecha la jornada, y solamente les cupo parte del regocijo, aunque adelante hicieron otros muchos buenos efetos.

Capítulo XXIX

Cómo el marqués de Mondéjar partió de Ugíjar para ir a las Guájaras, y la descripción de aquella tierra
     El sábado 5 días del mes de febrero partió nuestro campo del alojamiento de Ugíjar, y fue a Cádiar; otro día a Órgiba, para pasar de allí a las Guájaras, y después a la Sierra de Bentomiz; porque el marqués de Mondéjar tenía no vana sospecha de que habían de levantar aquella tierra y la jarquía y hoya de Málaga los proprios cristianos, y por esta causa no había osado enviar a nadie hacia aquella parte, temiendo alguna desorden, según estaba la gente cudiciosa, y los ejecutores de las armas envidiosos de los despojos que habían otros ganado; plaga de este tiempo, queriendo con celo de virtud y cristiandad encubrir sus intereses proprios, y honrarse, no con los medios por donde se gana la verdadera honra, sino con tratos y negociaciones que adquieren hacienda. Pareciendo pues a nuestro capitán general que llevaba poca gente para el efeto que se había de hacer, porque se le habían ido mucha parte de los soldados con lo que habían ganado, así para rehacer su campo, como para atajar una sospecha que se tenía de que en Granada se trataba de enviar persona que hiciese la jornada, con ocasión de estar él ocupado en la Alpujarra, despachó un correo al conde de Tendilla desde el alojamiento de Órgiba, mandándole que le enviase mil y quinientos infantes y cien caballos de los que estaban alojados en la ciudad y en las alcarías de la Vega, y para esperarlos se detuvo un día en aquel alojamiento. Y el mesmo día despachó a don Alonso de Granada Venegas para la corte, a que informase a su majestad del estado en que estaban las cosas de la guerra, y la redución de los alzados; y le suplicase de su parte los admitiese, habiéndose misericordiosamente con los que no fuesen muy culpados, para que él pudiese cumplir la palabra que tenía ya dada a los reducidos, entendiendo ser aquel camino el más breve para acabar con ellos por la vía de equidad. Esto que el marqués de Mondéjar decía, bien considerado, era lo que más convenía a la quietud general de todo el reino, y quedaba la puerta abierta para ejecutar el cuchillo de la justicia en las gargantas de los malos, cuando se pudiese hacer sin escándalo: aunque tenía por opósito el parecer de otros hombres graves, que juzgaban ser más necesario y seguro el rigor; y estos tales decían que en ningún tiempo podrían ser opresos los rebeldes mejor que en aquel, estando faltos de fuerzas, acobardados, discordes, y tan menesterosos de todas las cosas necesarias a la vida humana, que andaban ya buscando los frutos silvestres proprios de los animales, y raíces de yerbas que poder comer, con la pena y fatiga que a los malhechores suele dar su propria conciencia. Otro día martes partió el campo a Órgiba, y [245] fue a Vélez de Benaudalla. El miércoles marchó la vuelta de las Guájaras; y porque se entendió que había enemigos con quien pelear aquel día, mandó el Marqués a los escuderos que pasasen los soldados a las ancas de los caballos el río de Motril, para que no se mojasen, que fuera de mucho inconveniente, según el frío que hacía. Pasado el río, camino la gente toda en sus ordenanzas, y llegando a Guájar del Fondón, donde se veían las reliquias del incendio que los herejes habían hecho en la iglesia cuando mataron a don Juan Zapata, hallaron el lugar desamparado, aunque tenía un sitio fuerte donde se pudieran defender los moradores. De allí fue el campo a Guájar de Alfaguit, que también estaba solo, y allí se alojó aquel día. Siendo pues informado el Marqués que los enemigos habían tomado dos derrotas, unos hacia el lugar de Guájar el alto, que también llaman del Rey, y otros por el camino de la cuesta de la Cebada la vuelta de la Alpujarra, envió luego dos capitanes con cada trecientos arcabuceros, que los siguiesen y procurasen atajar. El capitán Luján llegó a un paso por donde de necesidad habían de pasar los que iban hacia la Alpujarra, y atajándolos, mató muchos dellos, y se recogió sin recebir daño, y el capitán Álvaro Flores siguió a los que iban hacia Guájar el alto, y alcanzando la retaguardia, cargaron tantos enemigos de socorro, que hubo de enviar un soldado a diligencia al Marqués a pedirle más gente, porque la que llevaba era poca para poderlos acometer; el cual mandó apercebir algunas compañías; y porque los soldados tardaban en recogerse a las banderas, ocupados en robar las casas, fue necesario ponerse a caballo para que no se perdiese la ocasión; y dejando orden a Hernando de Oruña que recogiese el campo, y marchase luego tras él, caminó hacia donde andaba Álvaro Flores escaramuzando con los moros. Fueron delante don Alonso de Cárdenas y don Francisco de Mendoza con un golpe de soldados que pudieron recoger de presto; los cuales dando calor a nuestra gente, acometieron a los enemigos, y los desbarataron y pusieron en huida; y matando algunos les ganaron dos banderas; los otros se recogieron a un fuerte peñón, que está media legua encima de Guájar el alto, donde tenían recogida la ropa y las mujeres. Este es un sitio fuerte en la cumbre de un monte redondo, exento y muy alto, cercado de todas partes de una peña tajada, y tiene sola una vereda angosta y muy fragosa, que va la cuesta arriba más de un cuarto de legua a dar a un peñoncete bajo, y de allí sube por una ladera yerta, hasta dar en unas peñas altas, cuya aspereza concede la entrada en un llano capaz de cuatro mil hombres, que no tiene otra subida a la parte de levante. A la de poniente está una cordillera o cuchillo de sierra, que procede de otra mayor, y hace una silla algo honda, por la cual con igual dificultad se sube a entrar en el llano por entre otras piedras, que no parece sino que fueron puestas a mano para defender la entrada, si humanos brazos fueran poderosos para hacerlo. En este peñón tenía puesta toda su confianza Marcos el Zamar, alguacil de Játar, caudillo de los moros de aquel partido, y en él metieron todas las mujeres con la riqueza de aquellos lugares, y más de mil hombres de pelea, cuando vieron que nuestro campo iba sobre ellos; y haciendo reparos de piedra, de colchones, albardas y otras cosas, tenían por bastante fortificación aquella para su defensa. Nuestros capitanes dejaron de seguir los enemigos; y volviendo a Guájar el alto, hallaron al marqués de Mondéjar en él con alguna gente de a caballo; el cual, por ser muy tarde, y el camino muy áspero y dificultoso para andarle de noche, envió a mandar a Hernando de Oruña que no marchase hasta que fuese de día, y con la gente que allí tenía se quedó alojado en aquel lugar. Estando nuestro campo en Guájar de Alfaguit, llegó de Granada el conde de Santisteban, acompañado de muchos caballeros deudos y amigos suyos, que iba a hallarse en esta jornada, y don Alonso Portocarrero, que ya estaba sano de la herida de Poqueira, con la infantería y caballos que había enviado el marqués de Mondéjar a pedir al conde de Tendilla.

Capítulo XXX

Cómo algunos caballeros de nuestro campo quisieron ocupar el peñón de las Guájaras, so color de irle a reconocer, y los moros los desbarataron, y mataron algunos dellos
     Aquella noche pidió don Juan de Villarroel al marqués de Mondéjar le diese licencia para ir otro día a reconocer el peñón con alguna gente suelta, y a mucha importunación suya se lo concedió, mandándole que llevase consigo cincuenta arcabuceros, y que hiciese el reconocimiento de manera que no hubiese desorden. Era don Juan de Villarroel ambicioso de honra, y pareciéndole que los moros no habrían osado aguardar en el fuerte, o que en viéndole ir, entenderían que iba todo el campo y huirían, o se le darían a partido antes que llegase, comunicando su negocio con algunos caballeros y soldados particulares, que correspondieron a su deseo, salió del campo con solos los cincuenta soldados que había de llevar; mas luego le siguieron otros muchos, unos por cudicia, y otros por mostrar valor, entendiendo que se haría efeto. No fue bien desviado del lugar, cuando la vanguardia comenzó a escaramuzar con algunos moros que estaban en las lomas de la sierra. Tocose arma, y corrió la voz al lugar, llamando caballería de socorro; y el marqués de Mondéjar, teniendo aviso de la desorden, recibió tanto enojo, que envió a decirle que no era bien socorrer desórdenes, y que se volviese; y viendo que no aprovechaba, y que pasaba adelante, salió él en persona con la caballería que se pudo recoger de presto, como si adevinara lo que sucedió. Los moros pues que andaban fuera del peñón, y los que habían comenzado a trabar la escaramuza, se retiraron luego a su fuerte; y cuando el marqués de Mondéjar llegó a una loma que está delante del peñón, ya los soldados iban por la ladera arriba a ocupar el cerro que dijimos que está por bajo dél, donde se habían puesto también otros moros a defenderlo. Iban con don Juan de Villarroel don Luis Ponce de León, vecino de Sevilla, don Jerónimo de Padilla, Agustín Venegas, Gonzalo de Oruña, hijo de Hernando de Oruña, y el veedor don Juan Velázquez Ronquillo, y otros hombres de cuenta y más de cuatrocientos soldados; y dejando los caballos los que los llevaban, por no se poder aprovechar dellos, subieron todos a pie por la cuesta arriba, y llegaron tan adelante, que lanzando a los enemigos del peñoncete, hubo algunos animosos soldados que llegaron a arrimarse con los proprios reparos del fuerte. Y si todos llegaran tan adelante, [246] pudiera ser que lo ganaran; mas no fueron seguidos, como fuera razón que lo hicieran los amigos, muchos de los cuales se quedaron a media cuesta, y otros abajo cerca del arroyo, remolinando y reparando donde hallaban peñas o cibancos con que poderse encubrir de las piedras que los enemigos echaban desde arriba. Habiendo pues durado el temerario asalto más de una hora, gastando nuestra arcabucería la munición sin hacer efeto, por estar los moros encubiertos detrás de sus reparos, un soldado, más animoso que prático, comenzó a pedir munición de mano en mano; cosa muy peligrosa en semejantes ocasiones, porque no es más que advertir al enemigo, y dar a entender al amigo que está cerca de huir el que aquello dice. Y así sucedió este día, que los soldados que estaban abajo cerca del arroyo, sintiendo aquella flaqueza, fueron los primeros que huyeron; luego los otros de más arriba, y a la postre los que estaban delante, maravillados de ver tan gran novedad, y creyendo que la debía causar algún acometimiento grande de enemigos hacia otra parte, porque bien veían que no había para qué huir de los que tenían delante. En tanto desorden aun no osaban salir los que estaban en el fuerte, si Marcos el Zamar, que había muerto aquel día dos moros porque huían, asomándose a la parte de fuera y viendo lo que pasaba, no los animara. Saltaron fuera de los reparos cuarenta animosos mancebos de los más sueltos, armados de piedras y de lanzuelas, que hicieron un miserable espectáculo de muertos. Mataron este día a don Luis Ponce, y a Agustín Venegas, y a Gonzalo de Oruña, y al veedor Ronquillo, y a don Juan de Villarroel, y hirieron a don Jerónimo de Padilla, y acabárale un moro que le iba siguiendo, si no le acudiera un esclavo cristiano; el cual apretándole reciamente entre los brazos, y echándose a rodar con él por una peña abajo, no paró hasta dar en el arroyo, donde fue socorrido. Viendo pues el marqués de Mondéjar el desbarate de aquella gente liviana, y como los moros pasaban a cuchillo cuantos alcanzaban, sin poderlos favorecer con la caballería, porque ni tenía por donde pasar el barranco del arroyo, ni la tierra era para poderla hollar caballos, apeándose del caballo con una rodela embrazada y la espada en la mano, acompañado de los caballeros y escudero, que con él estaban, que todos se apearon, y de los alabarderos de su guardia y obra de cuarenta soldados arcabuceros, tomó un sitio fuerte donde poder recoger a los que venían huyendo, porque no los matasen los moros, que a gran priesa habían salido del fuerte y los seguían por todas partes; y como eran gente suelta y sabían la tierra, fueran pocos los que se les escaparan. Llegaron tan adelante los bárbaros este día en el alcance, que hirieron de dos escopetazos a dos alabarderos de los que estaban cerca del Marqués, y hicieran mayor daño si no temieran a la caballería. Al fin se retiraron a su salvo; y el Marqués se volvió al lugar, dejando la ladera y el barranco sembrado todo de cuerpos muertos. A este tiempo venía Hernando de Oruña marchando con todo el campo; mas no fue posible llegar a hora que se pudiese combatir el fuerte aquel día, por ser el camino tan áspero y angosto, que de necesidad habían de ir los hombres y los bagajes a la hila uno detrás de otro, y cuando llegó era va muy tarde, y por esta causa se difirió hasta el siguiente día viernes.

Capítulo XXXI

Cómo se combatió y ganó el fuerte de las Guájaras
     Cuando estuvo el campo todo junto, el marqués de Mondéjar mandó dar por escrito a los capitanes la orden que se había de guardar en el combate, la cual fue desta manera: que Álvaro Flores y Gaspar Maldonado saliesen con seiscientos soldados a tomar un camino que va hacia la mar, y subiendo por él, fuesen ganando lo alto de la sierra entre mediodía y poniente. Que Bernabé Pizaño y Juan de Luján con cuatrocientos arcabuceros, tomando la ladera del peñón, llegasen a ocupar el cerro que está por bajo del fuerte. Que Andrés Ponce de León y don Pedro Ruiz de Aguayo con las ciento y veinte lanzas de la ciudad de Córdoba, y Miguel Jerónimo de Mendoza y don Diego de Narváez con sus dos compañías de infantería, y con ellos el capitán Alonso de Robles, tomasen la parte del norte, y dejando la caballería abajo, en lugar que pudiese aprovecharse de los enemigos, si quisiesen hurtarse la vuelta de la Alpujarra, procurasen subir la sierra arriba, lo más alto que pudiesen, hasta ponerse a caballero del enemigo; y que él con todo el resto del ejército iría por el camino derecho. Y porque los sitios donde habían de ponerse estas gentes no se descubrían desde el lugar donde estaba el campo, y convenía que el asalto se diese a tiempo que el peñón estuviese cercado, mandó que la señal de aviso se hiciese con una pieza de artillería de campaña. Había de tomar Álvaro Flores dos grandes leguas de rodeo para irse a poner en su puesto, y por ser la tierra tan áspera no pudo llegar hasta después de mediodía. A esta hora descubrieron los moros la gente que iba tomando lo alto, y saliendo a gran priesa a defender el paso del sitio, donde se iban a poner los capitanes Pizaño y Luján, no fueron parte para estorbárselo, antes se hubieron de retirar con daño. Estando pues el peñón al parecer muy bien cercado por todas partes, el Marqués mandó dar la señal del asalto, y la infantería subió el cerro arriba, donde aun se veían los regueros de la sangre cristiana, que destilaba por las heridas de los cuerpos desnudos; y hallando el primer peñoncete desocupado, porque los moros que estaban en él le dejaron viendo que Álvaro Flores se les había puesto a caballero en lo alto de la sierra, de donde les hacía mucho daño con los arcabuces, fueron retirándose hacia el fuerte. Comenzose a pelear desde lejos con los tiros de una parte y de otra, venciendo los ánimos de nuestros soldados la dificultad y aspereza de la tierra. Duró el combate hasta puesto el sol, defendiéndose los moros en sus reparos, ejercitando los brazos los hombres y las mujeres en arrojar grandes peñas y piedras sobre los que subían. Desta manera resistieron tres asaltos, no con pequeño daño de nuestra parte, hasta que el marqués de Mondéjar, viendo que ya era tarde, mandó retirar la gente y difirió el combate para el siguiente día. Quedaron los bárbaros ufanos, aunque no poco temerosos, por conocer que la cercana noche les había alargado la vida; y cuando entendieron que podría haber algún descuido en nuestra gente, o que reposarían los soldados del trabajo pasado, llamando el rústico Zamar a Gironcillo y a otros moros de cuenta que allí estaban, les dijo desta manera: «Los antiguos nuestros que ganaron la tierra que agora perdemos, metidos [247] entre estas sierras celebraron este peñón y sitio, donde tenían cierta guarida de cualquier ímpetu de cristianos, estando la comarca poblada de moros, y teniendo a su disposición la costa de la mar; mas agora no sé si le tuvieran en tanto, desconfiados de socorro como nosotros estamos, y que de necesidad nos ha de consumir la sed, la hambre y las heridas destos enemigos, que tan valerosamente hemos expelido cuatro veces de nuestros reparos. La que tenemos por vitoria es propria indignación, para que con mayor crueldad pasen las espadas por nuestras gargantas, perseverando, como es cierto que perseverarán en los combates; y lo que más siento es que pasarán por el mesmo rigor estas mujeres y criaturas inocentes. Tratar de rendirnos en esta coyuntura también será la postrera parte de nuestra vida; porque ¿quién duda sino que el airado Marqués querrá sacrificarnos a todos en venganza de las muertes de sus capitanes? Ea pues, hermanos, guardémonos para otros mejores efetos; y pues la noche nos cubre con su escuridad, y los cristianos están descuidados pensando tenernos en la red, sirvámonos de las encubiertas veredas que sabemos, guiando a nuestras familias la vuelta de la sierra». Todos aprobaron este parecer, y siendo su capitán el primero, salieron lo más calladamente que pudieron, llevando tras de sí mucha cantidad de mujeres que tuvieron ánimo para seguirlos, bajando por despeñaderos que aun a cabras pareciera dificultoso camino, y sin ser sentidos de las guardas de nuestro campo que rodeaban el peñón, se fueron hacia las Albuñuelas. Quedaron en el fuerte los viejos y mucha parte de las mujeres con esperanza de salvar las vidas, dándose a merced del vencedor; y antes que esclareciese el día dijeron a un cristiano sacerdote que tenían captivo, llamado Escalona, que llamase a los cristianos y les dijese como la gente de guerra toda se había ido, y los que allí quedaban se querían dar a merced. El cual se asomó sobre uno de los reparos, y a grandes voces dijo que subiesen los cristianos arriba, porque no había quien defendiese el fuerte; mas aunque le oyeron las centinelas y se dio aviso al Marqués, no consintió subir a nadie hasta que fue claro el día. Entonces mandó a los capitanes don Diego de Argote y Cosme de Armenta que con cuatrocientos arcabuceros de Córdoba fuesen a ver si era verdad lo que aquel hombre decía; y hallando ser ansí, ocuparon el fuerte, y dieron aviso dello. Este día alancearon los caballos cantidad de moros y moras que iban huyendo; y el Zamar, que llevaba una hija doncella de edad de trece años en los hombros por aquellas sierras, porque se le había cansado, vino a parar en poder de unos soldados, que le prendieron, y en Granada hizo el conde de Tendilla rigorosa justicia después dél. Fue tanta la indignación del marqués de Mondéjar, que, sin perdonar a ninguna edad ni sexo, mandó pasar a cuchillo hombres y mujeres cuantos había en el fuerte, y en su presencia los hacía matar a los alabarderos de su guardia, que no bastaban los ruegos de los caballeros y capitanes ni las piadosas lágrimas de las que pedían la miserable vida. Luego mandó asolar el fuerte, dando el despojo a los soldados; y así para esto como para enviar una escolta a Motril con los enfermos y heridos, que eran muchos, se detuvo hasta el lunes 14 de febrero, que envió al conde de Santisteban con el campo a que le aguardase en Vélez de Benaudalla, y él se fue con sola la caballería a visitar los presidios de Almuñécar, Motril y Salobreña; y tornando a juntarse con él, volvió a Órgiba para proseguir en la redución de los lugares de la Alpujarra. Por la toma deste peñón se hicieron alegrías en Granada, aunque mezcladas con tristeza por los cristianos que habían sido muertos, y lo mesmo fue en otras muchas partes del reino.

 

Capítulo XXXII

Cómo se declaró que los prisioneros en esta guerra fuesen esclavos con cierta moderación
     Había duda desde el principio desta guerra si los rebelados, hombres y mujeres y niños presos en ella, habían de ser esclavos; y aun no se había acabado de determinar el Consejo hasta en estos días, porque no faltaban opiniones de letrados y teólogos que decían que no lo debían ser; porque aunque por la ley general se permitía que los enemigos presos en guerra fuesen esclavos, no se debía entender ansí entre cristianos; y siéndolo los moriscos, o teniendo, como tenían, nombre dello, no era justo que fuesen captivos. Y su majestad estando suspenso, mandó al Consejo Real que le consultase lo que les parecía, y escribió al presidente y oidores de la audiencia real de Granada que tratasen dello en su acuerdo (que es una junta general que ordinariamente hacen dos días en la semana), y le enviasen su parecer. Habiéndose pues platicado sobre negocio de tanta consideración, se resolvieron en que podían y debían ser esclavos, conformándose con un concilio hecho en la ciudad de Toledo contra los judíos rebeldes que hubo en otro tiempo, y por haber apellidado a Mahoma y declarado ser moros. Este parecer aprobaron algunos teólogos, y su majestad mandó que se cumpliese y ejecutase el concilio contra los moriscos, de la mesma manera que se había hecho contra los judíos, con una moderación piadosa, de que quiso usar como príncipe considerado y justo: «que los varones menores de diez años, y las hembras que no llegasen a once, no pudiesen ser esclavos, sino que los diesen en administración para criarlos y dotrinarlos en las cosas de la fe». Y sobre ello se despachó provisión en forma de premática, que se pregonó y divulgó por todo el reino; y aun el día de hoy se guarda con aquellos que han sabido y saben pedir su justicia, porque en esto hubo desde el principio mucha desorden, herrando a los niños inocentes y vendiéndolos por esclavos. Hubo también otra duda sobre si se habían de volver los bienes muebles que los rebeldes habían tomado a los cristianos, porque los dueños, conociendo sus proprias alhajas en poder de los soldados que las habían ganado en la guerra, se las pedían por justicia, y sobre ello había muchos pleitos y diferencias; y se determinó por el mesmo acuerdo que no se las debían volver, por ser ganadas en la guerra, y porque el marqués de Mondéjar, yendo a entrar con su campo en la Alpujarra para animar los soldados que iban sin sueldo, había mandado echar un bando al pasar de la puente de Órgiba, declarando que la guerra era contra enemigos de la fe y rebeldes a su majestad; y que se había de hacer a fuego y a sangre. [248]

Capítulo XXXIII

Cómo se prosiguió la redución de la Alpujarra, y de las contradiciones que para ello hubo
     Vuelto nuestro campo a Órgiba, los moros de la Alpujarra, que se vieron reducidos a extrema necesidad y desventura, porque con habérseles hecho la guerra en lo recio del invierno y echándolos de sus lugares, no tenían otra guarida sino las sierras, y perecían de hambre y de frío, andando cargados de mujeres y niños, con peligro de muerte y de captiverio delante de los ojos, tomando el mejor consejo, comenzaron a venirse a reducir y darse a merced de su majestad sin condición, para que hiciese dellos y de sus bienes lo que fuese servido, como lo habían hecho los alguaciles de Juviles Ugíjar y Andarax y de los otros pueblos que dijimos. Prometíales el marqués de Mondéjar que intercedería por ellos para que su majestad los perdonase; y como iban viniendo, los recibía debajo del amparo y seguro real, y les daba sus salvaguardias para que la gente de guerra no les hiciese daño. Mandaba que trajesen al campo las armas y banderas los que eran de por allí cerca, y a los de más lejos señalaba iglesias particulares y personas que las recogiesen. Luego comenzaron a acudir de todas partes; aunque las armas que traían, venían tan maltratadas, que se dejaba entender no ser aquellas las que tenían para pelear, porque entregaban ballestas, arcabuces, chuzos y espadas, todo mohoso y hecho pedazos, y gran cantidad de hondas de esparto; y si les preguntaban dónde quedaban las buenas armas, decían que los monfís y gandules, que no querían rendirse, las habían llevado. Finalmente, los desventurados daban ya algunas muestras de quietud, y de consentir, no solo las premáticas, mas cualquier pecho que se les echara en sus haciendas; y en muy breve tiempo vinieron a Órgiba todos los lugares de la Alpujarra por sus alguaciles y regidores o por sus procuradores, siendo persuadidos e inducidos a ello por los dos moriscos de quien atrás hicimos mención, llamados Miguel Aben Zaba el viejo, vecino de Válor, y Andrés Alguacil, vecino de Ugíjar; los cuales habiendo hecho todo su posible en este particular, pidieron al marqués de Mondéjar con mucha instancia que los metiese la tierra adentro con sus mujeres y hijos, porque veían claramente que si quedaban en la Alpujarra no podían dejar de perderse; y él deseó mucho hacerles tan buena obra; mas no se atrevió a enviarlos, temiendo que según estaban los negocios enconados en Granada, luego como llegasen los prenderían los alcaldes de chancillería y los mandarían ahorcar. Y al fin murieron entrambos en la Alpujarra: al Miguel Aben Zaba mataron unos soldados que iban a hacerle escolta, y Andrés Alguacil, que era ya muy viejo, murió de enfermedad. Desde Órgiba envió el marqués de Mondéjar al beneficiado Torrijos con trecientos soldados a que redujese los lugares de la sierra de Filabres; el cual los redujo todos, y otros muchos de aquellas taas al derredor, y recogió las armas y las banderas que rendían, y las envió al campo, sin hallar quien le pusiese impedimento en ello. También redujeron muchos lugares los cuadrilleros Jerónimo de Tapia y Andrés Camacho, aunque estos hicieron hartas desórdenes, hurtando muchachos y bagajes a los reducidos; y lo mesmo hacían otras cuadrillas de soldados desmandados, que salían a correr la tierra, sin orden, de los presidios de la costa, del campo del marqués de los Vélez, de Órgiba y de otras partes. Para excusar estos daños hubo algunos concejos que pidieron al marqués de Mondéjar soldados que estuviesen con ellos y los defendiesen, y les daban de comer y dos reales de salario cada día; y demás desto, enviaba de ordinario al capitán Álvaro Flores con su compañía a que corriese la tierra y retirase la gente, que hallase desmandada haciendo desórdenes; por manera que ya estaba la Alpujarra tan llana, que diez y doce soldados iban de unos lugares en otros sin hallar quien los enojase, y no eran quinientos hombres los que dejaban de acudir a sus casas debajo de salvaguardia.
     En este tiempo mandó el marqués de Mondéjar notificar a los moriscos depositarios de las esclavas de Juviles que las llevasen luego a Órgiba; y Miguel de Herrera sacó cuatrocientas dellas de poder de sus maridos, padres y hermanos, y las llevó a entregar; y como los factores del Marqués le apretasen para que las entregase todas, viendo que sería imposible poderlas dar, porque algunas se habían muerto, y otras las habían captivado de nuevo los soldados que andaban desmandados sin orden, por excusar su vejación, trató de componerse por todas las de la taa de Ferreira; y se efectuara si se pusieran con él en una cosa convenible, porque el moro daba veinte ducados por cabeza, y las personas a quien se cometió el negocio no quisieron menos de a sesenta ducados por cada una. Y al fin hubo de traer las que pudo recoger, y se vendieron muchas dellas en Granada en pública almoneda por cuenta de su majestad, y otras murieron en captiverio; lo cual todo era argumento de que los mal aventurados deseaban ya paz y sosiego; y así lo escribía el marqués de Mondéjar a su majestad y a los de su real consejo, teniendo el negocio ya por acabado. Mas otras muchas personas graves hubo que con diferente consideración juzgaban que no podía permanecer aquella paz, diciendo que los malos eran muchos, y que en viniéndoles socorro de Berbería, volverían a inquietar a los otros; que los moriscos, gente mañosa, habiendo hecho tantos males, y viendo que se usaba misericordia con ellos, tomando experiencia en la condición del capitán General, cuando viesen cesar el rigor de las armas tomarían mayor atrevimiento para cometer otros mayores delitos; que se sabía por nueva cierta que Aben Humeya había enviado un hermano suyo con cartas para Aluch Alí, gobernador de Argel, pidiéndole socorro de navíos, gente, armas y municiones, y ofrecídose por vasallo del Gran Turco; que en caso que esto no hubiese efeto, y después de reducidos los alzados, hubiese de entrar la justicia de por medio a castigar los principales autores del rebelión, como era justo se hiciese, eran tantos y tan emparentados en la tierra, que no podría dejar de haber nuevas alteraciones en ella; y que concediéndoseles perdón general, tampoco sería cosa conveniente a la reputación de un rey y de un reino tan poderoso como el de Castilla, dejar sin castigo ejemplar a quien tantos crímenes habían cometido contra la majestad divina y humana. Estas cosas se platicaban en Granada, en la corte y por todo el reino, quejándose [249] del marqués de Mondéjar como autor de aquella paz, y diciendo que lo que hacía era por su particular interese, porque si la tierra se despoblaba, vernía a perder mucha parte de la hacienda que tenía en aquel reino, y el provecho que sacaba del servicio que los moriscos le hacían, que era muy grande; y a los que peor parecía esta paz, eran aquellos a quien los rebeldes habían lastimado con tantos géneros de crueldades, y a otros que esperaban haber buena parte del despojo de la guerra, porque la cudicia no mira más que al interés.

Capítulo XXXIV

Cómo el marqués de Mondéjar fue avisado dónde se recogían Aben Humeya y el Zaguer, y envió secretamente a prenderlos
     En estos términos estaban las cosas de los alzados, cuando Miguel Aben Zaba el de Válor, y otros deudos suyos, enemigos de Aben Humeya, y que le andaban espiando para hacerle matar o prender, avisaron al Marqués de Mondéjar como él y el Zaguer andaban por las sierras de los Bérchules, y que de día estaban escondidos en cuevas y de noche acudían a los lugares de Válor y Mecina de Bombaron; y lo más ordinario era recogerse en Mecina, en casa de Diego López Aben Aboo, por razón de la salvaguardia que tenía. El cual deseando haberlos a las manos, así por la quietud de la tierra, como porque sabía ya que su majestad trataba de enviar a don Juan de Austria a Granada, y quería tener hecho aquel efeto antes que llegase, hizo llamar a los capitanes Álvaro Flores y Gaspar Maldonado, y les mandó que con seiscientos soldados escogidos, llevando consigo las espías, que les habían de mostrar las casas sospechosas, fuesen a los dos lugares y los cercasen, y procurasen prender aquellos dos caudillos, o matarlos si se les defendiesen, y traerle sus cabezas, significándoles la importancia de aquel negocio; y advirtiéndoles que lo primero que hiciesen fuese cercar la casa de Aben Aboo, donde había más cierta sospecha que estarían. Están estos dos lugares en la falda de la Sierra Nevada, que mira a la Alpujarra y al mar Mediterráneo, apartados una legua el uno del otro; y como los capitanes llegaron a Cádiar, deseosos de acertar, acordaron de partir la gente en dos partes, y dar a un mesmo tiempo en ellos; porque les pareció que si todos juntos llegaban a Mecina, y acaso no estaban allí, antes de pasar a Válor corría peligro de ser avisados. Con este acuerdo, aunque no era bastante razón para pervertir la orden de su capitán general, repartieron la gente en dos partes: Álvaro Flores fue a dar sobre Válor con cuatrocientos soldados, y Gaspar Maldonado con los otros docientos, que para cercar la casa de Aben Aboo bastaban, caminó la vuelta de Mecina de Bombaron. Sucedió pues que aquella noche, que no era la última de su vida ni el fin de los trabajos de aquella guerra, Aben Humeya y el Zaguer y otro caudillo, alguacil de aquel lugar, llamado el Dalay, no menos traidor y malo que ellos, acertaron a hallarse en casa de Aben Aboo, los cuales, habiendo estado todo el día escondidos en una cueva, en anocheciendo se habían recogido al lugar, como inciertamente y a deshora lo habían hecho otras veces, confiados en que no irían a buscarlos allí, por estar de paces y tener salvaguardia. Gaspar Maldonado llegó lo más encubiertamente que pudo, haciendo que los soldados llevasen las mechas de los arcabuces tapadas, porque con la escuridad de la noche no las devisasen desde lejos; mas no bastó su diligencia, ni el hervor del cuidado que le revolvía en el pecho, para que un inconsiderado soldado dejase de disparar su arcabuz al aire, y le interrompiese aquella felicidad, que tan a la mano le estaba aparejada. Estaban los moros bien descuidados, la casa llena de mujeres y criados, y la mayor parte dellos durmiendo; y el primero que sintió el temeroso golpe fue el Dalay, que, como más astuto y recatado, estaba con mayor cuidado; el cual temeroso, sin saber de qué, recordó a gran priesa al Zaguer, y corriendo hacia una ventana no muy baja que respondía a la parte de la sierra, entre sueño y temor se arrojaron por ella, y maltratados de la caída, se subieron a la sierra antes que los soldados llegasen. Aben Humeya, que dormía acompañado en otro aposento aparte, no fue tan presto avisado, y cuando acudió a la guarida ya los diligentes soldados cruzaban por debajo de la ventana; por manera que si se arrojara como los otros, no pudiera dejar de caer en sus manos. Turbado pues, sin saberse determinar, dando muchas vueltas por los aposentos de la casa, y acudiendo muchas veces a la ventana, la necesidad, que le hacía revolver el entendimiento buscando alguna manera de salud, le puso delante un remedio que le acrecentó la perdida confianza y le aseguró la vida, guardándole para mayores desventuras. Había llegado Gaspar Maldonado a la puerta de la casa, y viendo que los de dentro dilataban de abrirle, procuraba derribarla, dando grandes golpes en ella con un madero, cuando Aben Humeya, no hallando cómo poderse guarecer, llegó muy quedo a la puerta, y poniéndose disimuladamente enhiesto, igualado entre el quicio y la puerta, quitó la tranca que la tenía cerrada, para que con facilidad se pudiese abrir; la cual abierta, los soldados entraron de golpe, y el se quedó arrimado, sin que ninguno advirtiese lo que allí podía haber: tanta priesa llevaban por llegar a buscar los aposentos, donde hallaron a Aben Aboo, y con el otros diez y siete moros, que algunos eran criados del Zaguer y los otros vecinos del lugar. El capitán los mandó prender a todos, y preguntándoles si sabían de Aben Humeya o del Zaguer, dijeron que no los habían visto, y que los que allí estaban se habían reducido con la salvaguardia que Aben Aboo tenía; y como no pudiesen sacar dellos otra cosa, conociendo que no le decían verdad, hizo poner a tormento a Aben Aboo, mandándolo colgar de los testículos en la rama de un moral que estaba a las espaldas de su casa; y teniéndole colgado, que solamente se sompesaba con los calcañales de los pies, viendo que negaba, llegó a él un airado soldado, y como por desden le dio una coz, que le hizo dar un vaivén en vago y caer de golpe en el suelo, quedando los testículos y las binzas colgadas de la rama del moral. No debió de ser tan pequeño el dolor, que dejara de hacer perder el sentido a cualquier hombre nacido en otra parte; mas este bárbaro, hijo de aspereza y frialdad indomable, y menospreciador de la muerte, mostrando gran descuido en el semblante, solamente abrió la boca para decir: «Por Dios que el Zaguer vive, y yo muero»; sin querer jamás declarar otra cosa. Mientras esto se hacía, y los soldados andaban ocupados en robar la casa, [250] Aben Humeya tuvo lugar de salir detrás de la puerta, y arrojándose por unos peñascos que caen a la parte baja, se fue sin que le sintiesen. Gaspar Maldonado dejó a Aben Aboo en su casa como por muerto, y se llevó los diez y siete moros presos; con los cuales, y con otros que después prendieron en el camino, y más de tres mil y quinientas cabezas de ganado que recogieron de aquellos lugares reducidos, y porque no pudieron hacer otro efeto los soldados que habían ido a Válor, se volvieron luego los unos y los otros a Órgiba, donde siendo reprehendidos de su capitán general, les fue quitada la presa por de contrabando, mandando poner en libertad a los moros que tenían su salvaguardia.
Capítulo XXXV
Cómo nuestra gente saqueó el lugar de Lároles, estando de paces
     Entre las otras provisiones que el conde de Tendilla hizo estando en lugar de su padre en la ciudad de Granada, fue enviar a la fortaleza de la Peza al capitán Bernardino de Villalta, vecino de Guadix, con una compañía de infantería, porque estaba a su cargo aquella tenencia; el cual viendo que los negocios de la redución estaban en el estado que hemos dicho, queriendo hacer alguna entrada de provecho hacia la parte donde él estaba, so color de ir a prender a Aben Humeya, pidió licencia y gente al Conde, diciendo que unas espías le habían prometido de dársele en las manos. El Conde le dio para este efeto tres compañías de infantería, cuyos capitanes eran don López de Jexas, Antonio Velázquez y Hernán Pérez de Sotomayor, y veinte caballos con el capitán Payo de Ribera. Toda esta gente se juntó con Bernardino de Villalta en Alcudia, cerca de Guadix, el postrer día del mes de febrero del año de 1569; y a 1.º de marzo partieron de aquel lugar, y atravesando el marquesado de Cenete, fueron a cenar y a dar cebada a los caballos al Deyre. Y entrando por el puerto de la Ravaha antes que amaneciese, dieron en el lugar de Lároles, que era uno de los reducidos, y se habían recogido a él muchos moros y moras de los otros pueblos, entendiendo estar seguros por razón de la salvaguardia que tenían del marqués de Mondéjar. Y como estuviesen descuidados de aquel hecho, entrando impetuosamente por las calles y casas, mataron más de cien moros, y captivaron muchas mujeres, y les tomaron gran cantidad de ropa y ganados. Otro día de mañana, viernes a 2 de marzo, habiendo saqueado las casas y quemado la mayor parte dellas, llevando la presa por delante, volvieron a gran priesa a tomar el puerto de la Ravaha antes que los moros lo ocupasen; porque los que habían escapado de las manos de los soldados hacían grandes ahumadas por los cerros, apellidando la tierra, y comenzaba ya a descubrirse mucha gente que acudía a favorecerlos. No fue de pequeña importancia esta diligencia, porque apenas habían comenzado a encumbrar la sierra, cuando los acometieron por la retaguardia con tanta determinación y denuedo, que la tuvieron desordenada por dos veces; y corrieran peligro de perderse todos, si el capitán Bernardino de Villalta, que iba de vanguardia, no les acudiera con algunos amigos, resistiendo animosamente con harto peligro de sus personas; porque en una vuelta que hizo sobre un moro que acababa de matar a un soldado y corría en el alcance de otro, cayó del caballo, y hubiérale muerto a él también, si no fuera socorrido con mucha presteza. Desta manera fue subiendo nuestra gente hasta lo alto del puerto, y los moros, habiendo muerto diez y ocho soldados y herido otros muchos, quedando ellos no menos lastimados, dejaron de seguirlos, y se volvieron a la Alpujarra, con determinación de irse para Aben Humeya y juntarse con él para que renovase la guerra. Estaba este día en la Calahorra un morisco llamado Tenor, con quien tenían concertado Juan Pérez de Mescua y Hernán Valle de Palacios, vecinos de Guadix, que si daba vivo o muerto a Aben Humeya, o le traía a parte que pudiese ser preso, le rescatarían a su mujer y a dos hijas que tenía captivas; y estándoles diciendo cómo dejaba tratado con Diego Barzana, vecino de Guadix, casado con tía de Aben Humeya, y persona de quien mucho confiaba, que le trairía a un encinar de Sierra Nevada, y que poniéndole dos o tres emboscadas en los pasos por donde había de pasar, le prenderían, vio venir a nuestra gente con tan grande presa de mujeres captivas y de ganados y bagajes, y comenzando a llorar, les dijo: «Señores, Dios no quiere que yo vea libres a mi mujer y hijas. Esta cabalgada ha de desbaratar mi negocio; y de hoy más no ha de haber quien se ose fiar, y habrá cada día más mal, antes volverán a levantarse los reducidos». Y cierto dijo verdad, porque con este suceso quedó la tierra puesta en arma, y juntando Aben Humeya de nuevo gente, interrompió la redución. Sintieron mucho el marqués de Mondéjar y el Conde esta desorden, y mandando el Marqués prender a Bernardino de Villalta, fuera castigado rigurosamente si no se descargara con que había hallado gente de guerra en aquel lugar, y con algunas otras causas, al parecer justificadas; por donde las indefensas mujeres perdieron su libertad y fueron vendidas por esclavas.

Capítulo XXXVI

De las diferencias que hubo en la ciudad de Almería entre los capitanes sobre el partir de la cabalgada de Inox
     Tenía don García de Villarroel comisión del marqués de Mondéjar para todas las cosas tocantes a la guerra en la ciudad de Almería; y como no se le revocase por la cédula de su majestad, que don Francisco de Córdoba llevó, pretendía pertenecerle la jurisdición civil y criminal, y por el consiguiente, el repartir de la presa de Inox. Por otra parte don Francisco de Córdoba, usando de las preeminencias como capitán general, quería que se hiciese todo por su orden, y pretendía ser suyo el quinto y el diezmo de la presa. Andando pues en estas competencias, don Francisco de Córdoba, que no quería que se dijese dél cosa que oliese a cudicia, dejó a don García de Villarroel que hiciese el repartimiento, y aun se lo requirió por escrito; el cual, cuando hubo sacado el quinto y el diezmo aparte, proveyó un auto, al parecer justificado, en que declaró que por cuanto los soldados de la costa del reino de Granada de tiempo inmemorial tenían merced de los quintos de las cabalgadas, y los capitanes generales no estaban en costumbre de llevar los diezmos, se depositase lo uno y lo otro en poder del depositario general de aquella ciudad hasta que su majestad mandase lo que se había de [251] hacer dello en la presente ocasión. Desto se enojó don Francisco de Córdoba, y haciendo poco caso de aquel auto, mandó al capitán Bernardino de Quesada que con los soldados de su compañía fuese a la casa donde estaban recogidas las esclavas y las llevase a las atarazanas; y llevándolas, no con pequeño escándalo, las repartió él por su persona, sacando primero el quinto y el diezmo. De aquí pudiera suceder grande mal, por estar la gente toda repartida en dos voluntades y haber algunos que quisieran que don García de Villarroel se pusiera en defenderlo; mas al fin miró por su cabeza, temiendo la indignación de su majestad. En este tiempo los del consejo de guerra, pareciéndoles que no convenía que para un mesmo efeto hubiese dos cabezas en la ciudad de Almería, despacharon cédula, mandando a don García de Villarroel que obedeciese a don Francisco de Córdoba en todas las cosas tocantes a la guerra, y su majestad le hizo merced del quinto de las esclavas, que estaba depositado, y de la que se captivasen; mas venida la ley, luego salió la duda, porque don Cristóbal de Benavides, hermano de don García de Villarroel, que tenía en Almería trecientos soldados que había llevado a su costa, pretendiendo que no se había de entender con él ni con su gente aquella cédula, no acudía a las órdenes de don Francisco de Córdoba, y si alguna cabalgada hacía, no se la ponía en las manos ni le daba parte della, de donde vinieron a tener descontentos y a darse poco gusto. Por otra parte el marqués de los Vélez, que no holgaba de ver a don Francisco de Córdoba en el partido que le había sido cometido, no dejaba de dar calor a los dos hermanos, y lo mesmo el marqués de Mondéjar, como dueño del negocio, mayormente cuando entendió, por unas informaciones que don García de Villarroel le envió, como en los bandos que se echaban en Almería don Francisco de Córdoba se hacía llamar capitán general. Menudeando pues quejas por vía de agravio de todas partes, vino a estar don Francisco de Córdoba tan mohíno, que así por esto como por su indisposición, suplicó a su majestad le diese licencia para irse a su casa, y se la dio por carta de 28 de febrero, en que decía: «Vista la instancia con que nos pedís licencia para iros a vuestra casa, hemos tenido por bien de dárosla; y así, podréis ir a ella cuando os pareciere; que al marqués de los Vélez hemos escrito que envíe a esa ciudad la gente que le pareciere que será menester». Y por otra de la mesma data envió a mandar al cabildo de la ciudad y al alcaide de la fortaleza y a don García de Villarroel que obedeciesen las órdenes del marqués de los Vélez. Recebidas estas cartas en 6 días del mes de marzo, don Francisco de Córdoba se fue luego de Almería, y el marqués de los Vélez envió comisión a don García de Villarroel para todos los negocios de guerra civiles y criminales; y quedando solo en Almería, lo primero que hizo fue ahorcar a Francisco López, alguacil de Tavernas, que estaba todavía preso; mandó subir dos piezas de artillería y algunas municiones a la fortaleza, de las que habían traído de Cartagena las galeras; dio orden en algunos reparos necesarios en los muros y hizo una plaza de armas en la Almedina. Y saliendo don Cristóbal de Benavides algunas veces a hacer entradas por aquellas sierras, se trajeron muchas y muy buenas presas de esclavas, ganados y otros bastimentos a la ciudad, y se mataron muchos moros; aunque no fueron pequeñas las desórdenes que los soldados desmandados hicieron en los lugares reducidos.

Capítulo XXXVII

Cómo su majestad acordó de enviar a Granada a don Juan de Austria, su hermano, y de otras provisiones que se hicieron estos días
     Mientras estas cosas se hacían en el reino de Granada, ¿quién podrá decir las diferencias de relaciones que iban al consejo de su majestad, cargando a unos y descargando a otros? Estaba todavía don Alonso de Granada Venegas en la corte, esforzando el negocio de la redución con muchas razones, y era tan mal oído de algunos de los del Consejo, que apenas sabía por donde poderles entrar, que no les hallase los pechos llenos de contradición; y no hallando otro mejor medio, decía que su majestad hiciese merced a aquel reino de irle a visitar por su persona, porque con su presencia se allanaría todo, pararían las desórdenes, temerían los malos, y ternían seguridad los que deseaban quietud, y cesarían tantas muertes, robos y fuerzas como había en él, poniendo por ejemplo que los Reyes Católicos habían hecho otro tanto en las rebeliones pasadas, y las habían apaciguado luego. Mas aun esto, que les pudiera ser de algún provecho en lo de adelante, no lo merecieron las culpas de aquellos malaventurados, pareciendo al Consejo que ni era conveniente a la autoridad de un príncipe tan poderoso, ni daban lugar a ello las grandes ocupaciones de negocios que ocurrían de otras partes. Concurrieron en que su majestad no debía hacer mudanza el cardenal don Diego de Espinosa, por quien corrían estos negocios, y la mayor parte de los del Consejo; mas juntamente con esto fueron de parecer que fuese a Granada don Juan de Austria, su hermano, mancebo de grande esperanza, y que con su autoridad se formase en aquella ciudad un consejo de guerra, y en él se proveyesen todas las cosas de aquel reino, con que no se determinase en el mesmo punto sin consultarlo con el supremo consejo: adición grande, que causó inconveniente por la dilación que después hubo en cosas que requerían brevedad y resolución precisa. Resuelto pues su majestad en que don Juan de Austria fuese a Granada, hizo dos provisiones, una a don Luis de Requesenes, comendador mayor de la orden de Santiago en el partido de Castilla, que estaba por embajador en Roma y era teniente de capitán general de la mar por don Juan de Austria, que con las galeras de su cargo que había en Italia y el tercio de los soldados viejos españoles de Nápoles viniese luego a España, y juntándose con don Sancho de Leiva, estorbasen el pasaje de bajeles de Berbería y proveyesen por mar los presidios de nuestra costa; y otra al marqués de Mondéjar, mandándole por carta de 17 de marzo que, dejando en la Alpujarra dos mil infantes y trecientos caballos a orden de don Francisco de Córdoba, o de don Juan de Mendoza, o de don Antonio de Luna, el que dellos le pareciese, con toda la otra gente de su campo se viniese a Granada, porque había acordado que don Juan de Austria, su hermano, fuese allí para los negocios de aquel reino, y convenía que estuviese cerca de su persona por la mucha noticia que dellos tenía. Esta provisión, divulgada antes de ser puesta en [252] ejecución, causó mucho daño, porque los soldados, aguardando la venida de un príncipe de tanta autoridad, y no curando ya de las salvaguardias de los lugares de moriscos, se desmandaron a hacer entradas en los pueblos reducidos, alteraron la tierra, armaron los enemigos y pagaron muchos dellos con las vidas; y lo que peor es, que los mesmos que iban con orden eran los que hacían las mayores desórdenes, como adelante diremos. Ordenose también al marqués de los Vélez que, guardando las órdenes que don Juan de Austria le diese, enviase luego a Granada relación del estado en que estaban las cosas de aquel partido, para que mejor pudiese dar orden en lo que convendría al bien y pacificación de aquel reino. Muchos hubo que entendieron que esta ida de don Juan de Austria a Granada había de ser para descomponer, con autoridad honrosa, a los dos marqueses; mas el fin de su majestad no fue otra cosa sino que, juntándose con él el duque de Sesa, el marqués de Mondéjar, Luis Quijada, presidente de Indias, el presidente don Pedro de Deza y el arzobispo de Granada, cuando ocurriesen negocios de conciencia buscasen los mejores medios para allanar la tierra, si fuese posible, sin rigor de guerra, considerando que los unos y los otros todos eran sus vasallos. Mas tampoco hubo conformidad en esto; que Dios no quería que la nación morisca quedase en aquel reino.

Capítulo XXXVIII

Cómo mataron los moriscos que estaban presos en la cárcel de chancillería
     Estábanse todavía presos en la cárcel de chancillería los moriscos del Albaicín que el Presidente, tomando aviso de su ofrecimiento, había hecho encarcelar, como dijimos en el capítulo quinto del libro tercero desta historia; y como creciese cada hora más la indignación en la gente de la ciudad contra la nación morisca, por ver los incendios, muertes y crueldades que hacían, no faltó ocasión para degollarlos a todos dentro de la cárcel. Hubo algunos contemplativos que les pareció cosa acordada entre los superiores ministros de la justicia, para con castigo ejemplar poner temor a los demás, de manera que no se osasen rebelar; mas según lo que después se averiguó con mucho número de testigos, la causa de aquellas muertes fue la que agora diremos. Habíase divulgado una fama en Granada, diciéndose que Aben Humeya hacía instancia con los del Albaicín que le acudiesen con gente para acrecentar su campo, y daría vista a la ciudad y haría algún buen efeto; y que algunos se le habían ofrecido en haciéndoles señal de su venida desde la falda de Sierra Nevada con fuego de parte de noche; y demás de acudirle, habían ofrecídole que pornían en libertad a su padre y hermano, que estaban presos en la cárcel de chancillería, y a los moriscos que estaban presos con ellos. Con esta sospecha andaba la gente recatada, y se tenía especial cuidado con las centinelas y rondas del Albaicín y de la ciudad, y cada noche se juntaban los caballeros capitanes y ciudadanos honrados en el cuerpo de guardia que se hacía en las casas de la Audiencia y en la sala del Presidente, donde su negocio era tratar desta sospecha, como acontece muy de ordinario cuando hay que temer o desear. Estando pues en buena conversación una noche, que fue jueves a 17 días del mes de marzo, don Jerónimo de Padilla bajó del Albaicín, y se llegó al Presidente y le dijo de manera que nadie le pudo oír, como en una ladera de Sierra Nevada se habían visto fuegos que parecían señales, y que de ciertas ventanas y terrados del Albaicín habían respondido con otras lumbres; y aunque disimuló porque los que allí estaban no se alborotasen, no tardó mucho que don Juan de Mendoza Sarmiento, que estaba alojado en el Albaicín, y era cabo de la gente de guerra que allí había, le envió el mesmo aviso con Bartolomé de Santa María, cuadrillero, que le dio el recaudo que todos lo pudieron oír. Entonces dijo el Presidente que era bien apercebir la gente, por si hubiese algo, no los tomase descuidados; y sospechando que debían de querer juntarse para soltar los moriscos que tenía presos en la cárcel, mandó al proprio Bartolomé de Santa María que fuese a ver el recaudo que tenían, y si estaban con don Antonio de Válor y don Francisco, su hijo, un alguacil y seis soldados que les tenían puestos de guardia, y que dijese al alcaide de la cárcel de su parte que no se descuidase con los presos. Con este aviso tan particular llamó el alcaide algunos amigos y deudos suyos, y les rogó que le acompañasen aquella noche con sus armas, y buscando las que pudo haber prestadas, las repartió entre los cristianos que estaban presos. Estando pues todos prevenidos, la vela de la Alhambra, que estaba en la torre de la Campana, que otros llaman del Sol, acertó a tocar el cuarto de la modorra más tarde y más apresuradamente que otras veces, repicando a menudo, como si tocara a rebato; y creyendo que lo era, toda la ciudad se alborotó. También se alborotaron los cristianos de la cárcel, y los moriscos juntamente, teniendo algún aviso o sospecha; y fue de manera el alboroto, que vinieron a las manos. Los moriscos peleaban con piedras, ladrillos y palos que sacaban de los calabozos, y los cristianos con las armas que el alcaide les había dado, o con los mástiles de los grillos, procurando cada cual deshacer la pared que le venía más a mano para sacar materia; que arrojar a su enemigo. Acudiendo pues el alcaide, se renovó la pelea con muertes y heridas de entrambas partes, sin que en más de dos horas se sintiese fuera. Contábanos después el corregidor Juan Rodríguez de Villafuerte que, estando él reposando sobre una silla en la sala de la Audiencia que responde a la cárcel, había sentido gran ruido, y que salió corriendo a las ventanas que salen a la plaza Nueva, y como vio los soldados del cuerpo de guardia sosegados, tornó a sentarse; y dende a poco rato, oyendo el mesmo ruido, y pareciéndole que era en la cárcel, envió allá un soldado, que volvió a decirle como andaban los presos revueltos, peleando los moros con los cristianos, y que unos decían «viva la fe de Jesucristo», y otros «viva Mahoma»; y que había ido luego a dar aviso al Presidente, el cual mandó que la compañía de infantería que hacía cuerpo de guardia en la plaza Nueva cercase la cárcel, porque no se fuesen los presos. Mas ya a este tiempo la gente de la ciudad había acudido al rebato y muchos soldados a las vueltas; y entrando en la cárcel, combatían los calabozos y otros aposentos, donde los moriscos se habían retirado para defenderse; muchos de los cuales, declarando lo que tenían en el pecho, invocaban la seta. Otros, como desesperados, que ni querían carecer de culpa ni [253] excusar la muerte en aquella última hora de su vida, juntando esteras, tascos y otras cosas secas que pudiesen arder, se metían entre sus mesmas llamas, y las avivaban, para que, ardiendo la cárcel y la audiencia, pereciesen todos los que estaban dentro. Mas aun esto no pudieron ver, porque los cristianos apagaron el fuego, y entre polvo y humo los mataron a todos, sin dejar hombre a vida, sino fueron los dos que defendió la guardia que tenían. Duró la pelea siete horas, y murieron ciento y diez moriscos que estaban presos, y muchos dellos se hallaron estar retajados; las culpas de los cuales debieron ser mayores de lo que aquí se escribe, porque después pidiendo las mujeres y hijos de los muertos sus dotes y haciendas ante los alcaldes del crimen de aquella Audiencia, y saliendo el fiscal a la causa, se formó proceso en forma; y por sentencias de vista y revista fueron condenados, y aplicados todos sus bienes al real fisco. Murieron cinco cristianos en esta refriega y hubo diez y siete heridos, y el alcaide fue bien aprovechado de los despojos de los muertos, porque como eran gente rica, tenían buena cantidad de dineros consigo. A este rebato acudió el conde de Tendilla cuando ya era de día, y estando diciendo al Presidente que quería ir a poner algún remedio en la cárcel, llegó el licenciado Pero López de Mesa, alcalde del crimen de aquella audiencia, que venía de la cárcel, y dijo que no había para qué ir allá, porque ya los moriscos quedaban muertos. No mucho después mandó su majestad llevar a don Antonio y a don Francisco de Válor, su hijo, donde les dio con que poderse sustentar, porque pareció no ser culpados en el rebelión, sino que el alcaide mayor de Osuna los había prendido viniendo del puerto de Santa María, donde estaban las galeras, a Granada, con orden. Este mesmo día el conde de Tendilla, queriendo poner en efeto lo que mucho deseaba, que era juntar gente y salir en campaña a la parte de Bentomiz, envió a llamar al capitán Lorenzo de Ávila, que con la gente de las siete villas estaba alojado en los lugares de Béznar, Alfacar y Cogollos; y teniendo apercebida la que había en Granada y los lugares de la Vega, la Audiencia y la ciudad lo contradijeron, y paró con enviar a don Juan de Mendoza Sarmiento a Órgiba con trecientos hombres de la gente de las villas. En el siguiente libro diremos la causa por que no se prosiguió en la redución, y cómo se tornaron a alzar todos los lugares de la Alpujarra que ya estaban reducidos.

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