Libro quinto
Capítulo I
Cómo el marqués de
Mondéjar formó su campo contra los rebeldes
Estaban
en este tiempo los ciudadanos de Granada confusos y muy turbados, casi
arrepentidos del deseo que habían tenido de ver levantados los moriscos, por
las nuevas que cada hora venían de las muertes, robos e incendios que inician
por toda la tierra; y cansados los juicios con estos cuidados, perdida algún
tanto la cudicia, solamente pensaban en la venganza. El marqués de Mondéjar
daba priesa a las ciudades que le enviasen gente para salir en campaña, porque
en la ciudad no había tanta que bastase para llevar y dejar, certificándoles
que de su tardanza podrían resultar grandes inconvenientes y daños, si los
rebelados, que estaban hechos señores de la Alpujarra y Valle, lo
viniesen también a ser de los lugares de la Vega , por no haber cantidad de gente con que
poderlos oprimir, antes que sus fuerzas fuesen creciendo con la maldad.
Habiendo pues llegado las compañías de caballos y de infantería de las ciudades
de Loja, Alhama, Alcalá la Real ,
Jaén y Antequera, y pareciéndole tener ya número suficiente con que poder salir
de Granada, partió de aquella ciudad lunes a 3 días del mes de enero del año de
1569, dejando a cargo del conde de Tendilla, su hijo, el gobierno de las cosas
de la guerra y la provisión del campo; y aquella tarde caminó dos leguas
pequeñas, y fue al lugar de Alhendín, donde se alojó aquella noche, y
recogiendo la gente que estaba alojada en Otura y en otros lugares de la Vega , la mañana del siguiente
día caminó la vuelta del Padul, primer lugar del valle de Lecrín, pensando
rehacer allí su campo. Llevaba dos mil infantes y cuatrocientos caballos, gente
lúcida y bien armada, aunque nueva y poco disciplinada. Acompañábanle don
Alonso de Cárdenas, su yerno, que hoy es conde de la Puebla , don Francisco de
Mendoza, su hijo, don Luis de Córdoba, don Alonso de Granada Venegas, don Juan
de Villarroel, y otros caballeros y veinte y cuatros, [220] y Antonio Moreno y
Hernando de Oruña, a quien su majestad había mandado que asistiesen cerca de su
persona por la prática y experiencia que tenían de las cosas de guerra, y otros
muchos capitanes y alféreces, soldados viejos entretenidos con sueldo ordinario
por sus servicios. De Jaén iba don Pedro Ponce por capitán de caballos, y
Valentín de Quirós con la infantería. De Antequera Álvaro de Isla, corregidor
de aquella ciudad, y Gabriel de Treviñón, su alguacil mayor, con otras dos
compañías. Capitán de la gente de Loja era Juan de la Ribera , regidor; de la de
Alhama, Hernán Carrillo de Cuenca, y de Alcalá la Real , Diego de Aranda. Iba
también cantidad de gente noble popular de la ciudad de Granada y su tierra, y
las lanzas ordinarias, cuyos tenientes eran Gonzalo Chacón y Diego de Leiva y
la mayor y mejor parte de los arcabuceros de la ciudad, cuyos capitanes eran
Luis Maldonado, y Gaspar Maldonado de Salazar, su hermano. Con toda esta gente
llegó el marqués de Mondéjar aquella noche al lugar del Padul, y antes de
entrar en él salieron los moriscos más principales a suplicarle no permitiese
que los soldados se aposentasen en sus casas, ofreciéndole bastimentos y leña
para que se entretuviesen en campaña, porque temían grandemente las desórdenes
que harían; y aunque el Marqués holgara de complacerles, no les pudo conceder
lo que pedían, porque el tiempo era asperísimo de frío, la gente no pagada, y
acostumbrada a poco trabajo, y se les hiciera muy de mal quedar de noche en
campaña; y diciendo a los moriscos que tuviesen paciencia, porque sola una
noche estaría allí el campo, y que proveería como no recibiesen daño, los
aseguró de manera, que tuvieron por bien de recoger y regalar a los soldados en
sus casas aquella noche, aunque no la pasaron toda en quietud, por lo que
adelante diremos.
Cómo estando el marqués
de Mondéjar en el Padul, los moros acometieron nuestra gente, que estaba en
Dúrcal, y fueron desbaratados
La
propria noche que el marqués de Mondéjar llegó con su campo al lugar del Padul,
los moros acometieron el lugar de Dúrcal, una legua de allí, donde estaban
alojados el capitán Lorenzo de Ávila con las compañías de las siete villas de
la jurisdición de Granada, y el capitán Gonzalo de Alcántara con cincuenta
caballos. No pudo ser este acometimiento tan secreto, que dejasen de tener
aviso los capitanes, porque el mesmo día que el marqués de Mondéjar salió de
Granada, los soldados de aquel presidio habían tomado dos espías, al uno de los
cuales hallaron quebrando los aderezos de un molino, donde se molía el trigo
para las raciones de los soldados, y el otro era un muchacho hijo de
cristianos, criado desde su niñez entre moriscos y hecho a sus mañas, que le
enviaba Miguel de Granada Xaba, capitán de los moros del Valle, a que espiase
la cantidad de la gente que había en aquel lugar y el recato con que estaban.
El espía que fue preso en el molino jamás quiso confesar, aunque le hicieron
pedazos en el tormento; el muchacho, a persuasión del doctor Ojeda, vicario de
Nigüeles, que era el que le había hecho prender, entre ruego y amenazas, vino a
confesar y declarar todo el hecho de la verdad, y el efeto para que los habían
enviado. Este dijo que los de las Albuñuelas habían hecho reseña cuando se
quisieron alzar, y que se habían hallado docientos tiradores escopeteros y
ballesteros entre ellos, y trecientos con armas enhastadas y espadas; que los
moriscos forasteros y monfís habían quemado la iglesia, y que después se habían
arrepentido los vecinos, viendo que los del Albaicín y de la Vega se estaban quedos; y que
queriéndose tornar a sus casas por consejo del alguacil, se lo habían estorbado
otros de los alzados, diciéndoles que no era ya tiempo de dar excusas ni de
pedir perdón, porque los cristianos no les creerían ni se fiarían más dellos,
viendo la señal que habían dado; y que el alcaide Xaba había juntado de los
lugares de Órgiba y del Valle, y de Motril y Salobreña mucha cantidad de moros,
y entre ellos más de seiscientos tiradores, para ir a dar sobre el lugar de
Dúrcal, y que sin falta daría la siguiente noche sobre él. Con este aviso fue
luego aquella tarde el capitán Lorenzo de Ávila al marqués de Mondéjar, y llevó
el muchacho consigo; y siendo ya bien de noche, se volvió a su alojamiento con
cuidado de lo que podía suceder, y en llegando hizo echar bando que ningún
soldado quedase desmandado por las casas; que todos se recogiesen a la iglesia,
donde estaba el cuerpo de guardia. Reforzó las postas y centinelas, y puso
otras de nuevo donde le pareció ser necesarias; y el capitán Gonzalo de
Alcántara apercibió la caballería, que estaba alojada en Margena, que es un
barrio cerca de Dúrcal, para que en sintiendo dar al arma, saliesen tocando las
trompetas desde el alojamiento hasta una haza llana delante de la plaza de la
iglesia; porque este hombre experimentado entendió el efeto que se podría
seguir animando a los soldados y desanimando a los enemigos, con ver que
tocaban las trompetas hacia donde estaba el campo del marqués de Mondéjar, que
de necesidad habían de presumir que venía socorro. Andando pues los animosos
capitanes haciendo estas prevenciones y apercibimientos, el Xaba, que no
dormía, venía caminando a más andar cubierto con la escuridad de la noche, y
llegando cerca del lugar, repartió seis mil hombres que traía en dos partes:
con los tres mil fue en persona a tomar un barranco muy hondo que se hace entre
el Padul y el barrio de Margena, por donde había de ir el socorro de nuestro
campo; los otros tres mil envió con otros capitanes, para que unos acometiesen
por el camino que va entre Margena y Dúrcal, y otros por otra parte hacia la
sierra, ordenándoles que excusasen todo lo que pudiesen el salir a lo llano,
porque los caballos no se pudiesen aprovechar dellos. Desta manera llegaron dos
horas antes que amaneciese con un tiempo asperísimo de frío y muy escuro.
Nuestras centinelas los sintieron, aunque tarde; y tocando arma, con estar
apercebidas, casi todos entraron a las vueltas en el lugar, no siendo menor el
miedo de los acometedores que el de los acometidos. Los capitanes, que andaban
a esta hora requiriendo las postas, acudieron luego a hacer resistencia; mas
presto se hallaron solos. Lorenzo de Ávila se opuso contra los que venían a
entrar de golpe por una haza adelante con sola una espada y una rodela, y los
fue retirando con muertes y heridas de muchos dellos; y siendo herido de saeta,
que le atravesó entrambos muslos, fue socorrido y retirado a la iglesia.
Gonzalo de Alcántara se puso a la parte del camino de Margena a resistir un [221] gran golpe de enemigos
que venían entrando por allí; y fue tanta la turbación de nuestra gente en
aquel punto, que ni bastaban ruegos ni amenazas para hacerles salir de la
iglesia, como si la aspereza y tenebrosidad de la noche fuera más favorable a
los enemigos que a ellos; y para castigo de semejante flaqueza no dejaré de
decir que hubo muchos que, soltando las armas ofensivas, se metieron huyendo en
la iglesia, tomando por escudo otros, para que los moros no los matasen a ellos
primero; ni menos callará mi pluma el valor de los animosos capitanes y
soldados que pusieron el pecho al enemigo por el bien común, acudiendo, no
todos juntos, que hicieran poco efeto, por ser muchas las entradas, sino cada
uno por su parte, y reparando con su mucho valor un gran peligro; porque, los
moros, hallando aquella resistencia y sintiendo grande estruendo de armas, no
creyendo que eran de la gente que huía, sino de la que se aparejaba contra
ellos, aflojaron su furia, y aun se comenzaron a retirar. A este tiempo el
capitán Alcántara, viendo que Lorenzo de Ávila, herido como estaba, procuraba
sacar la gente de la iglesia animándolos a la pelea, con doce o trece soldados,
que no le siguieron más, volvió a su puesto, porque los enemigos daban de nuevo
carga por allí. Acudiéronle también ocho religiosos, cuatro frailes de San
Francisco y cuatro jesuitas, diciendo que querían morir por Jesucristo, pues
los soldados no lo osaban hacer; mas no se lo consintió, rogándoles de parte de
Dios que haciendo su oficio, acudiesen a esforzar la gente que estaba a las
bocas de las calles que salían a la plaza, porque no las desamparasen. Viendo
pues los moros que no eran seguidos; tornaron a hacer su acometimiento, y
adelantándose uno con una bandera en la mano, llegó a reconocer la plaza por
junto a un mesón que estaba a la parte del cierzo; y como no vio gente por
allí, comenzó a dar grandes voces en su algarabía, diciendo a los compañeros
que allegasen, porque los cristianos habían huido. A esto acudió Gonzalo de
Alcántara, y emparejando con el moro de la bandera, le hirió con la espada en
el hombro izquierdo, y dio con él muerto en tierra; mas cargando sobre él otros
que venían detrás, le hubieran muerto, si no fuera por las armas y por una
adarga que llevaba embrazada, y con todo eso le dieron una estocada en el
rostro y le derribaron de espaldas en el suelo, con otros muchos golpes que
recibió sobre las armas. No le faltó en este tiempo el favor de un buen
soldado, llamado Juan Ruiz Cornejo, vecino de Antequera, que le acudió, y no
dio lugar a que los moros le acabasen de matar; antes con sola la espada en la
mano y la capa revuelta al brazo le defendió, y mató dos moros de los que más
le aquejaban. Levantándose pues Gonzalo de Alcántara, volvió con mayor saña a
la pelea; y llegando a él un fraile francisco con un Cristo crucificado en la
mano diciéndole: «Ea, hermano, veis aquí a Jesucristo, que él os favorecerá»;
estándoselo mostrando, y diciendo estas y otras palabras, le dio uno de
aquellos herejes con una piedra en la mano tan gran golpe, que se lo derribó en
el suelo. Creció tanto la ira a Gonzalo de Alcántara viendo un tal hecho, que
se metió como un león entre aquellos descreídos, y acompañado de su buen amigo
Cornejo, mató al moro que había tirado la piedra y otros que le quisieron
defender y alzando el crucifijo del suelo, lo puso en las manos del fraile,
jurando por aquella santa insignia que había de pasar por la espada aquella
noche todos cuantos herejes le viniesen por delante. No estaba ocioso en este
tiempo el capitán Alonso de Contreras, que también estaba de presidio en este
lugar con una compañía de gente de Granada; mas no le sucedió tan felicemente
como a los demás, porque defendiendo la entrada de una calle, fue herido de
saeta con yerba, de que murió. También murió Cristóbal Márquez, alférez de
Gonzalo de Alcántara, peleando como esforzado. Estando pues nuestra gente en
harto aprieto, y bien necesitada de ánimo, si los enemigos le tuvieran para
proseguir su empresa, la caballería, que había tardado en salir de su
alojamiento, comenzó a entrar por las calles, y no pudiendo romper, porque
estaban llenas de moros, salió lo mejor que pudo al campo tocando las
trompetas. Este aviso fue importante y valió mucho a los nuestros, porque el
Xaba, que estaba en el barranco entre Dúrcal y el Padul, creyendo que la
caballería del campo del marqués de Mondéjar había pasado de la otra parte, o
que estaba alojado en Dúrcal, comenzó a dar grandes voces a su gente diciendo:
«A la sierra, a la sierra; que los caballos vienen sobre nosotros»; y luego
dieron todos los unos y los otros vuelta. A este tiempo habían sentido las
centinelas del campo disparar arcabuces en Dúrcal, y siendo avisado dello Antonio
Moreno, que andaba rondando, había dado noticia al marqués de Mondéjar; el cual
sospechando lo que podría ser por la relación que tenía, mandó recoger la gente
a gran piesa, y enviando delante a Gonzalo Chacón con las lanzas de la compañía
del conde de Tendilla, que estaba a su cargo, salió en su seguimiento con la
otra caballería, dejando orden a Antonio Moreno y a Hernando de Oruña, que
servían de superintendentes de la infantería, que marchasen a la sorda con
todas las compañías la vuelta de Dúrcal; mas ya cuando el marqués de Mondéjar
llegó eran idos los moros, y nuestra gente estaba algo temerosa en la plaza de
la iglesia, blasonando de la vitoria algunos que no merecían el prez ni el
premio della. Murieron aquella noche veinte soldados, y hubo muchos heridos,
aunque no todos por mano de los enemigos; antes se mataron y hirieron unos a
otros, saliendo con la escuridad de la noche y encontrándose por las calles, y
estos eran de los que se habían quedado sin orden fuera del cuerpo de guardia,
que no se habían querido recoger a las banderas. Llegado el marqués de Mondéjar
a Dúrcal, agradeció mucho a los capitanes lo bien que lo habían hecho, y mandó
llevar los heridos a Granada para que fuesen curados; y para aguardar la gente
que le iba alcanzando, y los bastimentos y municiones que el conde de Tendilla
enviaba de Granada, se detuvo cuatro días en aquel alojamiento, porque no le
pareció entrar menos que bien apercebido en la Alpujarra.
El
capitán Xaba volvió medio desbaratado a Poqueira con pérdida de docientos
moros; y Aben Humeya, que le estaba aguardando para tras de aquel efeto hacer
otros mayores, viéndole ir de aquella manera, quiso cortarle la cabeza; mas él
se desculpó, diciendo que si había retirado la gente había sido porque entendió
que la caballería del marqués de Mondéjar había pasado por otra parte el
barranco y tomádole lo [222] llano; y que lo que él había hecho, hiciera cualquier hombre
atentado, oyendo tocar tantas trompetas hacia la parte donde estaba el enemigo.
Y no dejaba de tener alguna razón el moro, porque demás de las trompetas de la
compañía de Gonzalo de Alcántara, que salieron de Margena, había mandado el
marqués de Mondéjar que se adelantasen dos trompetas, y fuesen solas tocando la
vuelta de Dúrcal, para que los nuestros entendiesen que les iba socorro; y como
no había visto el Xaba pasar caballos aquella tarde, entendiendo que todos
debían de estar alojados en Dúrcal, quiso retirarse con tiempo antes que le
atajasen, porque los tres mil hombres que tenía consigo eran ruin gente y
desarmada, que solamente llevaban hondas para tirar piedras y algunas
lanzuelas; y si los caballos los hallaran en tierra llana, no dejaran hombre
dellos a vida.
Cómo la gente de Almería
salió a reconocer los moros que se habían puesto en Benahaduz, y cómo después
volvió sobre ellos y los desbarató
A
gran priesa se juntaban los moros de la comarca de la ciudad de Almería para ir
a cercarla; y demás de los que dijimos que se habían puesto en Benahaduz, había
ya otros recogidos en el marchal de la
Palma , cerca de allí, para juntarse con ellos, cuando don
García de Villarroel, queriendo hacer el efeto de reconocerlos y ver el sitio
que tenían y por dónde se les podría entrar, salió de Almería con cuarenta
soldados arcabuceros y treinta caballos, y dejando atrás los peones, se adelantó
con la gente de a caballo; y para haber de hacer el reconocimiento entre paz y
guerra, sin que sospechase aquella gente tan conocida y vecina el intento que
llevaba, envió delante un regidor de aquella ciudad, llamado Juan de Ponte, a
que les preguntase la causa de su desasosiego, y reconociese qué gente era, y
la orden que tenían en el asiento de su campo. El regidor llegó tan cerca de
los moros, que pudo muy bien preguntarles lo que quiso, y con seguridad, por ir
solo; y cuando le hubieron oído, le respondieron soberbiamente que volviese a
su capitán y le dijese que otro día de mañana, cuando tuviesen puestas sus
banderas en la plaza de Almería, le darían razón de lo que deseaba saber. Y
como les tornase a replicar, aconsejándoles que dejasen las armas y se
redujesen al servicio de su majestad, que era lo que más les convenía, algunos
dellos le comenzaron a deshonrar, llamándole perro judío, y diciéndole que ya
era todo el reino de Granada de moros, y que no había más que Dios y Mahoma.
Con esto volvió Juan de Ponte al capitán, el cual tornó a enviarles otro
recaudo con el maestrescuela don Alonso Marín, a quien los moriscos de aquella
tierra tenían mucho respeto; el cual llamó algunos conocidos, y les rogó que
dejasen el camino de perdición que llevaban. Y viendo que era tiempo perdido
aconsejarles bien, se retiró, y don García de Villarroel se les fue acercando
lo más que pudo en son de guerra, para ver qué tiradores tenían; y como no
tirasen más que con un mosquete y dos o tres escopetas, entendió que se podría
hacer el efeto antes que se juntasen más de los que allí estaban, especialmente
cuando hubo reconocido el sitio que tenían, que, aunque era fuerte, su mesma
fortaleza mostraba ser favorable a nuestra gente; porque si la aspereza de una
senda, por donde se había de subir, impedía el poder llegar de golpe a los
enemigos, esa mesma era defensa para que tampoco ellos pudiesen bajar juntos a
dar en los cristianos. Sobre la mano derecha había otra entrada, por donde se
les podía también entrar, hacia un cerro que estaba junto al de Benahaduz,
lugar áspero para hollar con caballos, y no muy fácil para gente de a pie.
Callando pues su concepto, y diciendo a los moros que en la ciudad los
aguardaba, aunque los tenía por tan ruin gente que no cumplirían su palabra, se
volvió aquel día a Almería, donde halló que le aguardaban con cuidado de saber
lo que se había hecho; que cierto le tenían todos muy grande, por ser poca
gente la que había llevado consigo. Deste reconocimiento llevó don García de
Villarroel determinado de dar a los moros una encamisada la mesma noche al
cuarto del alba; y no se osando declarar, según lo que nos certificó, temiendo
que la justicia y regimiento lo contradiría por el peligro de la ciudad, si por
caso le sucediese alguna desgracia, para tener ocasión de poder salir sin que
se entendiese su desinio, dejó una espía fuera de la muralla entre las huertas
con orden que a media noche hiciese una almenara de fuego, para que viéndola
las centinelas de la ciudad, tocasen arma. Sucedió la ocasión y el efeto
conforme con su deseo; porque en viendo la almenara, toda la ciudad se puso en
arma, y acudiendo también él al rebato, reforzó los cuerpos de guardia; y
siendo ya después de media noche, dijo que quería salir a ver qué rebato había
sido aquel, y si andaban moros en las huertas. Y mandando a los soldados que
saliesen con las camisas vestidas sobre las ropas, para que en la escuridad de
la noche se conociesen, partió de Almería dos horas antes del día con ciento
cuarenta y cinco arcabuceros de a pie y treinta y cinco caballos, y entre ellos
algunos caballeros y gente noble; y andando un rato cruzando de una parte a
otra, por desviarse de las huertas y de los lugares donde le pareció que los
enemigos podrían tener alguna espía o centinela, se arrimó hacia el río, y
cuando vio que ya era tiempo paró el caballo, y haciendo alto, estando toda la
gente junta, les declaró la determinación que llevaba, la causa porque lo había
tenido secreto, la importancia que sería desbaratar los moros que estaban en Benahaduz
antes que se juntasen con ellos los del Marchal de la Palma y otros, que no
podrían dejar de ser muchos; diciendo que él había reconocido los enemigos,
gente desarmada y harto menos de la que se presumía; que el sitio donde estaban
les era más perjudicial que favorable, y que haciendo lo que debían, con el
favor de Dios fuesen ciertos que ternían vitoria, en la cual consistía el
remedio y seguridad de los vecinos de Almería, y los que allí estaban serían
aprovechados de los despojos de los moros en premio de su virtud. No fue
pequeño el contento que recibió nuestra gente cuando supo el efeto a que iban,
y loando mucho aquel consejo, movieron todos alegremente la vuelta de
Benahaduz. En el camino prendieron tres moriscos, de quien supieron como estaban
todavía los moros donde los habían dejado: esto les hizo alargar el paso, y
llegando ya cerca, se repartió la gente en dos partes. Julián de Pereda,
alférez de la infantería, con cien arcabuceros se apartó por una vereda
encubierta [223] sobre la mano derecha,
y se puso en el cerro que está junto con el de Benahaduz, donde estaban los
enemigos alojados, y llevó orden que en sintiendo disparar la arcabucería, que
pelearía por frente, saliese impetuosamente y les diese Santiago; y el capitán
con el resto de la gente, llevando los arcabuceros delante y la caballería de
retaguardia, se fue acercando al enemigo por el camino derecho, y llegó a
descubrir su alojamiento cuando ya esclarecía el alba. A este tiempo las
centinelas de los moros habían ya descubierto el bulto de los soldados que
llevaba Pereda, y como iban bajos y encamisados, y no se recelaban de
cristianos que acudiesen por aquella parte, juzgaron ser ganado ovejuno que
traían algunos moros para provisión del campo, y con esto se aseguraron, hasta
que vieron venir caballos por la otra parte. Entonces comenzaron a dar voces y
a tocar los atabalejos a gran priesa, y se pusieron todos en arma, aunque
confusos, como gente mal prática, que no sabían cuál les sería mejor, salir a
pelear o defenderse. Dejando pues don García de Villarroel la caballería atrás,
como un tiro de honda fuera de un arboleda que llegaba hasta el proprio cerro,
cuyas ramas impedían el efeto de las saetas y piedras que tiraban de arriba,
metió la infantería por debajo de los árboles, y le fue mejorando hasta ponerla
detrás de unas tapias, cerca del vallado de una acequia y de una peña tajada
que había hacia aquella parte, donde se tomaba una angosta senda, la cual
estorbaba también a los moros poder bajar de golpe a hacer acometimiento. Y
cuando le pareció que Julián de Pereda habría llegado a su puesto, sin aguardar
más, mandó que los arcabuceros disparasen por su orden, dando una carga tras de
otra. Solas dos cargas habían dado, y entonces comenzaba la tercera, cuando los
cien soldados hicieron animoso acometimiento por su parte; y como don García de
Villarroel oyó el estruendo de los arcabuces, hizo que los peones subiesen por
el cerro arriba, siguiéndolos la gente de a caballo, y pasaron por una
puentecilla harto angosta, que estaba sobre el acequia. Al principio mostraron
los moros ánimo y hicieron alguna resistencia; mas cuando vieron la otra
arcabucería a las espaldas, creyendo que matas, árboles y piedras todo era
cristianos, como suele acaecer a los tímidos, luego desmayaron. No faltó ánimo
en este punto a Brahem el Cacis, el cual hacía a un tiempo oficio de capitán y
de soldado, peleando por su persona, y esforzando su gente con ruegos y con
amenazas; y cuando vio que todo le aprovechaba poco, apeándose del caballo, con
una lanza en la mano se metió entre los cristianos, y hizo tales cosas, que
algunos le volvieron las espaldas; mas yendo tras de un soldado que le huía,
otro más animoso le salió de través, y le dio un arcabuzazo y le mató. Con la
muerte de su capitán, los pocos moros que hacían armas acabaron de
desbaratarse, poniendo más confianza en los pies que en las manos, y nuestra
gente los siguió, y fueron muertos los que pudieron alcanzar, sin tomar hombre
a vida; solos siete moros fueron presos, que se quedaron metidos en una cueva
en su alojamiento, y los hallaron unos soldados escondidos. De nuestra parte
hubo un solo escudero herido y dos caballos muertos. Perdieron los moros todas
sus banderas, con las cuales y con la cabeza de Brahem el Cacis, en cuyo lugar
sucedió Diego Pérez el Gorri, volvió don García de Villarroel aquel día a la
ciudad de Almería, donde fue alegremente recebido del Obispo y de toda la
clerecía, y del común, chicos y grandes, dando gracias al Omnipotente por tan
buen suceso, mediante el cual los moros perdieron la esperanza que tenían, y se
abrió el camino a otros muchos y buenos efetos. Y bien considerado, Brahem el
Cacis cumplió su palabra, pues su cabeza y sus banderas se vieron en la plaza
de Almería cuando él dijo. Señaláronse este día don Luis de Rojas Narváez,
arcediano de aquella santa iglesia, el dotor don Diego Marín, maestreescuela,
el racionero Paredes, don Alonso Habiz Venegas, Pedro Martín de Aldana, Juan de
Aponte, Francisco de Belvis, y otros muchos escuderos y soldados particulares. Este
don Alonso Habiz Venegas era regidor de Almería y de los naturales del reino,
aunque bien diferente dellos en su trato y costumbres, y los moriscos le
estimaban mucho, por ser fama que venía del linaje de los reyes moros de
Granada; y deseando hacerle rey en este rebelión, le había escrito Mateo el
Rami sobre ello, rogándole de su parte que lo aceptase; el cual tomó la carta y
la llevó al ayuntamiento de la ciudad, y la leyó a la justicia y regidores,
diciéndoles que no dejaba de ser grande tentación la del reinar. Y de allí
adelante vivió siempre enfermo, aunque leal servidor de su majestad, procurando
enriquecer más su fama con esfuerzo y virtud propria que con cudicia y nombre
de tirano. Súpose después de aquellos siete moros que llevaron presos, todo el
intento que tenían de ocupar la ciudad de Almería, y otras muchas cosas que
confesaron en el tormento; y al fin se les dio la soga que andaban buscando,
mandándolos ahorcar de las almenas de la ciudad. Volvamos al marqués de
Mondéjar, que dejamos alojado en Dúrcal.
Capítulo IV
Cómo se fue engrosando
el campo del marqués de Mondéjar, y cómo los moros de las Albuñuelas se
redujeron
En
este tiempo iba juntándose la gente de las ciudades del Andalucía en Granada; y
estando el marqués de Mondéjar en el alojamiento de Dúrcal, llegó don Rodrigo
de Vivero, corregidor de Úbeda y Baeza, con la gente de aquellas dos ciudades.
Iban de Úbeda tres compañías de a trecientos infantes y dos estandartes de a
setenta y cinco caballos. De Baeza eran novecientos y ochenta infantes en
cuatro compañías y cuatro estandartes de cada treinta caballos, toda gente
lucida y bien arreada a punto de guerra, que cierto representaban la pompa y
nobleza de sus ciudades y el valor y destreza de sus personas, ejercitados en
las guerras externas y civiles. Los capitanes eran todos caballeros,
veinticuatros y regidores; la infantería de Úbeda gobernaban don Antonio
Porcel, don Garcí Fernández Manrique y Francisco de Molina; y la caballería don
Gil de Valencia y Francisco Vela de los Cobos. De la infantería de Baeza eran
capitanes Pedro Mejía de Benavides, Juan Ochoa de Navarrete, Antonio Flores de
Benavides y Baltasar de Aranda, que llevaba la compañía de los ballesteros que
llaman de Santiago. De los caballos eran capitanes Juan de Carvajal, Rodrigo de
Mendoza, Juan Galeote y Martín Noguera, y por cabo Diego Vázquez de Acuña,
alférez mayor, con el pendón de la ciudad. De toda esta gente que hemos dicho,
volvieron a Granada [224] las cuatro compañías de caballos de Baeza y la de Francisco de
Molina de Úbeda, porque el conde de Tendilla, que hacía oficio de capitán
general en lugar del Marqués su padre, las pidió para guardia de la ciudad
mientras llegaba otra gente: todas las demás pasaron al campo, y con ellas más
de sesenta caballeros aventureros de los principales de aquellas ciudades, que
sirvieron a su costa toda aquella jornada, hasta que el marqués de Mondéjar les
mandó volver a sus casas. Viendo pues los moriscos de las Albuñuelas que
nuestro campo se iba engrosando, y por ventura temiendo no descargase la
primera furia en ellos, acordaron de aplacar al marqués de Mondéjar con
humildad. Esta embajada llevó Bartolomé de Santa María el alguacil, que dijimos
que les aconsejaba que no se alzasen; el cual, siendo acepto y muy servidor del
Marqués, vino por su mandado a tratar con él este negocio, y le suplicó
admitiese aquellos vecinos debajo la protección y amparo real, y los perdonase,
certificándole que si se habían alzado no había sido con su voluntad, sino
forzados a ello por los monfís y moros forasteros, y que todos estaban con pena
y les pesaba de lo hecho. El Marqués, que deseaba asegurar las espaldas antes
de pasar adelante, holgó de admitirlos, y mandó que les dijese de su parte que
se quietasen, y volviendo a sus casas, procurasen conservarse en lealtad, no
receptando los malos entre ellos: y que le avisasen de todo lo que les
ocurriese, porque haciendo lo que debían como buenos vasallos de su majestad,
los favorecería y no consentiría que se les hiciese agravio. Luego se volvieron
los moriscos al lugar, y el alguacil envió por su beneficiado, que aun estaba
en el Padul, para que asistiese en su iglesia y les dijese misa; mas él paró
poco entre gente tan liviana, que ya se habían comenzado a desvergonzar, y
tanto más viendo que les reprehendía haber puesto las manos en las cosas
sagradas. Finalmente, no se teniendo por seguro, quiso volverse al Padul, y el
alguacil le dio escolta de amigos que le acompañaron. Este morisco anduvo
siempre bien con los cristianos, y, cuando después se puso gente de guerra en
el Padul, hizo con los moriscos de su lugar que llevasen cada semana veinte
cargas de pan amasado de contribución, para que comiesen los soldados, y dio
avisos importantes y ciertos de lo que los moros trataban; mas nunca pudo conservar
el pueblo en lealtad, y no fue merecedor de la muerte que después se le dio ni
del captiverio de su familia, si en alguna manera no lo causaran nuestros
soldados furiosos, teniendo poco respeto a estos servicios, como se dirá en la
destruición que don Antonio de Luna hizo en este lugar. Digamos lo que en este
tiempo hacía el marqués de los Vélez.
Capítulo V
Cómo el marqués de los
Vélez, por los avisos que tuvo, juntó cantidad de gente y entró en el reino de
Granada a oprimir los rebeldes
El
aviso que el presidente don Pedro de Deza envió, la necesidad y peligro grande
que representaban las ciudades de Almería, Baza y Guadix, que todas pedían
socorro, fueron causa que el marqués de los Vélez apresurase su partida antes
de llegarle orden de su majestad para poder entrar con campo formado en el
reino de Granada, ateniéndose a lo que dice una ley tercera, título diez y
nueve de la Segunda
Partida , que deben hacer los vasallos por sus reyes en casos
de rebelión, y aun queriendo satisfacer a la no vana opinión de quien había
hecho elección y confianza de su persona para negocio tan grave y de tanto
peso. Viendo pues que la gente ordinaria de su casa sería poca, y que podría
hacer poco efeto con ella, según iban las cosas encaminadas, y que sería menester
tiempo para recogerla del reino de Murcia, envió a llamar a gran priesa a sus
amigos y vasallos y avisó a algunos pueblos comarcanos a la raya que le
acudiesen. A don Juan Fajardo, su hermano, envió a Lorca, y mientras venía con
la gente de aquella ciudad, atreviéndose a su hacienda, pues no tenía orden de
gastar de la de su majestad, proveyó bastimentos y municiones y todas las cosas
necesarias. Acudiole la gente con tanta presteza, que a 2 días del mes de enero
tenía ya en su villa de Vélez el Blanco dos mil y quinientos infantes y
trecientos caballos. De Lorca vinieron mil y quinientos hombres de a pie y
ciento de a caballo muy bien en orden, como lo suelen siempre estar los de
aquella ciudad. Capitanes desta gente eran Juan Mateo de Guevara, Pedro Helices,
Alonso del Castillo, Martín de Lorita y Luis Ponce. De Caravaca vinieron los
capitanes Andrés de Mora, Hernando de Mora y Pedro Martínez, con trecientos
infantes y veinte caballos; de Moratalla, Juan López, con docientos infantes y
treinta caballos; de Hellín, Pablo Pinero, con ciento y cincuenta infantes y
quince caballos; de Zehegín, Francisco Fajardo, con docientos y cincuenta
infantes y veinte caballos; de Mula, Diego Melgarejo, con docientos infantes.
Con esta gente escogida y voluntaria y la que salió de los Vélez Blanco y Rubio
y de Librilla y Alhama con el capitán Hernando de León, partió el marqués de
los Vélez a 4 días del mes de enero de 1569 años, dejando apercebidos los otros
lugares de aquel reino para que le siguiesen, y fue a poner aquella noche su
campo en la casa del Margen, donde llaman la Boca Oria. En el camino
le alcanzaron este día Jaime Prado y otros caballeros de Orihuela, ciudad del
reino de Valencia, que venían a hallarse con él en la jornada. Allí llegó un
correo del presidente don Pedro de Deza, con cartas en que le decía que había
sido muy buena prevención la que había hecho, y que recogiendo la más gente que
pudiese, procurase entretenerla a costa de los pueblos, como se hacía en los
lugares de la Andalucía ,
mientras venía la orden que se aguardaba de su majestad; mas el marqués de los
Vélez, viendo cuán mal la podía sustentar de aquella manera, y que había de ser
a su costa, tomando por achaque los avisos que de hora en hora tenía, y
juzgando que ningún servicio mayor se podría hacer en aquella coyuntura a su
majestad que socorrer a la necesidad presente, sin aguardar más orden, partió
luego otro día con determinación de dar socorro y calor a la ciudad de Almería,
porque no sabía él la rota de Benahaduz, aunque algunos creyeron haberse dado
tanta priesa para que cuando llegase la orden le tomase dentro del reino de
Granada. Y como después tuviese nueva del desbarate de aquellos moros, viendo
que la ciudad estaba sin peligro, quiso ir sobre el castillo de Gérgal; y
tomando lo alto de aquel valle, se fue a alojar aquella noche al lugar de
Ulula, que es en el río de Almanzora. Allí llegó al campo don Juan Enríquez el
de Baza con [225] cien hombres entre
caballos y peones. Otro día de mañana, partiendo de aquel alojamiento, atravesó
por encima de la sierra de Filabres con un tiempo asperísimo de frío, agua y
viento cierzo, que traspasaba los hombres y los caballos, y caminando siete
leguas por veredas de sierras ásperas y fragosas, fue a alojarse a la villa de
Tavernas, donde se detuvo hasta 13 días del mes de enero, así para que la gente
descansase, como, según él nos dijo, para aguardar orden de su majestad y las
compañías que habían de venir del reino de Murcia. No dejó de ser importante su
estada en aquel lugar, porque los moros de la comarca mientras allí estuvo no
se osaron levantar, como lo hicieron después. Esta entrada del marqués de los
Vélez en el reino de Granada no fue bien recebida, especialmente de los que le
tenían poca afición, aunque el vulgo y los que estaban ofendidos de los moros
se alegraron con ella, entendiendo que lo había de llevar todo por el rigor de
la espada y no reducir los lugares alzados, como lo hacía el marqués de
Mondéjar. De aquí nacieron diferentes opiniones entre la gente noble,
atribuyéndoselo unos a mal y otros a servicio muy señalado. Esta competencia
duró mientras duró la guerra, que cuando unos se alegraban otros se
entristecían, y por el contrario, según los sucesos destos dos generales,
aumentando o diminuyendo sus hechos, como acaece donde envidia o enemistad
reinan; y lo peor era que las relaciones iban a su majestad y a los de su real
consejo tan diferentes, que causaban confusión en las resoluciones que se
habían de tomar.
Capítulo VI
Cómo los moros del
marquesado del Cenote cercaron la fortaleza de la Calahorra , y Pedro Arias
de Ávila la socorrió
Habiendo
entregado Juan de la Torre
las moriscas que tenía en la fortaleza de la Calahorra a sus maridos,
padres y hermanos, como queda dicho, el día de los Reyes se juntaron muchos
monfís y moros de la
Alpujarra con los del marquesado del Cenete, y con veinte y
seis banderas tendidas y muchos escopeteros bajaron de la sierra, y dando
grandes alaridos, entraron en el lugar de la Calahorra , y sin hallar
resistencia, pusieron en libertad a los monfís que el alcalde Molina de
Mosquera tenía presos, y cercaron la fortaleza con más de tres mil hombres, y
sin perder tiempo comenzaron a combatirla, y pasaron tan adelante, que
horadando unas paredes del rebellin, entraron animosamente por ellas, y se
llevaron el ganado y los bagajes que allí había sin que los cristianos se lo
pudiesen defender. Este cerco duró tres días peleando siempre, aunque desde
lejos, con los arcabuces y escopetas. Y el alcaide Juan de la Torre en este tiempo mandó
hacer ahumadas de día, y de noche almenaras, y tiró algunas piezas de
artillería para que la ciudad de Guadix, que está tres leguas de allí el río
abajo, le socorriese. La ciudad lo entendió luego, y se juntó para tratar del
socorro; y aunque hubo diferentes pareceres en el cabildo, Pedro Arias de
Ávila, que era corregidor, se arrimó a los más animosos, y con trecientos
infantes y sesenta caballos que pudo juntar, y los caballeros y ciudadanos
nobles, de que siempre estuvo adornada aquella ciudad, con más ánimo que fuerzas,
por ser tan pocos en comparación de los enemigos, partió de Guadix a 8 días del
mes de enero, y el mesmo día llegó a la Calahorra. Por otra
parte, los moros, viendo ir el socorro, dejaron atrás sus estancias, y
haciéndose todos un tropel, salieron al encuentro en el cuchillo de un cerro
donde está puesta la fortaleza, para defender a los nuestros la entrada de
aquel camino que traían; lugar a su parecer seguro por ser áspero y no poderle
hollar caballos; mas no lo era, por tener a las espaldas un torreón de la
fortaleza, de donde los descubrían y tiraban con los arcabuces y con algunos
esmeriles. Allí aguardaron que llegase la gente de la ciudad, y mientras los
arcabuceros peleaban con los de la vanguardia, los que estaban descubiertos a
la ofensa de la torre desampararon el sitio que tenían, y desordenándose los
unos y los otros, como gente mal plática, dieron todos confusamente a huir la
vuelta de la sierra, por donde los caballos no los pudiesen seguir. Un golpe
dellos entró por el lugar, y poniendo fuego a las casas, quemaron la iglesia;
otros se acogieron a una sierra que está frontero de la fortaleza a la parte de
la Alpujarra ,
y se pusieron en cobro, no sin mucho daño, porque los caballos y algunos
soldados que pudieron seguirlos mataron más de ciento y cincuenta moros, y
hirieron muchos más. Con esta vitoria quedó la fortaleza descercada, y Pedro
Arias de Ávila volvió alegre y vitorioso a Guadix, donde fue muy bien recebido;
y por si los moros tornasen a cercar la fortaleza, dejó dentro al capitán Mellado
con algunos arcabuceros y cantidad de munición.
Capítulo VII
De las diligencias que
el conde de Tendilla hizo para proveer de bastimentos el campo del Marqués su
padre
Luego
como el marqués de Mondéjar partió de Granada, el conde de Tendilla, a cuyo
cargo había quedado la provisión de las cosas de la guerra, envió a las villas
de la jurisdición de aquella ciudad por quinientos hombres de guerra, y los
metió en la fortaleza de la
Alhambra , porque había poca gente dentro; y para que el campo
estuviese bien proveído de bastimentos, demás de los que iban con las escoltas
ordinarias, proveyó dos cosas importantes y muy necesarias. Repartió los
lugares de la Vega
en siete partidos, y mandoles que cada uno tuviese cuidado de llevar diez mil
panes amasados de a dos libras al campo el día que le tocase de la semana, y
que los vendiesen a como pudiesen, sin que se les pusiese tasa en el precio,
por manera que acudiendo cada día diez mil panes al campo, estaba
suficientemente proveído. La otra fue mandar llamar a todos los regatones de la
ciudad que trataban en cosas de bastimentos, y juntándose más de ciento dellos,
les mandó que según el trato de cada uno llevasen al campo tocino, queso,
pescado, vino y legumbres, y otras cosas de provisión, y para que con más
voluntad lo hiciesen, hizo prestarles seis mil ducados por cuatro meses, y les
dio licencia para que pudiesen traer de retorno lo que les pareciese, sin que
incurriesen en pena de contrabando, porque había orden que los que se viniesen
del campo con despojos, los desbalijasen y castigasen. Con esto y con lo que
hallaban los soldados en los lugares por donde iban, estuvo el campo bien
proveído. [226]
Capítulo VIII
Cómo se mandó alojar la
gente de guerra que acudía a Granada en las casas de los moriscos, y el
sentimiento que dello hicieron
Acudía
ya a más andar la gente de las ciudades y villas de la Andalucía que el marqués
de Mondéjar había enviado a apercebir, y la ciudad de Granada se iba hinchendo
de soldados y de caballeros particulares que venían a hallarse en la jornada a
su costa; y el Conde de Tendilla, cuidadoso, de su cargo, no hallando mejor
orden para poderlos regalar y entretener, mandó que los alojasen en las casas
de los moriscos, donde les diesen camas y de comer el tiempo que allí estuviesen,
y a los que no querían comer en sus posadas, les mandaba dar sus contribuciones
en dinero, ordenando a los pagadores que venían con ellos que guardasen el
dinero que traían para adelante, porque deteniendo en la ciudad solamente las
compañías necesarias para la guardia della, todos las demás enviaba luego al
campo del marqués de Mondéjar. Este alojamiento, que comenzó a 9 días del mes
de enero, era la cosa que más temían los moriscos, y la más grave opresión que
se les podía hacer, y ansí lo sintieron extrañamente, no tanto por la costa que
se les hacía, como por ser muy celosos de sus mujeres y hijas, y amigos de su
regalo. Y sintiendo ya su desventura en casa, acudieron luego los principales
del Albaicín con su procurador general al mesmo conde de Tendilla, y viendo el
poco remedio que les daba, acudieron al presidente don Pedro de Deza, y le
significaron con muchas razones los inconvenientes que de aquel alojamiento se
seguían, diciendo que se continuasen las guardas que al principio se habían puesto
en el Albaicín, y si pareciese necesario, se acrecentasen otras a costa de los
moriscos, y que la otra gente de guerra que venía de fuera de la ciudad la
alojasen en las iglesias y en casas yermas, como lo había hecho el marqués de
Mondéjar, y que los moriscos por sus parroquias les llevarían camas y de comer.
Pareciéndole pues al Presidente que se podría hacer lo que decían, mandó a
Jorge de Baeza que fuese al conde de Tendilla y le dijese lo que los moriscos
le habían dicho, y la orden que daban en el alojamiento de la gente de guerra,
y que le parecía que debía tomarse el menor inconveniente, teniendo
consideración a lo de adelante, para que aquel alojamiento se pudiese
conservar, como era razón que se conservase, pues los negocios de la guerra se
alargaban. Con este recaudo fue Jorge de Baeza al conde de Tendilla, acompañado
de aquellos moriscos, los cuales con palabras de humildad le representaron el
agravio que se les hacía, poniéndole nuevos inconvenientes por delante, como
era la poca seguridad de sus mujeres y hijas, y aun de sus personas y
haciendas, si maliciosamente tocando alguna arma falsa de noche, les robaban
las casas; todo lo cual cesaba con mandarlos aposentar, como se había hecho
hasta allí. Mas el conde de Tendilla les respondió que la gente de guerra había
de estar alojada en casas pobladas, y no yermas; y que los soldados habían de
ser regalados y muy bien tratados, porque no se fuesen; y se les había de dar
posadas y contribuciones, pues no había orden de poderlos entretener de otra
manera; que al servicio de su majestad convenía que los moriscos no tuviesen
libertad de poder meter moros de fuera ni hacer juntas secretas en sus casas,
sino que estuviesen los soldados siempre delante para que viesen y entendiesen
lo que decían y hacían diez mil moriscos que había en el Albaicín para poder
tomar armas; y que si alguna desorden hiciesen, en tal caso lo remediaría
castigando a los culpados; y con esta respuesta los despidió bien descontentos
y tristes, y de allí adelante se alojó toda la gente de guerra en las casas
pobladas, donde fue poca parte el castigo para que la licencia militar no
soltase la rienda con más cudicia y menos honestidad de lo que aquí podríamos
decir. Pasó este negocio tan adelante, que muchos moriscos, afrentados y gastados,
se arrepintieron por no haber tomado las armas cuando Abenfarax los llamaba, y
otros enviaron a decir a Aben Humeya que mientras el marqués de Mondéjar estaba
fuera de Granada se acercase por la parte de la sierra con alguna cantidad de
gente, y se irían con él. El conde de Tendilla en este tiempo, usando de la
preeminencia de capitán general, y viendo la necesidad que había de gente de
ordenanza, nombró siete capitanes y les dio sus conductas para que la hiciesen.
Hizo comisario y sargento mayor a Lorenzo de Ávila, que ya estaba sano de las
heridas que le dieron en Dúrcal, mandándole que se alojase en el Albaicín para
reparar las desórdenes de los soldados. No mucho después mandó su majestad ir a
Granada a don Antonio de Luna, señor de Fuentidueña, y a don Juan de Mendoza
Sarmiento, para las cosas que ocurriesen de la guerra, y el conde de Tendilla
dio cargo de la gente de guerra de a pie y de a caballo que se alojase en los
lugares de la Vega
a don Antonio de Luna, y a don Juan de Mendoza dejó en Granada, hasta que
después fue con orden al campo, estando ya de vuelta en Órgiba, como se dirá en
su lugar.
Capítulo IX
Cómo nuestro campo ocupó
el paso de Tablate
Teniendo
ya el marqués de Mondéjar suficiente número de gente con que pasar a la Alpujarra , domingo por
la mañana, a 9 días del mes de enero, partió del lugar de Dúrcal con todo el
campo puesto en sus ordenanzas, la vuelta del lugar de Tablate, donde se habían
juntado los rebeldes, creyendo poderle defender el paso que allí hay, y tenían
recogidos tres mil y quinientos hombres con Gironcillo, Anacoz y el Randati,
sus capitanes, y con otros sediciosos y malos, respetados, no por prática de
cosas de guerra ni por autoridad de personas, sino por sacrilegios y crueldades
que habían hecho en este levantamiento. Aquella noche se alojó el marqués de
Mondéjar en el lugar del Chite, dos leguas de Dúrcal, que estaba despoblado, y
el campo estuvo puesto en arma, por ser el lugar dispuesto para cualquiera
acometimiento; y el lunes bien de mañana caminó la vuelta de Tablate, donde
sabía que le aguardaban los enemigos. Este lugar es pequeño de hasta cien
vecinos, aunque nombrado estos días por la rota de don Diego de Quesada, y por
el paso de una puente, por donde se atraviesa un hondo y dificultoso barranco,
que con igual hondura y aspereza, sin dar entrada por otra parte en más de
cuatro leguas arriba y abajo de la puente, atraviesa desde encima del lugar de
Acequia basta el río de Melejix. Los moros tenían desbaratada la puente de
manera que no podían pasar caballos ni aun peones sin grandísima dificultad y
peligro, [227] porque solamente habían
dejado unos maderos viejos, que debieron ser estantes de la cimbra, al un lado,
y sobre ellos un poco de pared tan angosta, que apenas podía ir por ella un
hombre suelto; y aun este poco paso que para ellos habían dejado,
ofreciéndoseles necesidad de pasar, le tenían descavado y solapado por los
cimientos de manera, que si cargase más de una persona fuese abajo; y era tan
grande la hondura del barranco por esta parte, que mirando desde arriba
desvanecía la cabeza y quitaba la vista de los ojos. El marqués de Mondéjar iba
muy bien apercebido, aunque no avisado de la rotura de la puente; llevaba la
gente puesta en escuadrón, sus mangas de arcabuceros a los lados, y los corredores
delante descubriendo el campo. Con esta orden llegó la vanguardia a unos visos
que descubren el lugar y la puente que está antes de llegar a él. Luego se
descubrieron los moros que estaban de la otra parte, y muchas banderas blancas
y coloradas que campeaban por los cerros con aparencia de querer defender el
paso. El Marqués, mandando que las mangas de los arcabuceros se adelantasen,
dejó la caballería en batalla, y pasó a la vanguardia, para que los animosos
soldados lo fuesen más con la presencia de su capitán general; y llegando al
barranco y a la puente, los tiradores de entrambas partes comenzaron a tirar:
los moros no pudieron resistir la furia de nuestras pelotas, y se arredraron,
teniendo entendido que no había hombre tan animoso que osase acometer a pasar
la desbaratada puente, que tenían por bastante defensa contra nuestro campo;
mas un bendito fraile de la orden del seráfico padre san Francisco, llamado
fray Cristóbal de Molina, con un crucifijo en la mano izquierda y la espada
desnuda en la derecha, los hábitos cogidos en la cinta, y una rodela echada a
las espaldas, invocando el poderoso nombre de Jesús, llegó al peligroso paso, y
se metió determinadamente por él; y haciendo camino, no sin grandísimo trabajo
y peligro, estribando a veces en las puntas de los maderos o estantes de la
cimbra, y a veces en las piedras y en los terrones que se le desmoronaban
debajo de los pies, pasó a la parte de los enemigos, que aguardaban con
atención cuando le verían caer. Siguiéronle luego dos animosos soldados, aunque
el uno con infelice suceso, porque faltándole la tierra y un madero, fue dando
vueltas por el aire, y cuando llegó abajo ya iba hecho pedazos. El otro pasó, y
tras dél otros muchos, no cesando de tirar siempre nuestros arcabuceros ni los moros,
que estaban de mampuesto en un cercano cerro sobre la puente: finalmente cargó
nuestra gente de manera, que los moros fueron retirándose, cediendo al riguroso
ímpetu de los que reconocían ser suya la vitoria. Ganada la puente y el lugar
con poco daño nuestro y mucho de los moros, los soldados trajeron maderos y
puertas, y con haces de picas, rama y tierra adobaron la puente de manera que
pudo pasar aquel día el carruaje, caballos y artillería, y aquella noche se
alojó el campo en el lugar. Cebáronse tanto este día los arcabuceros de las
mangas en los enemigos que iban huyendo, que dejando muertos más de ciento y
cincuenta, fueron siguiéndolos hasta llegar al río que está de la otra parte de
Lanjarón. Allí reconocieron ser poca gente la que los seguía, y revolvieron
sobre ellos con grandes alaridos, y los apretaron tanto, que se hubieron de
retirar a las casas del lugar; y no se teniendo por seguros en él, tomaron
algunas vasijas con agua y cosas de comer que hallaron, y se fueron a guarecer
en los antiguos edificios de un castillo despoblado, puesto sobre una alta
peña, donde solía en otro tiempo ser la fortaleza del lugar, por si fuese
menester defenderse entre los caídos muros mientras nuestro campo llegaba. En
este tiempo el marqués de Mondéjar, alegre con la vitoria, no tanto por las
muertes de los enemigos, como por haber ocupado aquel paso, que pudiera quedar
famoso en aquel día con su muerte, si no acertara a llevar un peto fuerte, que
resistió la pelota de una escopeta, que le venía a dar por los pechos, porque
no sucediese alguna desgracia a los arcabuceros que iban delante, que le aguase
el buen suceso, envió un diligente soldado con su anillo, a que dijese al
capitán Caicedo Maldonado, vecino de Granada, que iba con ellos, que se
retirase luego, y mandó al capitán Luis Maldonado que con cuatrocientos
arcabuceros le asegurase el camino. Y como se acercase la noche, los moros,
enemigos de pelear en aquella hora, se retiraron a las sierras, y nuestra gente
toda se recogió a su alojamiento.
Capítulo X
Cómo nuestro campo pasó
a Lanjarón, y de allí a Órgiba, y socorrió la torre
Toda
aquella noche estuvo nuestro campo en Tablate con muchas centinelas por los
cerros al derredor, por ser sitio dispuesto para poder hacer los enemigos
cualquier acometimiento; y otro día, martes 11 de enero, dejando el marqués de
Mondéjar en aquel presidio una compañía de infantería de la villa de Porcuna,
cuyo capitán era Pedro de Arroyo, para que la gente y las escoltas pudiesen ir
y venir seguramente, caminó la vuelta de Lanjarón, que está legua y media más
adelante, en el camino de Órgiba. Este día tuvo nuestra gente algunas
escaramuzas ligeras con los enemigos, que viendo marchar el campo, bajaron de
las sierras, y tentaron de hacer algunos acometimientos en la vanguardia; mas
luego se retiraron hacia una sierra que está a la parte de levante del lugar en
el proprio camino real, donde se habían juntado muchos dellos con propósito de
defender un paso áspero y dificultoso por donde de necesidad había de pasar
nuestro campo el siguiente día. Teníanle fortalecido con reparos de piedras y
peñas sueltas, puestas en las cumbres y en las laderas que venían a dar sobre
el camino, para echarlas rodando sobre los cristianos cuando fuesen subiendo la
cuesta arriba. El marqués de Mondéjar llevaba tanto deseo de socorrer la torre
de Órgiba, que no quisiera detenerse aquel día; mas húbolo de hacer, porque
llegó la retaguardia tarde, y llovía y hacía el tiempo trabajoso; y demás
desto, no estaba determinado si pasaría adelante con la gente que llevaba, o si
esperaría que llegase la otra que venía de las ciudades. Estuvo allí aquella
noche a vista de los enemigos, que teniendo ocupado el paso con grandes fuegos
por aquellos cerros, no hacían sino tocar sus atabalejos, dulzainas y jabecas,
haciendo algazaras para atemorizar nuestros cristianos, que con grandísimo
recato estuvieron todos con las armas en las manos. Al cuarto del alba llegó a
la tienda de don Alonso de Granada Venegas un soldado que venía de la torre de
Órgiba, y dio nueva como [228] los cercados se defendían. Otro día miércoles, antes que
amaneciese, mandó el marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza, su hijo,
que con cien caballos y docientos infantes arcabuceros subiese una ladera
arriba, donde había una sola senda áspera y muy fragosa, y fuese a tomar las
espaldas a los enemigos, llevando algunos gastadores con picos y hazadones que
la allanasen, porque se entendió que puestos en lo alto, hallarían disposición
en la tierra para poderla hollar. Y siendo el día claro, partió el campo, yendo
los escuadrones proporcionados y bien ordenados, conforme a la disposición de
la tierra, y dos mangas de arcabuceros delante, que por las cordilleras de los
cerros de una parte y otra del camino que hacía el campo, iban ocupando siempre
las cumbres altas. Desta manera fue caminando nuestra gente la vuelta del
enemigo, que estuvo un rato suspenso entre miedo y vergüenza, no se
determinando si pelearía, o si, dejando pasar a nuestro campo, le sería más
seguro romperle las escoltas y necesitarle con hambre; mas aun esto no supieron
hacer los bárbaros ignorantes, porque en viendo que los caballos habían subido
con la escuridad de la noche por donde apenas entendían que pudiera andar gente
de a pie, entendiendo que no habría sierra, por áspera que fuese, que no
hollasen, perdieron la esperanza de lo uno y de lo otro, y determinaron de
tentar otra fortuna retirándose a la aspereza de las sierras, donde no les
pudiese enojar la caballería; mas no lo pudieron hacer tan presto, que dejasen
de recebir daño de los que ya les iban en el alcance; y dejando el paso y el
camino desocupado, pasó nuestro campo a Órgiba, y aquella tarde se alojó en el
lugar de Albacete con grande alegría de todos, mayormente de los cercados, que
habían estado diez y siete días peleando noche y día con grandísimo trabajo y
peligro. Habíales faltado ya el bastimento, y si no fuera por algunos moros
padres y maridos de las mujeres que el alcaide había metido en la torre, que
secretamente le habían dado agua y otras cosas de comer, poniéndolo de noche en
parte que los cristianos lo pudiesen recoger, hubieran perecido muchos de
hambre. También les habían traído munición de Motril, que les hubiera faltado
si un animoso soldado natural de Órgiba, llamado Juan López, no se aventurara a
ir por ella; el cual aprovechándose de la lengua árabe, en que era muy ladino,
y del hábito de los moros, salió a media noche secretamente de la torre, y
pasando por medio de su campo, fue a la villa de Motril y trajo un gran zurrón
de pólvora y cantidad de plomo y cuerda a cuestas, con que se defendieron de
aquellos lobos rabiosos ciento y sesenta almas cristianas, y entre los otros,
cinco sacerdotes. El marqués de Mondéjar dio muchas gracias a Dios por tan buen
suceso, y despachó luego correo con la nueva, que no fue menos bien recebida
que la de Tablate. Y pareciéndole tener suficiente número de gente para allanar
la tierra, escribió a don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Montagudo,
asistente de Sevilla, que no le enviase la gente de aquella ciudad ni la de la
milicia de Sevilla, Gibraltar, Carmona, Utrera y Jerez, que ya se había juntado
para hacer la jornada. Esta carta llegó estando en Alcalá de Guadayra, y con él
Juan Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla, con dos mil infantes arcabuceros
con que servía la ciudad a su costa; y Gonzalo Argote de Molina, alférez mayor
de la milicia de la
Andalucía , con los capitanes y gente della. Luego despidió el
Conde los dos mil arcabuceros de Sevilla, y mandó a Gonzalo Argote que con la
gente de la milicia fuese a embarcarse en las galeras del cargo de don Sancho
de Leiva; para guarnición dellas; de cuya causa no acudió la gente de Sevilla
mientras el marqués de Mondéjar estuvo en campaña, hasta que adelante se le
envió nueva orden para que la enviase, como se dirá en su lugar.
Capítulo XI
Cómo el marqués de
Mondéjar pasó a la taa de Poqueira y la ganó
Siendo
avisado el marqués de Mondéjar por algunas espías como Aben Humeya y Aben
Jouhor juntaban a gran priesa los moros de la Alpujarra y los que se habían
retirado del paso de Lanjarón para defender la entrada de la taa de Poqueira,
aunque llevaba la gente fatigada del camino, otro día de mañana, que fue jueves
a 13 días del mes de enero, salió de Albacete de Órgiba, dejando de presidio en
aquel lugar al capitán Luis Maldonado con cuatrocientos soldados, para que
recogiese los bastimentos y municiones que viniesen de Granada, y los fuese
enviando al campo. Llevaba el marqués de Mondéjar su campo copioso de gente muy
lucida y bien armada, porque habían llegado a él muchos caballeros, que dejando
sus casas, iban a servir a su costa, deseosos de hacer ejemplar castigo en
aquellos rebeldes por los sacrilegios que habían cometido; y crecíales cada
hora más el deseo con ver los incendios y crueldades que hallaban por los
lugares do pasaban. Sacó la infantería en tres escuadrones y la caballería a
los lados, de manera que podía salir y acometer sin turbar las ordenanzas: las
mangas de los arcabuceros iban de un cabo y de otro ocupando las cumbres, y
delante iban las cuadrillas de la gente del campo suelta descubriendo la
tierra. Desta manera caminaba nuestro campo con paso lento y reposado, cuando
llegaron a él cuatro caballeros veinticuatros de Córdoba con cuatro compañías
de gente de aquella ciudad, las dos de caballería y las dos de infantería, que
enviaba el conde de Tendilla desde Granada. De las primeras eran capitanes don
Pedro Ruiz de Aguayo y Andrés Ponce, y de las otras dos Cosme de Armenta y don
Francisco de Simancas. Con esta gente holgó el marqués de Mondéjar mucho, y fue
prosiguiendo su camino; mas aunque entendían todos que su intento era ir a
echar los moros de aquellos lugares fuertes donde se habían metido, su fin no
era por entonces otro sino tomar un sitio fuerte y acomodado para su alojamiento
cerca de los lugares de aquella taa, donde le parecía poder estar con seguridad
y poder ser proveído de vituallas, como si estuviera en Albacete de Órgiba, y
desde allí turbar a los enemigos con correrías, porque para la entrada de
aquella tierra le parecía convenir mayor número de gente. Habiendo pues
caminado las escuadras tres cuartos de legua, y llegado a un llano que llaman
el Faxar Ali, los moros, que dejando atrás los pasos y lugares fuertes donde
estaban, se habían puesto en tres emboscadas para recebir a nuestro ejército en
la angostura de las sierras, cuando les pareció tener bien tendidas sus redes,
salieron a las mangas de los arcabuceros que iban de vanguardia, y acometieron
la que iba más alta tan determinadamente, que fue necesario [229] reforzarla con más
número de gente. Pasando pues el marqués de Mondéjar adelante para guiar
algunos caballos que se hallaron en la vanguardia, le convino hacer alto, y
formar escuadrón a tiro de arcabuz de los enemigos, y desde allí socorrió a
todas partes, porque cargaban de manera, que en todas era bien menester
socorro. La manga delantera, que llevaba Álvaro Flores, alguacil mayor de la
inquisición de Granada, venía ya retirándose a más andar, dejando a su capitán
con solos doce o trece soldados haciendo rostro, cuando don Francisco de
Mendoza, a cuyo cargo iba la caballería, partió con una banda de caballos en su
socorro; mas era tan grande la aspereza de la sierra, que cuando llegó a
socorrerle no llevaba más de cuatro de a caballo consigo; que los demás no le
habían podido seguir. Con estos hizo rostro, y dando vuelta, puso tanto ánimo a
los soldados, que venían medio desbaratados, que se juntaron con su capitán, y
sobreviniéndoles más gente de socorro, no solo resistieron el ímpetu de los
enemigos, mas aun los desbarataron y pusieron en huida, subiendo tras dellos
por lugares que aun para huir parecían dificultosos. Lo mesmo hicieron los de
la retaguardia, siendo socorridos por don Alonso de Cárdenas. Este recuentro
fue muy peligroso al principio, mas después tuvo felice suceso por el mucho
valor de los caballeros y de los capitanes que acudieron al peligro. Salieron
heridos don Francisco de Mendoza de una pedrada que le dio un moro en la
rodilla, al cual mató allí luego, y a don Alonso Portocarrero le dieron dos
saetadas en los muslos. Hubo solo un escudero cristiano muerto, y de los moros
murieron más de cuatrocientos y cincuenta: los nuestros siguieron el alcance
por donde la aspereza y fragosidad de las sierras les daba lugar. Álvaro
Flores, con los soldados que pudo recoger y algunos caballos, tomó por las
cordilleras altas, yendo siempre superior a los enemigos, hasta llegar al lugar
de Bubión; y hallándole solo, porque Aben Humeya no osó aguardar en él, entró
dentro, y desde un reducto o mirador que estaba delante de la puerta de la
iglesia comenzó a capear, llamando nuestra gente para que caminase a la
vitoria, porque el marqués de Mondéjar, recelando la dificultad del camino,
había juntado a consejo, y estaba parado tratando del alojamiento que se había
de tomar aquella noche; el cual, como vio el lugar ocupado por los cristianos,
mandó que marchase todo el campo hacia él. Ganáronse las cuatro alcarías de
aquella taa, sin hallar quien las defendiese, siendo la disposición de la
tierra tan favorable a los moros, que si tuvieran ánimo de defenderla, fuera
menester más tiempo y mayor número de gente para ganárselas. Llegado el campo a
Bubión, los soldados subieron en cuadrillas por la sierra arriba, y captivando
muchas mujeres y niños, mataron los hombres que pudieron alcanzar, y les
tomaron gran cantidad de bagajes cargados de ropa y de seda, que llevaban a
esconder por aquellas breñas. Cobraron la deseada libertad en Bubión el vicario
Bravo y ciento y diez mujeres cristianas, que tenían aquellos herejes captivas.
El siguiente día, viernes 14 de enero, estuvo el campo en aquel alojamiento, y
desde allí envió el marqués de Mondéjar una escolta con los heridos y enfermos
a Granada, con orden que a la vuelta acompañase los bastimentos y municiones
que había en Órgiba, y envió a dar aviso al capitán Luis Maldonado del camino
que pensaba hacer, para que de allí adelante supiese por dónde había de
encaminar la gente y el bastimento que viniese al campo. Díjose aquel día misa
con grandísima solenidad, y oyéronla todos los cristianos con mucha devoción
puestos en sus ordenanzas debajo de las banderas; que cierto era contento
verles glorificar al Señor por la vitoria y por la libertad de tantas almas
cristianas como se habían redimido.
Capítulo
XII
Cómo los moros
degollaron la gente que había quedado de presidio en Tablate
Arriba
dijimos como el marqués de Mondéjar dejó de presidio en Tablate al capitán
Pedro de Arroyo con la compañía de infantería de la villa de Porcuna, para
asegurar aquel paso a las escoltas que fuesen de Granada, con orden que no
dejase pasar los soldados que se iban del campo sin licencia. Pudiendo pues
hacer algún reducto donde meterse de noche, y tener su cuerpo de guardia y
centinelas, como es costumbre de gente de guerra, estuvo tan descuidado, que
los moros de la comarca tuvieron lugar de ofenderle a su salvo, porque su fin
solo era salir al paso a los soldados que se iban del campo sin licencia, para
quitarles por de contrabando los ganados, las esclavas y los bagajes que
llevaban. Estando desta manera, el Anacoz y Gironcillo, que andaban atalayando
por aquellos cerros, por ver si podrían romper alguna escolta, viendo el
descuido de los nuestros, juntaron mil y quinientos moros, y los acometieron a
media noche por tres partes; y entrando el lugar y la iglesia, degollaron todos
los soldados que allí había, y los despojaron de armas y vestidos y de todas
las cosas que tenían ellos tomadas por de contrabando; y no se teniendo por
seguros entre las viles tapias de las casas, se tornaron a subir a la sierra.
Esta nueva llegó a un mesmo tiempo a Granada y al campo del marqués de
Mondéjar, y fue volando a la corte de su majestad, y con ella se aguó algún
tanto la vitoria de aquellos días, porque juzgaban los contemplativos el daño y
el peligro harto mayor de lo que era, diciendo que había sido ardid de guerra
del enemigo dejar pasar nuestro campo a la Alpujarra , y cortar a las espaldas el paso por
donde les había de entrar el bastimento, para necesitarle a que se retirase o
pereciese de hambre. Mas luego cayó esta quimera, y se supo como Tablate estaba
por los cristianos, porque el marqués de Mondéjar, sabiendo que los moros no
habían osado parar allí, ordenó que la primera compañía que llegase, quedase en
el lugar de presidio; y llegando Juan Alonso de Reinoso con la gente que
enviaba la ciudad de Andújar, guardó la orden del Marqués y el paso con mucho
cuidado; y hallando a Pedro de Arroyo caído entre los muertos con muchas
heridas mortales, le hizo curar; mas él estaba tan debilitado, por haber estado
tres días sin refrigerio, que llevándole a Granada murió en el camino. No se
descuidó el conde de Tendilla en este socorro, porque luego que supo la rota de
Tablate, aquella mesma noche envió a llamar a don Álvaro Manrique, hijo del
conde de Osorno, caballero del hábito de Calatrava, que estaba alojado en una
alcaría de la Vega
con ochenta caballos y trecientos infantes de las villas de Aguilar, Montilla y
Pliego; [230] el cual llegó antes que
fuese de día a la puente Genil, donde ya el Conde le estaba aguardando con
ochocientos infantes y ciento y veinte caballos; y entregándole toda aquella
gente, le envió a poner cobro en aquel paso, con orden que, dejando buena
guardia en él, pasase a juntarse con el campo del Marqués su padre; el cual
partió luego, y hallando el lugar desembarazado, cumplió la orden del Conde, y
se fue a juntar con nuestro campo en Juviles. El tiempo nos llama ya a que
volvamos al marqués de los Vélez, que dejamos en el lugar de Tavernas.
Capítulo XIII
Cómo el marqués de los
Vélez tuvo orden de su majestad para acudir a lo de Almería, y fue sobre los
moros que se habían juntado en Guécija y los desbarató
Estaba
todavía el marqués de los Vélez con su campo en Tavernas, y a 11 de enero, el
día que el marqués de Mondéjar partió de Tablate, tuvo orden de su majestad, en
conformidad de su ofrecimiento, para que con la gente que tenía junta acudiese
a la parte de Almería por la seguridad de aquella comarca. Túvose por buena
esta provisión, por hallarse ya dentro del reino de Granada con campo formado y
recogido a su costa, aunque no dejaba de parecer que se hacía agravio al
marqués de Mondéjar y a la razón de la guerra, habiendo en una provincia dos
capitanes generales, que ninguno dellos quería igual. Hubo muchas personas que
lo atribuyeron a permisión divina, que quiso que conviniesen a un mesmo tiempo
en esta guerra dos personajes de voluntad tan contrarios, que cuando con
equidad uno intercediese por los rebeldes, procurando medios para reducirlos,
otro con rigor y aspereza los persiguiese; de manera que siendo dignamente
castigados, desocupasen el reino de Granada, donde pudiendo ser moros
encubiertos, mantenían con menor dificultad la seta de Mahoma. Luego otro día
partió el marqués de los Vélez de aquel alojamiento en busca de algunos
enemigos; y siendo avisado que los moros de Guécija se fortalecían en aquel
lugar, y que habían soltado las acequias del río para empantanar los campos, y
cortado gruesos árboles que atravesar en los caminos y veredas, y hecho otros
impedimentos para que por ninguna parte los caballos les pudiesen entrar,
enderezó su camino hacia ellos. Llevaba cinco mil infantes, la mayor parte
arcabuceros y ballesteros, gente ejercitada en los rebatos de la costa del
reino de Murcia y acostumbrada a los trabajos de la guerra, y trescientos de a
caballo muy bien armados; y habiendo hecho reconocer el camino y los
impedimentos que los enemigos le habían puesto, tomó la halda de la sierra un
poco alta, por donde entendió que la podría mejor hollar, y con sus ordenanzas
tendidas caminó la vuelta del lugar, donde aun todavía se devisaba desde lejos
el incendio y ruina de la torre y del monasterio en que los moros habían
quemado tantos religiosos cristianos. No se mostraron los moros perezosos en
salirle a recebir con dos escuadrones de gente tan bien ordenarlos, como lo pudieran
hacer soldados viejos muy práticos, y haciendo alto a vista de nuestro campo,
degollaron cruelmente todos los cristianos captivos que tenían. Era caudillo
destos herejes el Gorri, principal autor de tanta crueldad, el cual hizo
muestra o representación de batalla, y el Marqués, que con honrosa envidia
deseaba hacer hechos dignos de su nombre, teniendo reconocido el sitio en que
estaban y por donde se le podría entrar, hizo poco caso dellos; y enviando
delante al capitán Andrés de Mora, sargento mayor, con quinientos arcabuceros
por la halda de la sierra, y en su resguardo a don Diego Fajardo, su hijo, con
sesenta caballos, les mandó que los fuesen entreteniendo con escaramuza
mientras llegaba con el golpe de la gente. El Gorri hizo rostro animosamente y
mantuvo un buen rato la pelea; mas al fin, no pudiendo resistir la furia de la
arcabucería, se comenzó a retirar antes que la caballería le cercase; y tomando
por delante la gente inútil, llevando a las espaldas nuestros soldados, se
encaramó en las peñas de la sierra de Ílar que estaba cerca, donde tenía en un
reducto de piedras que está en la cumbre de un alto cerro recogidos los ganados
y bastimentos; y rehaciéndose en él para tornar a pelear, tampoco le aprovechó
nada, y al fin se metió por las sierras de Fílix. Hubieron libertad este día
muchas cristianas captivas que se quedaron escondidas en las casas del lugar, y
otras que dejaron los moros en las sierras cuando iban huyendo. El marqués de
los Vélez se alojó en campaña, porque los soldados no entrasen a cargar de
despojos y se fuesen, cosa muy ordinaria en esta guerra; aunque fue en vano su
diligencia, porque luego se comenzaron a desmandar en cuadrillas por los
lugares del Boloduí y del condado de Marchena, y cargados de ropa, yendo bien
proveídos de esclavas y de bagajes, se volvían a sus casas; y así, hubo de
estar el campo en aquel alojamiento más de lo que el General quisiera.
Capítulo XIV
De una entrada que la
gente de Guadix hizo en el marquesado del Cenete
Mejor
les hubiera sido a las moriscas del Deyre y de la Calahorra que sus maridos
las hubieran dejado estar quedas en la fortaleza, donde el alcaide las tenía
recogidas, que no sacarlas con el engaño que las sacaron; porque habiéndolas
traído algunos días de sierra en sierra necesitadas de hambre, les fue forzado
meterse en las casas del Deyre, confiadas en la guardia que Jerónimo el Maleh
les hacía con la gente del marquesado, o como después nos dijeron algunas
dellas, en la palabra que Juan de la
Torre les había dado, diciéndoles que se asegurasen en sus
casas, porque no recibirían daño. Sea como fuere, Pedro Arias de Ávila,
corregidor de Guadix, fue avisado como el lugar estaba lleno de mujeres, y que
había con ellas gente de guerra, y con parecer del cabildo acordó de ir a dar
sobre él. No lo pudo hacer tan secreto, que los moros dejasen de ser avisados
por los moriscos de paces que moraban en aquella ciudad. Juntando pues toda la
gente de a pie y de a caballo, salió de Guadix sábado, 15 días del mes de
enero, y a gran priesa fue la vuelta de la sierra, recelándose de algún aviso; y
con todo eso, cuando llegó a vista del Deyre ya los moros y moras iban huyendo
la sierra arriba. Adelantáronse don Hernando de Barradas, don Juan de Saavedra,
don Cristóbal de Benavides, don Pedro de la Cueva y Hernán Valle de Palacios, Lázaro de
Fonseca, y otros caballeros y ciudadanos, que por todos fueron catorce de a
caballo, para alcanzarlos antes que encumbrasen el puerto de la [231] Ravaha; los cuales,
dejando atrás las mujeres y bagajes que iban alcanzando, subieron la sierra
arriba hasta llegar a un llano que se hace en la cumbre alta del puerto. Allí
había reparado el Maleh con tres banderas y un golpe de gente armada para hacer
rostro, mientras se ponían en cobro las mujeres y los bagajes; el cual resistió
a nuestros caballos, y cargando animosamente sobre ellos, los hubiera puesto en
aprieto, si en la mayor necesidad no les acudiera el doctor Fonseca con
cuarenta arcabuceros. Viendo los moros este socorro y otros que iban llegando,
comenzaron a retirarse, no del todo huyendo, sino haciendo vueltas sobre
nuestra gente, y en una montañeta se entretuvieron más de media hora peleando,
hasta que del todo fueron desbaratados y puestos en huida, dejando de los suyos
más de cuatrocientos hombres muertos y dos mil almas captivas entre mujeres y
niños, y mil bagajes cargados de ropa. Esta fue una de las mejores presas que
se hicieron en esta guerra y con menos peligro; con la cual Pedro Arias de
Ávila volvió muy contento a Guadix, y los moros quedaron bien lastimados.
Capítulo XV
Cómo el marqués de Mondéjar
pasó a Pitres de Ferreira, y de una plática que don Hernando el Zaguer hizo a
los alzados
El
mismo día que Pedro Arias de Ávila hizo la entrada en el marquesado del Cenete,
partió el marqués de Mondéjar de la taa de Poqueira, para ir en seguimiento de
Aben Humeya y del Zaguer, que tuvo nueva se iban retirando la vuelta de Pitres
de Ferreira; y dejando el camino derecho, tomó la cordillera alta de una sierra
que se hace, entre estas dos taas, llevando la artillería y los bagajes, no sin
grandísimo trabajo, por hacer el tiempo áspero de frío y estar las sierras
cubiertas de nieve. Mas entrando en la taa de Ferreira, no halló enemigos con
quien pelear; y lo que hubo notable en este camino fue que, pasando por junto
al lugar de Pórtugos, se vio un gran humo que salía de la iglesia, y era que
unos cristianos captivos, queriéndolos matar sus amos, se habían recogido y
hecho fuertes en la torre del campanario, y los herejes le habían puesto fuego
para quemarlos dentro. Luego sospechó el Marqués lo que debía ser, y mandó a
don Luis de Córdoba y a don Alonso de Granada Venegas que con doscientos
infantes y cincuenta caballos fuesen a ver qué era; los cuales llegaron a la
iglesia sin impedimento, porque los moros se habían ido huyendo en viéndolos
asomar. Contáronnos estos caballeros como llegaron a la iglesia, y entrando
dentro, hallaron cinco mujeres cristianas muertas de heridas, tendidas por
aquel suelo, y en la peaña del altar mayor un niño que parecía de hasta tres
años, las manecitas atadas con un cordel y un puñal metido por el lado
izquierdo, y la Sangre
tan fresca, que aun no estaba resfriada, y los ojitos abiertos mirando tan
tiernamente hacia el cielo, que parecía quejarse a su Criador del bárbaro
sacrificio que de sus tiernos miembrecitos habían hecho aquellos herejes; y era
tanta la hermosura del blanco y colorado rostro, que en la tierra mostraba bien
el reposo con que el alma, libre de los temores desta guerra, glorificaba entre
los ángeles al Señor; y que viendo aquel espectáculo de crueldad, movidos a
compasión, les crecía igualmente tanta ira, que no vían la hora de tomar la
venganza por sus manos, diciendo contra aquellos rústicos: «¡Oh, herejes
descreídos! ¡No osáis aguardar a pelear con los hombres, que decís haberos
ofendido, y como viles y cobardes tomáis venganza en las mujeres y en los
niños, ensuciando vuestras viles y torpes espadas en su inocente sangre!» Había
el fuego consumido una parte de los edificios de la torre, y si tardara el
socorro un poco más, se acabara de quemar; mas los cristianos se habían metido
en parte donde aun no los calentaba la llama, y uno dellos fue tan grande su
determinación con el deseo de la libertad, que en viendo llegar nuestra gente,
sin buscar la puerta por donde salir, se arrojó de la torre abajo, y no pudiendo
las flacas canillas de las piernas sustentar la carga del pesado cuerpo, se
quebraron entrambas, y todavía fue recogido por los soldados y llevado a las
ancas de un caballo, y puesto con los demás en libertad. En este tiempo
caminaba nuestra gente la vuelta de Pitres, lugar principal de aquella taa, el
cual habían dejado los moros despoblado, y en la iglesia estaban ciento y
cincuenta cristianas captivas, que fueron puestas en libertad, no habiendo
consentido Miguel de Herrera, alguacil de aquel lugar, que los monfís y
gandules las matasen. Había entre estos algunos hombres nobles de buen
entendimiento, a quien parecían mal las crueldades que se hacían, y ver que los
alpujarreños perseverasen en el levantamiento viendo que los del Albaicín se
estaban quedos, cargándoles la culpa, y aun pidiendo que fuesen castigados con
rigor; y esto, tales, por echar de sí la furia de la guerra, atribuyendo el mal
a los sediciosos y a la ignorancia de aquellos pueblos, no deseaban más que la
paz y quietud de sus casas, y así hacían algunas obras que entendían serles
provechosas algún día. El que hacía más instancia en que la tierra se
apaciguase era don Hernando el Zaguer, a quien Aben Humeya había hecho su
capitán general; el cual, viendo que los moros se habían retirado del paso de
Lanjarón, y después de Poqueira, sin dar batalla a nuestro campo, y conociendo
su perdición, juntó los alguaciles y hombres principales de las taas que tenía
por amigos, y queriéndoles persuadir a que, pues no eran poderosos contra su
majestad, buscasen algún buen medio para que los perdonase, les hizo una
plática desta manera: «No sé cómo poderos decir, hermanos míos, el poco cuidado
que tenemos de nuestra salud. Si no podemos hacer tanto como sería menester en
favor de nuestras casas, mujeres y hijos, siendo, como querríamos ser,
defensores de nuestra libertad, ¿por qué no seguiremos el consejo de los
cuerdos, cediendo a la contraria fortuna, que tan enemiga se nos muestra, pues
los que pudieran ser más poderosos que nosotros y que nos ponían más confianza,
aun no se atrevieron a probarla? Cuerpos tenían como nosotros los granadinos, y
ánimos para dar y recebir heridas, y la mesma indignación que nosotros tenemos;
mas no se quisieron arrojar precipitosamente por los despeñaderos de la ira, falta
de consideración. Veamos agora, ¿qué nos aprovechará a nosotros el sacrificio
de nuestra sangre en caso que una y más veces seamos vencedores, si al rey
Felipe jamás le faltarán armas para combatirnos con mayor fuerza cuanto más
indignado le tuviéremos? Por mejor tengo irnos a su clemencia y entregarle
nuestras armas y banderas, que realmente son suyas, pidiendo perdón [232] de nuestras culpas,
pues somos ciertos que nos admitirá, y tanto mejor agora, que la fortuna de la
guerra parece estar algo dudosa, que no perseverar en una liviandad tan grande
como hemos intentado, agravada de tantos delitos y excesos como se han hecho, a
nuestro parecer con justas causas; aunque, si bien lo consideramos, no fueron
sino desatinos de gente de poco entendimiento, que nos sujetamos luego a
nuestra voluntad y deseo de venganza. Estemos a cuenta con los cristianos, que
cierto nos la tomarán bien estrecha. ¿Podremos negar que no tenemos agua de
baptismo como ellos? ¿Negaremos que no somos vasallos súbditos naturales del rey
Felipe? Pues tampoco podemos llegar sino que la premática que tanto nos ha
alborotado fue hecha a buen fin, aunque nos ha parecido grave. ¿Vosotros no
veis que ni somos bien moros ni bien cristianos? Pues si esto es ansí, cierto
es haber ofendido con este levantamiento a Dios primeramente, y después a
nuestro rey. Las cosas sagradas en cualquier parte se deben respetar; nosotros
hemos violado los templos con incendios y destruiciones, robando y matando los
sacerdotes; queremos obedecer a otro rey, como si lo hubiéramos de hallar
mejor; procuramos socorrernos de gente berberisca, so color de ser moros como
ellos: pues sed ciertos que ni podremos sustentarnos con otro gobierno, aunque
toda África nos favorezca, ni los berberiscos vernán a favorecernos por nuestro
bien, sino por cudicia de robarnos, porque son tiranos ejercitados en robos y
en latrocinios; y cuando más no puedan, se volverán cargados de los despojos de
nuestras casas, dejándonos deshonradas nuestras mujeres y hijas, como lo han
hecho en otras partes. No plega a Dios que tenga yo en tanto mi vida, que por
salvarla cometa traición a mi nación ni deje de decir verdad. Esta que llamáis
libertad será muy bien trocada por la paz. No sé qué pensamos sacar de la
guerra, que ni sabemos ponerle el pecho ni volverle las espaldas, faltos de
experiencia, de armas, de caballos, de navíos y de muros donde podernos
asegurar, y que de necesidad habemos de andar de cueva en cueva y de sierra en
sierra, cargados de mujeres y niños y huyendo de la fiereza de la gente
española que nos sigue; y al fin ha de ser la hambre la que nos ha de rendir,
como rindió a Granada y a otras muchas ciudades deste reino, cuando aun había
mejor comodidad de poderle defender nuestros pasados. Yo sé que el marqués de
Mondéjar nos admitirá en gracia del rey Felipe si acudimos a él con humildad; y
no serán vergonzosas las condiciones con que nos recibiere quien tan gravemente
ha sido ofendido de nuestra parte, aunque haga castigo ejemplar en algunos de
nosotros, y sea yo el primero; que dichosa me será tal muerte, si con ella
pagare las culpas de toda mi nación». Hasta aquí dijo el Zaguer; y aprobando su
considerado parecer los ancianos que allí estaban, llamó a Jerónimo de Aponte y
Juan Sánchez de Piña, a quien dijimos que había salvado las vidas en Ugíjar, y
dándoles parte de lo que tenían acordado, les rogó que fuesen a tratar el
negocio de la reducción con el marqués de Mondéjar, y le informasen del
arrepentimiento que tenían los moriscos de la Alpujarra , y le
suplicasen de su parte intercediese con su majestad para que perdonase aquel
yerro, y se hubiese piadosamente con aquellos pueblos que humilmente se querían
poner en sus manos; y que mientras esto se negociaba, rendirían las armas y las
banderas, dándole una cédula firmada de su nombre, por la cual le asegurase su
persona y familia. Con esta embajada, y una carta del Zaguer para el Marqués,
en que se desculpaba de lo hecho y cargaba la culpa a los monfís, partieron
Jerónimo de Aponte y Juan Sánchez de Piña de Juviles, y llegaron a Pitres el
mesmo día que entró el campo, y dieron su recaudo al marqués de Mondéjar; el
cual, para responder a ella y dar orden en enviar las cristianas a Granada con
escolta, por el estorbo que hacían, y poder informarse de los adalides del
campo cómo se podría desechar un paso dificultoso que tenía por delante en el
camino de Juviles, se hubo de detener en aquel alojamiento el día siguiente. La
respuesta que dio a Jerónimo de Aponte fue que tornase al Zaguer y le dijese
que, rindiendo las armas y las banderas, como decía, y dándose llanamente a
merced de su majestad, holgaría de ser su intercesor para que se hubiese
misericordiosamente con ellos; mas que se resolviesen, porque no suspendería un
solo momento la ejecución del castigo que llevaba comenzado. Y disimulando la
cédula de seguro que pedía, le despachó luego.
Cómo los moros
acometieron a entrar en Pitres estando nuestro campo dentro del lugar
Está
el lugar de Pitres en la falda de la Sierra Nevada que mira hacia el mediodía,
repartido en tres barrios, poco distantes uno de otro: en el principal está la
iglesia, y delante della una plaza llana de mediana grandeza; todo lo demás del
lugar son cuestas y barrancos, y al derredor ásperas sierras, aunque fértiles
de arboledas, por la abundancia de fuentes que bajan de los valles. Los moros,
que siempre andaban a vista de nuestro campo con más ánimo de espantar que de
representar batalla, fuese con propósito de hacer algún efeto con la ocasión de
una cerrada niebla que amaneció el domingo por la mañana, o porque, como
después decían algunos dellos, entendieron que unas cuadrillas que el Marqués
enviaba a reconocer el camino, era todo el campo que marchaba, y quisieron
guarecerse en las casas de la tempestad del frío, pareciéndoles que estaban
yermas, bajaron a gran priesa de los cerros, y por dos partes fueron a meterse
en el lugar, y llegaron a él sin ser sentidos ni vistos por las centinelas:
tanta era la escuridad de la niebla. Los que entraron por la parte baja hacia
el río dieron en unas casas algo apartadas, donde se había metido una escuadra
de soldados, y hallándolos desapercebidos, los degollaron; solo un muchacho se
les fue, que comenzó a dar voces y a tocar arma por una cuesta arriba, hasta
llegar a cuerpo de guardia y a la posada del Marqués, el cual se puso luego a
caballo y salió a la plaza de armas; y sospechando que debía ser ardid de
guerra llamar al enemigo por la parte baja, para acudir de golpe por arriba y
dividir desta manera nuestra gente, mandó recoger todas las compañías en sus
cuarteles, y a los caballos que acudiesen a la plaza de armas. Ordenó a Juan
Ochoa de Navarrete y a Antonio Flores de Benavides, capitanes de la infantería
con que servía la ciudad de Baeza, que con sus compañías se metiesen en el
barrio que estaba a la parte de levante algo apartado del de la iglesia, [233] un gran barranco en
medio, por si los enemigos viniesen a entrar por allí; y no le engañó su
sospecha, porque no eran bien llegados los capitanes al puesto, cuando los
moros, que con las armas teñidas en sangre subían el barranco arriba, y otros
que bajaban de la sierra, se encontraron con ellos. Peleose al principio
animosamente de entrambas partes; mas acudiendo gente de parte de los moros,
aunque menos de la que parecía con la escuridad de la fosca niebla, y con la
presencia del peligro los soldados, gente nueva, aflojaron, y a un tiempo
volvieron las espaldas, dejando solos a sus capitanes. Los enemigos no fueron
perezosos en seguirlos por un lado del barranco, hasta meterlos en el barrio
principal. A esto acudió luego el Marqués, acompañado de muchos caballeros y
capitanes, y reparando el peligro, hizo que los moros volviesen huyendo por
donde habían entrado, quedando algunos dellos muertos. Señaláronse este día
doce soldados que se hallaron en la boca de una calle por donde venía el golpe
de los enemigos, y defendiendo la entrada, mataron y hirieron muchos;
quitáronles tres banderas, y sobreviniéndoles socorro, los hicieron volver
huyendo. Una dellas era un estandarte de damasco carmesí con fluecos de seda y
oro, que solía ser guión delante del Santísimo Sacramento en Ugíjar, y lo
traían los herejes por insignia de su traición y maldad. Retiráronse los
enemigos de Dios a la sierra, viendo lo mal que les iba en el lugar; y pasando
por entre las casas, mataron un pobre atambor que hallaron solo tocando a gran
priesa arma con su caja. Juntándose pues con el golpe de la otra gente, que aun
no se había descubierto, volvieron segunda vez al lugar para ver si podrían
hacer algún efeto; mas luego quebrantaron los rayos del sol aquella niebla y
dieron claridad al día de manera que pudieron ser vistos: con todo eso, no
dejaron de hacer su acometimiento y de llegar tan adelante, que con las piedras
que tiraban a brazo alcanzaban a la plaza de armas; mas fue tanto el efeto que
nuestros arcabuces hicieron por esta parte, que hubieron por bien de retirarse,
entendiendo que cuanto más aclarase el día les iría peor, y por la orilla de la
nieve volvieron a su alojamiento. Aquí murieron dos esforzados soldados, Juan
de Isla, sobrino de Álvaro de Isla, corregidor de Antequera, y Jerónimo de
Ávila, vecino de Granada, y otros cuyos nombres no supimos. No siguió nuestra
gente el alcance, por ser ya tarde y caer una agua menuda mezclada con nieve,
que impedía el tirar de los arcabuces.
Capítulo XVII
Cómo el campo del
marqués de Mondéjar partió de Pitres en seguimiento del enemigo
El
siguiente día, que fue lunes 17 de enero, partió el marqués de Mondéjar del
alojamiento de Pitres, y con un temporal recio de agua y nieve, dejando el
camino derecho que iba a Juviles, tomó la vuelta de Trevélez. No había caminado
legua y media, cuando se descubrió el campo de los moros que iban hacia Juviles
por la cordillera del cerro de la otra parte del río, donde había estado
alojado aquella noche; los cuales entendiendo que nuestra gente hacía el mesmo
camino y que les tomaría la delantera, enviaron seiscientos hombres con tres
banderas, que entretuviesen con escaramuzas mientras se adelantaban los demás.
Viéndolos venir el marqués de Mondéjar, mandó a los capitanes Diego de Aranda y
Hernán Carrillo de Cuenca que fuesen con sus compañías a darles carga. Los
moros, pareciéndoles que era poca gente, hicieron rostro, y los nuestros,
aunque hacían muestra de ir hacia ellos, no se alargaron todo lo que era
menester. Entonces el Marqués envió a don Hernando y don Gómez de Agreda,
hermanos, vecinos de Granada, y otros gentileshombres que se hallaron par dél,
a que reforzasen las dos compañías con quinientos arcabuceros; mas luego
advirtió que era entretenimiento que procuraba el enemigo, para tener lugar de
ponerse en salvo; y haciéndolos retirar, caminó con los escuadrones a paso
largo, enviando delante a los capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva, y
Gonzalo de Alcántara con sus caballos y algunos peones sueltos, a que atajasen
el campo de los moros, que iban a más andar por aquella loma. La caballería
pasó el río y fue tomando lo alto; mas por mucha priesa que los capitanes se
dieron, cuando llegaron arriba ya habían pasado, y solamente pudieron alancear
algunos que se quedaron rezagados, y porque cerraba la noche, dejaron de
seguirlos. Llegó nuestro campo a alojarse por bajo del lugar de Trevélez entre
unos chaparros, cerca de un alcornocal y del río, por la comodidad del agua y
de la leña tan necesaria para guarecer la gente del frío que hacía. Los moros
tomaron lo alto de la sierra, y no pararon hasta meterse en la nieve, donde
perecieron cantidad de mujeres y de criaturas de frío, y aun de los cristianos
amanecieron helados a la mañana tres o cuatro, y algunos caballos reventaron de
comer una maldita yerba que hallaron por aquellos valles.
Capítulo XVIII
Cómo el marqués de
Mondéjar pasó al castillo de Juviles, y los caudillos de los moros se fueron
huyendo sin pelear
Los
moros que iban huyendo delante de nuestro campo fueron a parar aquella noche a
Juviles, donde tenían recogidas las mujeres y la riqueza de aquellas taas,
pensando defenderse en el sitio de aquel castillo antiguo que dijimos, el cual
era asaz fuerte para cualquier batalla de manos. Su intento era entretenerse allí
algunos días, mientras se trataba de medios de paz, porque Jerónimo Aponte les
había dado esperanza dello, por lo que había entendido en Pitres de la voluntad
del Marqués, aunque el Zaguer y los otros caudillos estaban temerosos de ver
que no les había querido dar seguro firmado de su nombre, y sospechaban lo que
por ventura llevaban en pensamiento, que haría algún castigo ejemplar en los
autores del rebelión. Dando pues y tomando sobre este negocio de reducirse,
hubo varias opiniones entre los moros aquella noche. Los malos, a quien las
culpas hacían perder la esperanza del perdón, decían que degollasen todas las
mujeres cristianas que tenían captivas, y que se pusiesen en defensa y peleasen
todo su posible, y cuando más no pudiesen, dejarían el sitio y se meterían por
las sierras; lo cual podrían hacer fácilmente, por haber disposición para ello,
a causa de la aspereza dellas, que era tanta, que no la podrían hollar
caballos; y los que no se tenían por tan culpados, movidos del amor de sus
mujeres y hijos, que veían padecer hambre, frío, cansancio y otras
incomodidades, con esperanza de poder tener algún sosiego [234] en sus casas,
arrimándose a la opinión del Zaguer, no quisieron que las matasen; antes
pensando aplacar, con ponerlas en libertad, la indignación de los cristianos,
las sacaron aquella mesma noche de las cuevas donde las tenían metidas en el
castillo, y les dijeron que se fuesen a las casas del lugar y esperasen a sus
parientes, que llegarían presto. Hubo muchas moras que las recogieron en sus casas
y las acariciaron, a fin de que ellas las favoreciesen cuando los soldados
entrasen. Siendo pues informado el marqués de Mondéjar del camino que el
enemigo había hecho aquella noche, el martes, 18 días del mes de enero, bien de
mañana levantó el campo, y caminó la vuelta de Juviles. No había bien entrado
por aquella taa, cuando llegó Jerónimo de Aponte, y con él Juan Sánchez de
Piña, y le dieron otra carta del Zaguer, en que repetía lo de la primera,
pidiendo todavía un seguro por escrito para su persona y la de Aben Humeya.
Estos cristianos refirieron al Marqués la voluntad que aquellos moros mostraban
tener, y lo que habían tratado en sus juntas, y cómo habían defendido que los
monfís no matasen las cristianas, certificándole que ellos habían sido la
principal causa del mal que se había hecho en los templos y en los sacerdotes y
en los vecinos cristianos, y procurando descargar al Zaguer y a Aben Humeya. El
cual les respondió que volviesen a ellos, y les dijesen que se viniesen luego a
rendir, porque él los admitiría, y a todos los que se viniesen con ellos, como
se lo había dicho en Pitres; mas que entendiesen que no les había de dar una
sola hora de tiempo, disimulando lo del seguro por escrito; y sospechando que
era todo entretenimiento para sacar la ropa y las mujeres que allí tenían,
mandó marchar más apriesa la gente. Vueltos los dos cristianos con la
respuesta, los caudillos moros no se satisficieron nada della; y recogiendo la
gente de guerra y, algunas cosas de precio que pudieron llevar, dejando orden
que hiciesen todos lo mismo, dejaron el castillo y se fueron por las sierras
hacia Bérchul. El marqués de Mondéjar, llegando cerca del lugar, hizo alto con
los escuadrones, y envió a reconocerle a Gonzalo de Alcántara con algunos
caballos, mandándole que no dejase entrar los soldados en las casas, porque no
se desmandasen a robar y sucediese alguna desgracia. No tardó mucho que
volvieron los dos cristianos, y dijeron al Marqués como los dos caudillos y
toda la gente de guerra se habían ido la vuelta de Bérchul y de Cádiar, y con
ellos la mayor parte de las mujeres, y que quedaban como quinientos hombres en
el castillo, viejos y impedidos, y muchas moras que no se habían podido ir.
Luego mandó marchar hacia el lugar, y junto a unas peñas que están cerca de las
casas a la parte alta hacia poniente, salieron a recebirle las cristianas
captivas con un piadoso llanto verdaderamente digno de compasión; las más
dellas llevaban sus hijitos en los brazos, y otros algo mayores que las seguían
por sus pies, y todas con las cabezas descubiertas y los cabellos tendidos por
los hombros, y los rostros y los pechos bañados de lágrimas, que entre gozo y
tristeza destilaban de sus ojos. No había consuelo que bastase consolarlas
viendo nuestros cristianos, y acordándose de los maridos, hermanos, padres y
hijos que delante de sus ojos les habían sido muertos con tanta crueldad, y
dando voces, decían: «No tomen, señores, a vida hombre ni mujer de aquestos
herejes, que tan malos han sido y tanto mal nos han hecho, y sobre todos
nuestros trabajos nos persuadían a que renegásemos de la fe con ruegos y
amenazas». El Marqués se enterneció de ver aquellas pobres mujeres tan
lastimadas, y consolándolas lo mejor que pudo, hizo que se apartasen a un cabo,
y envió gente a tomar los pasos por donde le pareció que tenían la retirada los
moros, a unas partes peones y a otras caballos, conforme al sitio y disposición
de la tierra, y con el golpe de los soldados caminó la vuelta del castillo.
Capítulo XIX
Cómo el beneficiado
Torrijos, y con él muchos alguaciles de la Alpujarra , vinieron a nuestro campo a tratar de
reducir la tierra
Aun
no habían llegado nuestras gentes a ocupar el castillo de Juviles, cuando el
beneficiado Torrijos, y con él Miguel Abenzaba, alguacil de Válor, y otros diez
y seis alguaciles de los principales de la Alpujarra , llegaron a tratar de medios de paz con
el marqués de Mondéjar. Este Torrijos, como atrás dijimos, era beneficiado de
Darrícal, y tan querido de un morisco del linaje de los antiguos alguaciles de
Ugíjar, llamado Andrés Alguacil, que muchos creyeron ser su hijo; su madre era
morisca; el cual y todos sus parientes por su respeto le favorecieron en este
levantamiento, para que los monfís no le matasen. Y porque se entienda su
historia mejor, que no fue la menos memorable, haremos aquí una breve digresión
della. Dicho queda en el capítulo del levantamiento de la taa de Ugíjar como un
morisco su amigo le sacó de la torre donde se había metido, y le escondió en
una cueva de la sierra de Gádor. Teniéndole pues en la cueva, fue avisado
Andrés Alguacil dello, y le llevó a Ugíjar a su casa, donde le tuvo algunos
días, y allí le fueron a hablar el Zaguer y el Partal y otros, que le
aseguraron la vida; y mientras estos y Miguel de Rojas, suegro de Aben Humeya, estuvieron
en el pueblo no tuvo de qué temer; mas después que se fueron, y entraron otros
no tan amigos, Andrés Alguacil lo llevó al lugar de Nechite con intento de
enviarle una noche a Guadix. Sucedió pues que en la hora que le habían de
llevar hizo tan gran tempestad y cayó tanta nieve, que no se pudo atravesar la
sierra; y después llegó al lugar Abenfarax, que andaba haciendo las crueldades
dichas; y sabiendo que estaba allí, hizo pregonar que, so pena de la vida,
ningún moro le encubriese, ni a otro cristiano, y que manifestasen luego el
dinero, plata, oro y joyas que les hubiesen tomado, como lo hacía en todos los
lugares donde llegaba. Dijéronle como Torrijos estaba malo en la cama, y que
tenía seguro de Aben Humeya y del Zaguer; y con todo eso aprovechara poco, si
cuatro mil ducados que llevaba en dineros y plata labrada no aplacaran la ira
del tirano, poniéndoselos en las manos; y todavía le mató tres críados
cristianos y otros dos mocitos que se habían librado de la muerte en Ugíjar, y
los tenían sus madres en aquel lugar. Ido Abenfarax, los amigos de Torrijos le
llevaron a Válor a casa de Miguel Abenzaba, hombre cuerdo y de los más ricos
del lugar, y allí comenzaron a tratar del negocio de la redución con él y con
otros parientes suyos. Y llevándole después Andrés Alguacil a Nechite para el
mesmo efeto, vinieron a verse con él todos los alguaciles que agora [235] le acompañaban,
llevándole por intercesor para con el marqués de Mondéjar, y otros muchos que
dejaban apalabrados; y trayéndole a la memoria los beneficios que dellos; había
recibido, le rogaron que, apiadándose de aquella tierra, por cualquier vía que
pudiese la procurase remediar, porque conocían muy bien su perdición, y él les
había hecho grandes ofrecimientos y animádolos de su parte. Llegaron a nuestro
campo con unas banderillas blancas en las manos en señal de paz; y luego que
entendió el Marqués a lo que iban, mandó que los dejasen llegar a él. Los
alguaciles se echaron a sus pies y pidieron misericordia y perdón de sus
culpas, y el beneficiado le dijo quien eran, y como, conociendo el yerro
cometido, venían a darse a merced de su majestad y a ponerse debajo de su
protección y amparo, como lo harían los demás vecinos de sus lugares teniendo
seguridad para poderlo hacer; y que le suplicaban humilmente fuese intercesor
con su majestad para que los perdonase. Estas y otras palabras de descargo
refirió Torrijos al Marqués de parte de los alguaciles, y él las recibió
alegremente, y los aseguró, y mandó que se tuviese cuenta con que no se les hiciese
más daño, porque los soldados no podían llevar a paciencia ver que se tratase
de medios con los rebeldes, maldiciendo a Torrijos y a los que andaban en ello,
como si les quitaran de las manos el premio de una cierta vitoria; y cuando
otro día se supo que los admitía, fue tan grande la tristeza en el campo como
si hubieran perdido la jornada.
Capítulo
XX
Cómo los cristianos
ocuparon el castillo de Juviles, y de la mortandad que hicieron aquella noche
en la gente rendida
Está
el castillo de Juviles en la cumbre de un cerro muy alto, arredrado de las
casas a la parte de levante; y aunque tiene los muros por el suelo, es sitio en
que los enemigos se pudieran defender si su desconformidad no se lo estorbara.
Caminando pues nuestra gente hacia él, a la media ladera del cerro bajaron tres
moros ancianos con bandera de paz delante; y siendo asegurados para poder
llegar, dijeron al marqués de Mondéjar como los caudillos con la gente de
guerra se habían ido huyendo, y que ellos por sí y por los que dentro del
castillo estaban, le suplicaban los quisiese recibir a merced. Entonces mandó a
don Alonso de Cárdenas, y a don Luis de Córdoba, y a don Rodrigo de Vivero y a
otros caballeros, que se adelantasen y se apoderasen del castillo y de lo que
hallasen en él; los cuales lo hicieron luego, no sin murmuración de los
soldados, pareciéndoles que lo aplicaría todo para sí; mas el Marqués les dio a
saco todo el mueble, en que había ricas cosas de seda, oro, plata y aljófar, de
que cupo la mejor y mayor parte a los que habían ido delante. Fueron los
rendidos trecientos hombres y dos mil y cien mujeres; y porque tenía aquel
sitio algunas veredas por donde poderse descolgar los que quisieran de parte de
noche sin ser vistos, mandó que bajasen los captivos al lugar, y metiendo las
mujeres en la iglesia, pusiesen los hombres por las casas. Esto se comenzó a
poner luego por obra; y como el cuerpo de la iglesia era pequeño, y la gente
mucha, de necesidad hubieron de quedarse fuera más de mil ánimas en la placeta
que estaba delante de la puerta y en los bancales de unas hazas allí cerca,
poniéndoles gente de guerra al derredor. Sería como media noche, cuando un mal
considerado soldado quiso sacar de entre las otras moras una moza: la mora
resistía, y él le tiraba reciamente del brazo para llevarla por fuerza, no le
habiendo aprovechado palabras; cuando un moro mancebo, que en hábito de mujer
la había siempre acompañado, fuese su hermano o su esposo u otro bien
queriente, levantándose en pie, se fue para el soldado, y con una almarada que
llevaba escondida le acometió animosamente y con tanta determinación, que no
solamente la moza, mas aun la espada le quitó de las manos, y le dio dos
heridas con ella; y ofreciéndose al sacrificio de la muerte, comenzó a hacer
armas contra otros que cargaron luego sobre él. Apellidose el campo, diciendo
que había moros armados entre las mujeres, y creció la gente, que acudía de
todos los cuarteles con tanta confusión, que ninguno sabía dónde le llamaban
las voces, ni se entendían, ni veían por dónde habían de ir con la escuridad de
la noche. Donde el airado mancebo andaba, acudieron más soldados, y allí fue el
principio de la crueldad, haciendo malvadas muertes por sus manos; y ejecutando
sus espadas en las débiles y flacas mujeres, mataron en un instante cuantas
hallaron fuera de la iglesia; y no quedaran con las vidas las que estaban
dentro, sí no cerraran presto las puertas unos criados del Marqués que se
habían aposentado en la torre, por ventura para mirar por ellas. Hubo muchos
soldados heridos, los más que se herían unos a otros, entendiendo los que
venían de fuera que los que martillaban con las espadas eran moros, porque
solamente les alumbraba el centellar del acero y el relampaguear de la pólvora
de los arcabuces en la tenebrosa oscuridad de la noche; y estos eran los que
mayor estrago hacían, queriendo vengar su sangre en aquellas cuyas armas eran
las lágrimas y dolorosos gemidos. En tanta desorden el Capitán General envió a
gran priesa los capitanes Antonio Moreno y Hernando de Oruña y los sargentos
mayores a que pusiesen algún remedio, y todos no fueron parte para ponerlo, por
haberse movido ya todo el campo a manera de motín, indignados los soldados por
un bando que se había echado aquel día, en que mandaba el Marqués que no se
tomase ninguna mujer por captiva, porque eran libres. Duró la mortandad hasta
que, siendo de día, los mesmos soldados se apaciguaron, no hallando más sangre
que derramar los que no se podían ver hartos della, y conociendo otros el yerro
grande que se había hecho. Luego comenzó a proceder el licenciado Ostos de Zayas,
auditor general, contra los culpados, y ahorcó tres soldados de los que
parecieron serlo por las informaciones. Este mesmo día el Zaguer, que se había
retirado a Bérchul, envió a decir al marqués de Mondéjar que se quería reducir;
el cual envió a don Francisco de Mendoza y a don Alonso de Granada Venegas con
un estandarte de caballos y una compañía de infantería a recoger los que
quisiesen venir; mas después se arrepintió el Zaguer, temiendo que se haría
algún riguroso castigo en él, y se embreñó en las sierras; y don Francisco de
Mendoza llevó consigo a su mujer y hijas y familia, y obra de cuarenta
cristianas captivas que estaban con ellas; y con esto se volvió a Juviles,
informado que Aben Humeya se había ido a meter en Ugíjar. [236]
Capítulo XXI
Cómo el marqués de
Mondéjar comenzó a dar salvaguardia a los moros reducidos, y envió las
cristianas captivas a Granada
Luego
mandó el marqués de Mondéjar dar sus salvaguardias a los moros reducidos que
habían venido con el beneficiado Torrijos, y les ordenó que fuesen a los
lugares y hiciesen de manera que los vecinos se volviesen a sus casas, no
consintiendo que se les hiciese mal tratamiento, porque otros se animasen
viendo el acogimiento que se hacía a estos, y el rigor de que se usaba con los
demás que estaban en su pertinacia. Esto que el General hacía no placía a los
capitanes y soldados enemigos de la paz ni a los que se veían ofendidos de las
tiranías de aquellos rebeldes, pareciéndoles que era demasiada misericordia la
que usaban con ellos; y quien más lo sentía eran las cristianas que habían sido
captivas, que con lágrimas y sollozos tristes contaban las crueldades que
habían hecho, los regocijos con que habían apellidado el nombre y seta de
Mahoma, y el escarnio y menosprecio con que habían tratado las casas de nuestra
santa fe delante dellas; mas todo lo atropellaba el marqués de Mondéjar,
entendiendo ser aquello lo que más convenía. Habiendo pues de pasar el campo
adelante, porque iba en él mucha gente inútil, envió a Tello de Aguilar con la
compañía de caballos de Écija y dos compañías de infantería a Granada, con las
cristianas captivas y con los heridos y enfermos. Detuviéronse seis días en el
camino, porque iban las mujeres a pie y eran ochocientas almas. Al entrar de la
ciudad metió la infantería de vanguardia y los caballos de retaguardia, y ellas
en medio a manera de procesión; los escuderos les llevaban cada dos niños en
los arzones y en las ancas de los caballos, y algunos tres, dos en los brazos y
el mayor en las ancas. Salió gran concurso de gente a verlas entrar por la
puerta de Bibarrambla, y entre alegría y compasión, daban todos infinitas
gracias a Dios, que las había librado de poder de sus enemigos. Llegándolas a
saludar, había muchas que en queriendo hablar les faltaban las palabras y el
aliento: tan grande era el cansancio y congoja que llevaban. Había entre ellas
muchas dueñas nobles, apuestas y hermosas doncellas, criadas con mucho regalo,
que iban desnudas y descalzas, y tan maltratadas del trabajo del captiverio y
del camino, que no solo quebraban los corazones a los que las conocían, mas aun
a quien no las había visto. Desta manera toda la ciudad hasta el monasterio de
Nuestra Señora de la Victoria ,
que está encima de la puerta de Guadix, donde llegaron a hacer oración, y de allí
fueron a la fortaleza de la
Alhambra a que las viese la marquesa de Mondéjar. Y volviendo
a las casas del Arzobispo, las que tenían parientes las llevaron a sus posadas,
y las otras fueron hospedadas con caridad entre la buena gente, y de limosna se
les compró de vestir y de calzar.
Capítulo XXII
De la entrada que el
marqués de los Vélez hizo estos días contra los moros de Fílix
Estuvo
el marqués de los Vélez cinco días en Guécija, después de haber desbaratado al
Gorri, sin determinarse hacia donde iría. Dábale priesa el licenciado Molina de
Mosquera desde la Calahorra
que fuese al marquesado del Cenete, porque sería de mucha importancia su ida
para la seguridad de toda aquella tierra. Decíanle las espías que los moros
tenían dos cuerpos de gente, uno en Andarax y otro en Fílix, y deseaba ir a
deshacerlos; y a 18 días del mes de enero, martes, el mesmo día que el marqués
de Mondéjar fue a Juviles, partió con su campo de aquel alojamiento, y aquella
noche fue a dormir en lo alto de la sierra de Gádor, casi a la mitad del camino
de Fílix, para dar el miércoles, víspera de San Sebastián, sobre él. La nueva
de esta partida llegó luego a Almería, y don García de Villarroel, hombre
mafioso y cudicioso de honra, queriéndole ganar por la mano, salió de la ciudad
con setenta arcabuceros a pie y veinte y cinco hombres de a caballo, y el mesmo
día miércoles bien de mañana se puso en un puerto que está un cuarto de legua
de Fílix, a vista del lugar por donde de necesidad había de entrar el campo del
marqués de los Vélez. Su fin era que los moros, viéndole asomar, entenderían
ser la vanguardia del campo y huirían, y podría robarle antes que el Marqués
llegase; mas no le sucedió como pensaba, porque siendo descubierto, los moros
se pusieron en arma; y dejando el lugar atrás, tocando sus atabales y jabecas,
salieron a esperarlos puestos en escuadrón con dos manguillas de escopeteros
delante. Primero enviaron cincuenta hombres sueltos a reconocer, y tras de
ellos otros quinientos a que tomasen un cerro alto, que está a caballero del
puerto; y para que se entendiese que tenían mucho número de gente, hicieron
otro escuadrón de muchachos y mujeres cubiertas con las capas, sombreros y
caperuzas de los hombres, y puestos al pie del sitio antiguo de un castillejo
que allí había. Viendo pues don García de Villarroel tan gran número de gente
como desde lejos parecía y la orden con que habían salido, cosa nueva para los
de aquella tierra, entendió que debía de haber turcos o moros berberiscos entre
ellos; y teniendo su juego por desentablado, volvió hacia donde iba nuestro
campo, por ser aquel el camino más seguro para su retirada. No tardó mucho de
verse con el marqués de los Vélez, y dándole cuenta de lo que pasaba, le
preguntó si entendía que osarían aguardar los enemigos; y diciéndole que creía
que sí, porque tenía aviso que estaba allí el Futey y el Tezi, y Puerto Carrera
el de Gérgal, con más de tres mil hombres de pelea, y que tenían el lugar
barreado y puesto en defensa, le pidió cincuenta soldados de los que llevaba,
hombres sueltos y pláticos en la tierra; y dándoselos, se volvió aquella noche
a la ciudad de Almería, y el marqués de los Vélez prosiguió su camino con los
escuadrones muy bien ordenados, mil tiradores delante, la mayor parte dellos
arcabuceros, y él con toda la caballería a un lado. Los moros, que ya se habían
vuelto a meter en el lugar, entendiendo que eran los que habían visto retirar,
tornaron a salir fuera, y por la mesma orden que la otra vez aguardaron en
medio del camino; y llegando la vanguardia a tiro de arcabuz de la suya, se
comenzó una pelea harto más reñida y porfiada de lo que se pudiera pensar,
porque los moros se animaban y hacían todo su posible; aunque al fin, cuando
entendieron que peleaban contra el campo del marqués de los Vélez, a quien los moros
de aquella tierra solían llamar Ibiliz
Arraez el Hadid, que quiere decir diablo cabeza de hierro, perdieron esperanza de vitoria.
Estando pues [237] la escaramuza trabada,
nuestra caballería cargó por un lado, y haciendo perder el sitio a los enemigos,
que era asaz fuerte, los llevó retirando hasta las casas del lugar. Allí se
tornaron a rehacer y pelearon un rato; y siendo arrancados segunda vez, los fue
la infantería siguiendo por la sierra arriba, que está a la parte alta, hasta
encaramarlos en la cumbre, donde había buena cantidad de piedras crecidas, que
naturaleza puso a manera de reducto; en las cuales hicieron rostro y comenzaron
a pelear de nuevo, mostrando hacer poco caso del ímpetu de la infantería, por
verse libres de los caballos; mas los arcabuceros, que fueron de mucho efeto
este día, les entraron valerosamente, y matando muchos dellos, los desbarataron
y pusieron en huida. Los que cayeron hacia donde estaban los caballos murieron
todos, y los que tomaron lo alto de la sierra se libraron. Quedaron muertos en
los tres recuentros y en el alcance más de setecientos moros, y entre ellos
algunas mujeres que pelearon como animosos varones hasta llegar a herir con las
almaradas en las barrigas de los caballos; y otras, faltándoles piedras que poder
tirar, tomaban puñados de tierra del suelo y los arrojaban a los ojos de los
cristianos para cegarlos y que llegasen a perder la vida y la vista juntamente.
Murieron peleando el Tezi y Futey, y fue preso un hijo de Puerto Carrero con
dos hermanas doncellas y mucha cantidad de mujeres. De los cristianos murieron
algunos, y hubo más de cincuenta heridos. Ganose un rico despojo de bagajes
cargados de ropa y de seda y mucho oro y aljófar, con que los soldados fueron
satisfechos de la vitoria; aunque su demasiada ganancia fue dañosa, porque con
deseo de ponerla en cobro, dejaron muchos las banderas y se volvieron a sus
casas. Desto se quejaba después el marqués de los Vélez, diciendo que al tiempo
que más los había menester le habían llamado, y que por esta causa se había
detenido en Fílix, proveyendo no se le fuesen los que quedaban. Estando en este
alojamiento le llegó la gente de Murcia, que hasta entonces no se la había
querido enviar el licenciado Artiaga, juez de residencia de aquella ciudad, sin
que su majestad se lo mandase. Vinieron tres regidores por capitanes, don Juan
Pacheco con un estandarte de cincuenta caballos, y Alonso Gualtero y Nofre de
Quirós con dos compañías de docientos y cincuenta arcabuceros y ballesteros
cada una. Llegaron también don Pedro Fajardo, hijo de don Alonso Fajardo, señor
de Polope, y don Diego de Quesada, que después de la rota de Tablate estaba en
desgracia del marqués de Mondéjar, con ochenta soldados arcabuceros y veinte
caballos aventureros que traían de Granada; con los cuales atravesaron el río
de Aguas Blancas, y por el marquesado del Cenete y el Boloduí fueron a dar a
Fílix, donde los dejaremos agora para volver al otro campo, que está en
Juviles.
Capítulo XXIII
Cómo el campo del
marqués de Mondéjar pasó a Cádiar y a Ugíjar, y combatió algunas cuevas donde
se habían recogido cantidad de moros
El
domingo 23 días del mes de enero partió nuestro campo de Juviles, y aquel día
llegó al lugar de Cádiar, sin que en el camino hubiese cosa memorable, porque
los moros se habían retirado hacia Ugíjar; y si algunos bajaron de las sierras
a escaramuzar, luego se volvieron a ellas, no osando acometer más que con
alaridos. Aquella noche, queriéndose don Alonso de Granada Venegas señalar en
alguna cosa que fuese grata al marqués de Mondéjar, viendo los tratos que
andaban sobre la redución, le pidió licencia para escrebir sobre ello a Aben
Humeya, y siéndole concedida, le despachó luego un moro de los reducidos; mas
no llegó la carta a sus manos esta vez, porque los soldados mataron al
mensajero que la llevaba, y ansí no tendremos para qué hacer mención de lo que
en ella se contenía, en este lugar, reservándolo para otra que después le
escribió. El lunes bien de mañana salió el campo de Cádiar, y en el camino de
Ugíjar se vinieron a reducir algunos moros, y entre los otros vino Diego López
Aben Aboo, primo de Aben Humeya y sobrino del Zaguer, y trajo consigo al
sacristán de la iglesia de Mecina de Bombaron, donde era vecino, para que
certificase al marqués de Mondéjar como había defendido que los monfís no
quemasen la iglesia, y le había tenido escondido a él y a su mujer y hijos en
una cueva hasta aquel día porque no los matasen. El Marqués holgó mucho con la
relación del sacristán, y loó al moro delante de los otros, diciendo que no todos
los de la Alpujarra
se habían rebelado con su voluntad; y le mandó dar luego una salvaguardia muy
favorable para que nadie le enojase, y pudiese reducir todos los vecinos de
aquel lugar y de fuera dél que quisiesen venir al servicio de su majestad. Caminó
aquel día nuestra gente la vuelta de Ugíjar puesta en sus ordenanzas, porque se
entendió que hallarían allí el golpe de los enemigos con quien pelear. Habíase
recogido en este lugar Aben Humeya cuando huyó de Juviles, y juntando los
caudillos de los alzados para ver lo que debían hacer, trataron de elegir un
lugar fuerte, que lo pudiese ser por arte y por naturaleza de sitio, donde
meterse para aguardar a nuestro campo, y probar la fortuna de las armas,
defendiendo y ofendiendo, mientras la gente de los partidos hacía sus
acometimientos a las escoltas que iban a los campos de los marqueses, que de
necesidad habían de estar divididos. Sobre esta elección hubo pareceres
diversos. Miguel de Rojas y los naturales de Ugíjar querían que fuese allí,
porque andaban ya en tratos sobre las paces, y decían que Ugíjar era lugar
fuerte de sitio, y que con facilidad se podría hacer mucho más, y que estando
en medio de la Alpujarra ,
se podría acudir a todas las otras partes con brevedad. El Gorri y otros, que
aborrecían la paz que se compraba con sus cabezas, pues siendo principales
caudillos y autores de la maldad, tenían por cierto que se había de ejecutar en
ellos el rigor de la justicia, no querían ponerse en parte que pudiesen ser
acorralados; y teniendo más confianza en la fragosidad de las sierras que en
los viles muros y reparos en que se podían meter, querían irse a Paterna, lugar
puesto en la falda de la sierra entre Ugíjar y Andarax, donde no podrían ser
cercados, y tenían la retirada segura siempre que quisiesen irse; y como Miguel
de Rojas tenía autoridad entre ellos, y era mucha parte en aquella tierra,
atropellando los pareceres, hizo con Aben Humeya que se resolviese de hacer el
fuerte en Ugíjar y así se determinó en aquella junta. Mas el Gorri y el Partal
y el Seniz le tomaron luego aparte, y entre temor y malicia le hicieron creer
que su suegro le engañaba; [238] y que teniendo trato hecho con el marqués de Mondéjar, andaba por
meterlos a todos en parte donde los pudiese coger en una red, y quedarse él con
el dinero y plata que tenía en su poder; y pudo ser que dijesen verdad.
Finalmente el miedo le hizo mudar propósito, y se fueron a Paterna; y no
contentos con esto, le indignaron tanto, que sin más averiguación, violando la
ley del parentesco, acordó de matar a su suegro; y enviándole a llamar a su
casa, le aguardó con una ballesta armada a la puerta, acompañado de los otros
malvados, y errando el tiro, porque el Miguel de Rojas, en viéndole encarar
hacia él, se metió despavorido debajo de la ballesta, y la saeta fue por alto,
el Seniz acudió con otro tiro, que le atravesó entrambos muslos, y luego todos
con las espadas le acabaron de matar. De aquí nacieron grandes enemistades
entre los parientes del muerto y Aben Humeya, el cual repudió luego la mujer, y
juró que no había de dejar hombre dellos a vida; y el mesmo día del homicidio
siguió también a Diego de Rojas, su cuñado, por unas barranqueras abajo para
matarle, y todos los demás parientes suyos y de los alguaciles de Ugíjar
anduvieron de allí adelante recatados dél. Mató a Rafael de Arcos, mancebo de
aquel linaje, y a otros, de donde se recreció tratarle la muerte a él y
dársela, como diremos en su lugar. Volviendo pues a nuestro campo, que iba
marchando en ordenanza la vuelta de Ugíjar, cuando llegó cerca del lugar halló
que los moros se habían ido; y algunos, que no habían querido ir a Paterna, no
se teniendo tampoco por seguros en los campos, se habían hecho fuertes en
cuevas que tenían proveídas de bastimentos para aquel efeto, hechas las bocas y
entradas entre roquedos y peñas tajadas tan altas, que no se podía subir a
ellas sin largas escalas. Alojose nuestro campo en Ugíjar, con determinación de
pasar luego en seguimiento del enemigo, por no darle lugar a que se pudiese
rehacer ni fortalecer en ninguna parte; mas fuele forzado al marqués de
Mondéjar detenerse, porque fue avisado que desde algunas de aquellas cuevas,
los moros que estaban metidos dentro, como hombres que el temor del mal que
esperaban los hacía arriscar el peligro, decían palabras contra nuestra santa
fe católica, vanagloriándose de que eran moros y querían morir por Mahoma. Esto
indignó grandemente al marqués de Mondéjar, y mucho más cuando supo que desde
una dellas habían arrojado hacia los cristianos, como por escarnio la figura de
un Cristo crucificado hecha pedazos, diciendo: «Perros, tomad allá vuestro
Dios»; y otras cosas que no merecían menos que riguroso castigo, como en efeto
se hizo, combatiéndolas y ganándolas por fuerza de armas, y justiciando a todos
los hombres que hallaron dentro. En una destas cuevas se metieron dos moros con
sus mujeres y hijos y con nueve cristianas captivas, con fin de huir el rigor
de los soldados y darse a partido después; los cuales se rindieron luego que
nuestro campo llegó; y el Marqués no solamente los admitió, mas se sirvió
dellos después para espías, y aprovecharon mucho en cosas que se ofrecieron.
Reduciéronse en este alojamiento muchos moros de los principales, y todos eran
admitidos graciosamente, y se les daban salvaguardias para que se volviesen
seguramente a sus pueblos. Pero esta humanidad acrecentaba la ira a los
caudillos monfís, porque veían que cargándoles a ellos toda la culpa, no les
dejaban lugar de perdón; y aun los proprios cristianos, qué sabían poco de la
disensión que andaba entre los moros, juzgaban que los que se reducían eran
compelidos de necesidad y de miedo, por verse metidos entre dos ejércitos
enemigos en tiempo que no podían durar más en las sierras a causa de los duros
fríos y grandes nieves que caían. Desde Ugíjar escribió otra carta don Alonso
de Granada Venegas a Aben Humeya en conformidad de la primera, diciéndole que
le pesaba mucho que un caballero de su calidad y de tan buen entendimiento
hubiese tomado camino de tan gran perdición para sí y para toda la nación
morisca; que compadeciéndose dél y de su nobleza, le aconsejaba como amigo lo
remediase con darse llanamente a merced de su majestad, pues estaba a tiempo de
poderlo hacer; que le certificaba que hallaría lugar de misericordia, porque
era príncipe tan humano, que no miraría al yerro, sino al arrepentimiento; y
que dejando aquella quimera vana y odiosa a los oídos de su señor y rey
natural, tomase solución breve; que mucho le convenía, porque él sabía del
marqués de Mondéjar que le sería buen intercesor. Hasta aquí decía la carta, la
cual fue luego a sus manos, y le tuvo harto suspenso y casi determinado a
rendirse, si fijando el ánimo entre temor y esperanza, no le cegara otro suceso
que diremos adelante.
Cómo el campo del
marqués de Mondéjar fue a Iñiza y a Paterna en busca de los enemigos, y de los
tratos que hubo para que Aben Humeya se redujese
Avisado
el marqués de Mondéjar como los moros estaban en Paterna, y que se habían
juntado más de seis mil hombres, la mayor parte dellos del marquesado del
Cenete, y puéstose en la cuesta de Iñiza, que está media legua de Paterna, con
demostración de querer defender el paso, aunque la subida era áspera y tan
dificultosa, que poca gente parecía poderla defender a mucha, quiso ir luego en
su demanda antes que se fortificasen más. Haciendo pues reconocer el sitio del
enemigo, que tenía dos retiradas, la una a la parte de Sierra Nevada, que no se
le podía quitar por tenerla a las espaldas y ser de calidad que no la podían
hollar caballos, y la otra a la sierra de Gádor hacia la mar, que para ir a
tomarla se había de atravesar un gran llano que está entre Paterna y Andarax;
mandó a los capitanes Gonzalo Chacón y Lorenzo de Leiva que con sus estandartes
de caballos y trecientos arcabuceros, a orden del capitán Álvaro Flores, fuesen
hacia Codbaa, que era uno de los lugares ya reducidos, a poner cobro en las
cristianas captivas que allí había, antes que los moros de guerra las matasen o
se las llevasen a otra parte; y haciendo dar municiones y bastimento para
marchar a toda la gente, el miércoles 26 días del mes de enero partió de Ugíjar
con todo el campo puesto en su ordenanza, aunque le faltaban muchos soldados
que se habían vuelto desde la desorden de Juviles. Y llegando cerca del lugar
de Chirin, que está una legua pequeña de Ugíjar, vinieron a él tres moros con
una banderilla blanca de paz, y le dieron una carta de Aben Humeya, en que
decía que procuraría hacer que los alzados se redujesen, y lo mesmo haría de su
persona, [239] dándole tiempo para
ello, y que entre tanto que esto se hacía, no permitiese que pasase el campo
adelante, porque alterando la tierra con desórdenes, no se interrumpiese el
negocio de las paces. A esto le respondió el marqués de Mondéjar que lo que
había de hacer y más le convenía, era abreviar y venirse a rendir llanamente con
la gente, armas y banderas que tenía consigo, porque los demás cada uno miraría
por su cabeza; y que haciendo lo que era obligado por su parte, le sería tan
buen tercero, como vería por la obra; mas que si tardaba en determinarse,
entendiese que le faltaría lugar de misericordia. Estas palabras, y dos cartas
que le escribieron don Luis de Córdoba y don Alonso de Granada Venegas,
rogándole que tomase el buen consejo, llevaron los tres moros por respuesta;
mas nuestro campo no por eso dejó de proseguir su camino, yendo marchando
siempre su poco a poco. No mucho después llegó otro moro con otra carta del
mesmo Aben Humeya en respuesta de la que don Alonso de Granada Venegas le había
escrito desde Ugíjar, diciendo que tomaría su consejo y se reduciría, y que para
que hubiese efeto y se tratase de la seguridad que había de haber, le rogaba
diese orden como se viesen tres a tres. Esta carta mostró luego don Alonso
Venegas al marqués de Mondéjar, y le suplicó que no pasase aquella noche el
campo de Iñiza, y que le diese licencia para verse con Aben Humeya como decía;
el cual holgó dello y se la dio; y con esto volvió el moro a Paterna. Llevaba
el Marqués determinado de no parar hasta llegar al enemigo, y con esta novedad
acordó de quedarse en Iñiza; y como para haberse de alojar el campo fue
necesario que las mangas de la arcabucería pasasen delante del alojamiento para
hacer escolta, como es orden de guerra, los moros, que estaban a la mira encima
de la cuesta y del camino, puestos en dos escuadrones de cada tres mil hombres,
entendieron que todo el campo iba la vuelta dellos, y mayormente cuando vieron
que los arcabuceros cristianos tomaban lo alto de la sierra hacia donde tenían
su retirada. No se había aun alojado el campo, mas quería el Marqués volver a
tomar alojamiento en el lugar de Iñiza, que ya lo había dejado atrás, cuando la
manga de la mano izquierda, que llevaba el capitán Juan de Luján y el sargento
mayor Pedraza, se encaramó tanto, que llegó a escaramuzar con el escuadrón de
los moros, que estaban hacia aquella parte; y acudiéndoles otra arcabucería,
les hicieron perder el sitio, y los pusieron en huida. Sucedió pues que cuando
la escaramuza comenzó, Aben Humeya acababa de oír la respuesta del Marqués, y
tenía las cartas en las manos, que las abría ya para leerlas; y como vio que
los cristianos iban la sierra arriba, y que los suyos huían desvergonzadamente,
entendiendo que todo lo que don Alonso Venegas trataba era engaño, echó las
cartas en el suelo, y subiendo a gran priesa en un caballo, dejó su familia
atrás, y huyó también la vuelta de la sierra; luego lo siguió la otra vil
gente, procurando cada cual ponerse en cobro. Nuestras mangas iban ya tan
encumbradas con el suceso de la vitoria, que le fue necesario apresurar el
paso, y le hicieron dejar el caballo para embreñarse a pie por lo más áspero
con solos cinco moros que le quisieron seguir, uno de los cuales dejarretó el
caballo porque no hubiesen dél provecho los cristianos. Los demás todos,
despertándolos el temor de la ira, hicieron lo mismo; y los soldados, siguiendo
el alcance, mataron muchos dellos, y les tomaron gran cantidad de mujeres y de
bagajes cargados de ropa; y algunos se adelantaron tanto, que entraron en
Paterna, y captivaron la madre y hermanas de Aben Humeya, y a su no legítima esposa
y a otras muchas moras, y pusieron en libertad más de ciento y cincuenta
cristianas que tenían captivas. El Marqués, que todavía quisiera aguardar a que
se dieran a partido, viendo el efeto que se había hecho, llegó con su guión
hasta unos encinares que tenían a caballero el lugar; y haciendo alto, mandó
que la gente volviese a Iñiza, donde había de ser el alojamiento; y el
siguiente día fue a Paterna, sin hallar quien le hiciese estorbo en el camino.
Sobre este alto del encinar que el marqués de Mondéjar hizo, hubo hartas
pláticas, como suele acaecer entre los que, sin saber los desinios de los
superiores, juzgan las cosas conforme a sus apetitos. Decían algunos que por
hacer alto se había dejado de acabar la guerra aquel día, quitándoles de la
mano una cumplida vitoria, y que detener los soldados había sido que del todo
no diesen cabo de los moros, que de tanta utilidad eran en aquel reino después
de reducidos; y otros que sabían el fin por que se había hecho, y la voluntad
de su majestad, que era allanar el reino con el menor daño que ser pudiese de
sus vasallos, con mejor juicio aprobaban lo que se había hecho.
Capítulo XXV
Cómo partió el campo de
Paterna y fue a Andarax, y como sin pasar adelante volvió a Ugíjar para hacer
la jornada de las Guájaras
Estuvo
nuestro campo en Paterna aquella noche, donde los soldados fueron
abundantemente bastecidos de harina, aceite, queso, carne y cebada, de lo que
los moros dejaron en sus casas, y fue harto menos lo que comieron que lo que
desperdiciaron. Otro día, viernes 28 de enero, se fue a alojar a Lauxar de
Andarax, donde estaban ya Álvaro Flores y los otros capitanes, menos conformes
de lo que convenía en semejante ocasión. La causa de la discordia había sido
cudicia, porque los capitanes de la caballería quisieran tomar por esclavos
todos los moros y moras que se habían venido a guarecer en las casas de los
reducidos, diciendo que no se entendía con ellos la salvaguardia; y Álvaro
Flores se lo había contradicho con la orden que llevaba del Marqués para conservar
los que se hubiesen ya reducido y todos los que se viniesen a reducir; el cual
mandó que no tocasen en los unos ni en los otros, sino que los dejasen estar
libremente en sus casas, sin darles pesadumbre. Cobraron libertad en estos tres
lugares, Codbaa, Lauxar y el Fondón, más de trecientas mujeres cristianas, y
los reducidos presentaron al marqués de Mondéjar un niño, hijo de don Diego de
Castilla, señor de Gor, que le habían captivado en el Boloduí. Estos dijeron
como la gente que había huido de Paterna iba derramada por aquellas sierras, y
que sin falta se reduciría la mayor parte della, y que a la parte de Ohánez se
había recogido otra mucha gente, que los más eran viejos y mujeres y muchachos,
que también se reducirían enviándoselo a requerir. Teniendo pues dada orden el
marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza [240] y a don Juan de Villarroel, que con mil hombres
entre infantes y caballos partiesen el sábado 29 de enero la vuelta de Ohánez,
después la suspendió, por entender que se había ido de allí la gente de guerra,
y que solamente sirviera aquella ida de dar que robar a los soldados y hacer
que captivasen gente inútil, que con rústica simpleza no sabían determinarse en
lo que habían de hacer; y juntando los de su consejo para ver lo que más
convenía, conforme a las órdenes de su majestad, se acordó que lo más seguro
para allanar la tierra sería poner presidios en los lugares reducidos, y
particularmente en Andarax, Ugíjar, Berja y Pitres de Ferreira, y que se
llevasen allí todos los bastimentos que se pudiesen juntar de los otros
lugares, y recogiendo a los que se viniesen a reducir buenamente, hubiese
cuadrillas de soldados hombres del campo que corriesen la tierra y persiguiesen
a los pertinaces. Para este efeto se mandó que Álvaro Flores con seiscientos
soldados fuese luego a la sierra de Gádor, donde dijeron las espías que andaban
muchos moros de los que habían huido de las rotas del marqués de los Vélez,
persuadiendo y estorbando a los demás que no se viniesen a reducir, y allanase
aquella tierra. Desde Andarax escribió el marqués de Mondéjar una carta al
marqués de los Vélez, haciéndole saber lo que se había hecho en aquella guerra.
Decíale como Aben Humeya había sido desbaratado cuatro veces, que no había
osado parar en la Alpujarra ,
y con solos cincuenta o sesenta hombres que le seguían andaba huyendo de peña
en peña, y que entendiendo que sería de más importancia poner presidios y
enviar mil hombres sueltos en cuadrillas que deshiciesen algunas juntas de
hombres perdidos que andaban desmandados, que traer campos formados, había
acordado de lo hacer ansí; y le avisaba dello para que le enviase su parecer,
conformándose con la orden que de su majestad tenía. Esto todo era a fin de que
teniendo el marqués de los Vélez por acabado el negocio de la guerra con la
redución, se dejase de proseguir en ella; el cual respondió después de la de
Ohánez bien diferente de lo que el marqués de Mondéjar pretendía,
condescendiendo a su mesmo efeto, que era acabar él por la vía del rigor la
guerra. Habíanse recogido en este tiempo en los lugares de las Guájaras, que
son tierra de Salobreña, muchos moros de los lugares comarcanos a la fama de un
fuerte peñón que está por cima de Guájara alta, y de allí salían a correr la
tierra, y salteando por los campos y caminos hacia la parte de Alhama, Guadix y
Granada, mataban los caminantes, quemaban las caserías de los cortijos y
llevábanse los ganados. Estas y otras correrías que los moros hacían a
diferentes partes indignaban grandemente a los ministros de su majestad que
residían en Granada, y a los ciudadanos, pareciéndoles que todo lo que decían
los moros cerca de la redución era fingido, para entretener y asegurar a los
cristianos, pues por una parte mostraban quererse reducir, y por otra salían a
hacer robos y salteamientos. Sospechando pues el marqués de Mondéjar que si se
detenía mucho darían otro dueño a aquel negocio, y aun siendo avisado que el
proprio conde de Tendilla, su hijo, quería salir a hacer aquella jornada,
teniendo ya por acabado lo de aquella parte donde andaba, dio vuelta a Ugíjar,
suspendiendo por entonces el hacer de los presidios hasta tener allanadas las
Guájaras. Cinco días estuvo en aquel lugar, dando orden en la jornada que había
de hacer y aligerando el campo de la gente inútil, que solamente servía de
embarazar los bagajes y comerse los bastimentos. Entre las otras cosas que
proveyó, fue mandar entregar mil moriscas de las que habían quedado vivas en
Juviles y captivádose después en Paterna, a tres alguaciles reducidos que
estaban en el campo, llamados Miguel de Herrera, alguacil de Pitres de
Ferreira; García el Baba, de Ugíjar, y Andrés el Adrote, de Nechite; las cuales
se les entregaron por mano del beneficiado Torrijos, con orden que las diesen a
sus maridos, padres y hermanos, y les notificasen que las tuviesen en depósito
para volverlas cada y cuando que les fuesen pedidas. El viernes vino a este
alojamiento Álvaro Flores, habiendo corrido la sierra de Gádor y de Níjar y
hecho poco efeto. También llegó el capitán Juan Rico con trecientos infantes
que enviaba el marqués de Comares a su costa para servir en esta guerra.
Capítulo XXVI
Cómo el marqués de los
Vélez partió con su campo hacia lo de Andarax, y desbarató los moros que se
habían recogido en la sierra de Ohánez
Desde
19 de enero, que el marqués de los Vélez llegó a Fílix, no mudó el campo ni
hizo cosa memorable, aguardando, según él decía, a que los soldados y caballos
se restaurasen del cansancio del camino; hasta que a 30 del dicho mes se mudó
para hacer algún efeto, con ocasión de una carta de su majestad, en que le
avisaba como los rebelados habían enviado a pedir socorro a Berbería, y se
tenía aviso cierto que para la luna de febrero les vendrían navíos de Argel y
de Tetuán con gente y municiones, y que convenía que estuviese sobre aviso.
Queriendo pues ir a la sierra de Inox, donde tenía nueva que había un buen
golpe de enemigos que se habían recogido en compañía de los de Níjar y de los
otros lugares de la comarca, fue avisado como don Francisco de Córdoba, hijo de
don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete, que por mandado de su majestad había
tres días que se había metido en Almería, iba allá con la gente de tierra y de
las galeras del cargo de Gil de Andrada. Y pareciéndole que no había que hacer
en aquella parte, por no estar ocioso acordó de ir la vuelta de Andarax, o por
mejor decir, a Ohánez, donde se habían juntado aquellos moros que dijimos en el
capítulo precedente, no teniendo aviso, o disimulándolo, de lo que el marqués
de Mondéjar dejaba hecho. Con este presupuesto llegó a Canjáyar, lugar de la
taa de Lúchar, a 31 días de enero; y como los corredores que iban delante
volviesen a decirle que en una loma de Sierra Nevada, cerca del lugar de
Ohánez, habían visto gran cantidad de moros, mandó enderezar hacia ellos el
siguiente día, víspera de la
Purificación de Nuestra Señora. Llevaba las ordenanzas muy
bien repartidas, conforme a la disposición de la tierra, que es áspera; y
apartándose obra de una legua del río, por laderas y cuestas difíciles de
hollar con caballos, llegó la vanguardia a alcanzar la retaguardia de los
enemigos en otro sitio más áspero y más fragoso del que primero tenían, porque
en la hora que vieron nuestro campo procuraron tomar lo más alto de la sierra,
echando las mujeres y bagajes por delante y quedándose los hombres de guerra
atrás, obedeciendo a su capitán Tahalí, que animosamente [241] hizo rostro,
representando forma de batalla con las banderas tendidas y el sonido de los
atabales y dulzainas y alaridos que atronaban aquellos valles; el cual los
animó para la pelea con estas razones: «Adelante, valerosos hombres y hermanos
míos; que no nos importa menos el vencer que librar nuestras personas, y las de
nuestras mujeres y hijos de muerte y captiverio. Los que decís que por mi
respeto os levantastes, pelead en esta ocasión; libraréis vuestra causa de
culpa, lo que no podréis hacer siendo vencidos, porque ningún vencido es tenido
por justo, quedando por juez della el vencedor enemigo». No esperaron los
animosos bárbaros a que nuestra gente llegase, favorecidos del sitio; los
cuales, tomando ánimo con las palabras que el moro les decía, aunque eran
muchos menos y estaban peor armados, se vinieron a nuestros escuadrones, y los
acometieron por el lado izquierdo, cargando a un mesmo tiempo por diferentes
partes. Era este lugar y sitio donde los moros se habían juntado asaz fuerte
para poderse defender, aunque de agüero infelice a su nación, porque allí se
habían juntado en la rebelión pasada en tiempo de los Reyes Católicos, y siendo
cercados y acosados por el conde de Lerín, habían perecido de hambre, y por eso
le llamaban el Cosar de Canjáyar, como si dijésemos, el lugar de la hambre.
Serían los moros como dos mil hombres de pelea, sin la gente inútil, que era
mucha; mas los nuestros eran cinco mil infantes, los mil y docientos
arcabuceros, y más de ochocientos ballesteros; los otros iban armados con
lanzas, alabardas y espadas y rodelas, y cuatrocientos caballos muy bien en
orden. Con esta gente resistió el marqués de los Vélez el ímpetu de los enemigos,
que fue muy grande, y subiendo de abajo para arriba, se trabó una reñida y
sangrienta pelea, en la cual comenzó nuestra vanguardia a aflojar, porque los
moros peleaban con tiros, saetas y piedras tan determinadamente, que sin temor
holgaban de trocar sus vidas con muerte de los que tenían delante. Convino que
el marqués de los Vélez acudiese personalmente al peligro común, acompañado de
muchos caballeros, gente valerosa, con los cuales socorrió y reparó la flaqueza
de los suyos, acometiendo a los enemigos por el lado derecho; y peleando con
ellos y con la aspereza de la tierra que no menor resistencia le hacía, los
desbarató y puso en huida, y apretó de manera, que no les dejó lugar de
rehacerse, siguiendo el alcance más de una legua la sierra arriba, por donde
parecía imposible poder subir con los caballos. Murieron este día mil moros, y
perdieron muchas banderas, y fueron captivas mil y seiscientas almas entre
mujeres y niños; y el despojo de bagajes cargados de ropas y joyas de precio, y
de ganados, fue muy grande. Cobraron libertad treinta cristianas que llevaban
captivas, habiendo degollado con bárbara crueldad el día antes otras veinte, y
entre ellas algunas doncellas hermosas y nobles, que las proprias moras las
habían hecho matar y vituperádolas con mil géneros de vituperios; mas no
quedaron sin castigo, porque los soldados mataron algunas en la pelea y otras
en el alcance, que, aunque moras, hacían lástima por ser mujeres; la cual se
convirtió en ira luego que se entendió la maldad que habían hecho. Los moros
que escaparon desta rota, unos se embreñaron por las sierras, otros se metieron
en unas cuevas muy fuertes que están sobre aquel río, y allí se pusieron en
defensa, y todos los que fueron presos, no habiendo osado morir peleando,
fueron ahorcados. Cristianos hubo algunos muertos y muchos heridos de arcabuz y
de saetas con yerba, y otros de pedradas y de cuchilladas, y peligraron hartos
dellos. Habida esta vitoria, se alojó nuestro campo en Ohánez, donde fue otro
día celebrada la fiesta de la gloriosa Virgen Señora nuestra con gran
solenidad, yendo el marqués de los Vélez y todos los caballeros y capitanes en
la procesión armados de todas sus armas, con velas de cera blanca en las manos,
que se las habían enviado para aquel día desde su casa, y todas las cristianas
en medio vestidas de azul y blanco, que por ser colores aplicadas a nuestra
Señora, mandó el marqués que las vistiesen de aquella manera a su costa. Anduvo
la procesión por entre las escuadras armadas, que le hicieron muy hermosas
salvas de arcabucería, y entró en la iglesia cantando los clérigos y frailes
del ejército el cántico de Te Deum laudamus,
y glorificando al Señor en aquel lugar donde los herejes le habían blasfemado.
Desta vitoria concibió luego el marqués de los Vélez que si el marqués de
Mondéjar, no queriendo gastar más tiempo en la Alpujarra , se salía
della, así por tener la gente y los caballos fatigados del largo y fragoso
camino por donde había andado, como por parecerle que estaba ya todo acabado,
podría entrar él con cualquiera ocasión con su campo, que estaba descansado y
brioso con el refresco de Ohánez, y hacerse dueño del negocio de aquella guerra
para acabarla por su mano; y al fin lo consiguió, aunque no desta vez, porque
se fueron la mayor parte de los soldados con los despojos, y hubo de levantar
su campo de Ohánez y volver por la taa de Marchena a Terque, donde estuvo
muchos días suspenso, hasta que después pasó a Berja; y con este intento
escribió al marqués de Mondéjar en respuesta de la de Andarax, diciendo que los
moros que habían huido de la rota de Ohánez eran muchos, y que le parecía ser
necesario más que cuadrillas para deshacerlos, y que hiciese por su parte lo
que pudiese, porque ansí haría él de la suya.
Capítulo XXVII
Cómo don Francisco de
Córdoba fue sobre el fuerte de la sierra de Inox
Estando
el campo del marqués de los Vélez en Fílix, don Francisco de Córdoba entró en
Almería, y fue avisado cómo Francisco López, alguacil de Tavernas, y otros
habían fortalecido un fuerte peñón que está sobre el lugar de Inox, y metídose
dentro con las mujeres y muchos bastimentos, y que estaban con ellos moros de
Berbería y turcos, que habían venido aquellos días en unas fustas, no enviados
por sus reyes, sino aventureros; los cuales habían prendido poco antes una
espía que enviaba don García de Villarroel, y dádole cruel muerte, espetado en
un asador de hierro. Queriendo pues hacer esta jornada, y pareciéndole que
había poca gente en la ciudad para poder llevar y dejar, escribió al marqués de
los Vélez a Fílix, que le enviase alguna, conforme a la orden que de su
majestad tenía para ello; porque cuando se mandó a don Francisco de Córdoba que
fuese a meterse en Almería, y se le encomendó la guardia de aquella ciudad, se
le avisó que el marqués de los Vélez tenía orden para proveerle de gente y de
todo lo que hubiese menester: mas él no le [242] respondió sí ni no. Y viendo don Francisco de
Córdoba que tenía mal recaudo en él, despachó un correo a Pedro Arias de Ávila,
corregidor de Guadix, y aun avisó a su majestad como aquellos alzados
aguardaban por horas doce bajeles con setecientos turcos, y le envió una carta
árabe que un moro escribía a un morisco de Almería, en que le decía que Aben
Humeya había despachado dos moros para Argel pidiendo socorro. Estos despachos
partieron de Almería a 28 de enero en la noche, y otro día de mañana llego a la
playa Gil de Andrada con nueve galeras y cantidad de bastimentos y municiones
para provisión de la ciudad; y dándole parte don Francisco de Córdoba del
negocio de Inox, le pidió trecientos soldados para con ellos y la gente de la
ciudad hacer la jornada; el cual se los dio, y por cabo dellos a don Juan
Zanoguera, aunque difirieron al principio sobre la manera como se había de
repartir la presa y sacar el quinto y diezmo della; que por nuestros pecados en
esta era reinaba tanto la cudicia, que escurecía la gloria de las vitorias; mas
al fin se conformaron en que se hiciese dos partes della, y que la una llevase
la gente de tierra, y la otra la de la mar, sacando primero el quinto y el
diezmo para el Capitán General. Luego se apercibieron de todo lo necesario para
el camino, y aquella mesma tarde partieron de Almería, pensando hacer el efeto
amaneciendo otro día sobre Inox, y volver a la noche a la ciudad; mas no fue
posible, porque la guía los llevó rodeando, y cuando llegaron a vista de los
enemigos, eran las nueve horas de la mañana, domingo 30 días del mes de enero.
Este peñón tiene la entrada tan dificultosa y áspera, que parece cosa imposible
poderlo expugnar, habiendo quien le defienda; y tiene otra montaña encima dél,
de donde procede, que la fortalece por aquella parte, donde hace una bajada
fragosísima de peñas y piedras, que no tiene más de una angosta senda para
subir o bajar de la una parte a la otra; y como nuestros capitanes vieron los
moros puestos en sitios tan fuertes, juntándose a consejo, trataron lo que se
debría hacer, y hubo entre ellos diferentes pareceres. A los que parecía que
habría dilación, se les representaba haber dejado la ciudad y las galeras en
peligro, y a esto añadían otras muchas razones, que al parecer eran suficientes
para dejar la jornada y volver a poner cobro en lo uno y en lo otro; mas al fin
se resolvieron y conformaron en que se difiriese el acometimiento del fuerte
hasta otro día, por ser tarde y parecerles que era bien comenzar desde la
mañana. Y porque no quedase diligencia por hacer, don Francisco de Córdoba,
queriendo entender el intento de los moros, y si se reducirían sin pelear, les
envió a apercebir con un morisco de paces, diciendo que si se quietaban y se
volvían a sus casas, dejando las armas y dándose a merced de su majestad, los
favorecería para que no fuesen maltratados. Mas los bárbaros, mal confiados y
sospechosos, teniendo por consejo poco seguro el de su enemigo, y pareciéndoles
que el morisco iba con aquel achaque a espiar y ver la fortificación que tenían
hecha, le prendieron y hicieron morir empalado, poniéndole en una alta peña a
vista de nuestra gente. Había amanecido este día claro y sereno, y como hacia
la tarde cargasen ñublados con tempestad de agua y vientos, los soldados, que
por ir a la ligera no llevaban capas ni con que abrigarse, después de haber
resistido un gran rato, esperando que pasasen unos turbiones tras de otros, se
fueron a guarecer en las casas del lugar de Inox. No habían aun acabado de
entrar dentro, cuando a gran priesa se tocó arma, porque vieron venir derechos
a las mesmas casas un tropel de moros, que con ser el tiempo fosco,
representaban mayor número de gente de la que era; los cuales no pasaban de
treinta hombres, y venían bien descuidados de que hubiese cristianos en aquel
pueblo, huyendo de los soldados del campo del marqués de Mondéjar; y
acercándose adonde andaban tres hombres desmandados, antes de reconocidos, les
mataron uno de los compañeros; y como reconocieron el peligro, volvieron las
espaldas la vuelta de la sierra. Don García de Villarroel los siguió, aunque
tarde y de espacio, y el efeto que hizo fue recoger dos cristianas doncellas,
hijas de un vecino de Almería, y un hijo del gobernador de Boloduí, que
llevaban cautivos. Este día, con toda la tempestad que hacía, mandó don
Francisco de Córdoba que fuesen los bagajes a la ciudad por bastimentos, y don
García de Villarroel con docientos arcabuceros de su compañía les hizo escolta,
hasta ponerlos un cuarto de legua de allí, donde está un paso que
necesariamente habían de pasar los enemigos queriendo atravesar de su fuerte al
camino de Almería; y viendo andar en un barranco que está hacia el fuerte,
cantidad de ganado con unos pastores, envió a Julián de Pereda con ocho
soldados, que recogieron parte dello; con que la gente satisfizo a la necesidad
humana aquella noche. Otro día de mañana, sospechando que los moros querrían
restaurar aquella pérdida, dando en los bagajes cuando volviesen cargados de
bastimentos, don García de Villarroel se puso en el mismo paso con sesenta
arcabuceros y veinte caballos; y cuando los bagajes hubieron pasado al campo,
queriendo él reconocer las fuerzas del enemigo y entender si tenía mucha
escopetería, y qué turcos había, pasó el barranco, y mandó a dos cabos de
escuadra que con cada doce soldados tomasen dos veredas fragosas, por donde los
moros podían bajar del peñón hacia el mediodía, que era la parte donde él
estaba, porque no tenían otra bajada por donde poderle acometer, sino era con
mucho rodeo. Puso a Julián de Pereda con la otra infantería docientos pasos
atrás, cerca de donde hizo alto con la caballería, para darles calor y orden de
lo que habían de hacer. Los moros bajaron luego de su fuerte, dando grandes
alaridos; y siendo más de quinientos hombres, echaban a rodar grandes peñas
sobre los nuestros, que estaban libres de aquel peligro, cubiertos de dos
peñascos muy altos y derechos, que hacían pasar de vuelo las peñas y piedras
sin ofenderlos. Tampoco les podían hacer daño con los arcabuces y saetas,
porque las pelotas pasaban por alto y las saetas no llegaban; antes eran ellos
ofendidos de la arcabucería, que les tiraba de abajo para arriba con más
seguridad y mejor puntería. Andando pues la escaramuza trabada, los moros, que
veían su pleito mal parado, comenzaron a desmayar, y muchos dellos volvían
huyendo hacia el peñón, cuando un capitán turco llegó en su favor con algunos
escopeteros, y haciendo volver a palos a los que huían de la escaramuza, cerró
determinadamente con los soldados, diciendo a voces: «En vano fuera mi venida
de África [243] si pensara que cuatro
cristianos se me habían de defender detrás de una piedra, en medio del campo,
teniendo tanto número de valerosos mancebos al derredor de mí. Ea pues, amigos
míos, seguidme; que con las cabezas destos pocos que tenemos delante
aseguraremos nuestro partido». Con estas palabras se animaron, y llegaron con
gran determinación a los soldados de los cabos de escuadra, que aunque eran
pocos, defendieron su puesto y les hicieron perder la furia que traían. No
aprovecharon las palabras, las obras, ni las amenazas del turco, ni muchos
palos y cuchilladas que daba a los que huían de nuestra arcabucería, que ya
estaba toda junta, a hacerles que bajase la vil canalla a pelear, hasta que
vieron venir cuatro de a caballo y seis arcabuceros que don García de
Villarroel había enviado a otro barranco que está a la parte de levante, con
más de dos mil cabezas de ganado mayor y menor. Entonces movidos más del interés
que por miedo de las bravatas del capitán turco, hicieron un acometimiento tan
determinado, que se entendió que llegaran a las manos con nuestra gente; y al
fin, siendo las veredas angostas, y hallándolas ocupadas de la arcabucería, que
los hacía tener a lo largo no cesando de tirar, hubieron de retirarse con daño.
Volvió don García de Villarroel a Inox, y refirió que a su parecer tenían los
enemigos pocos tiradores, y que sería bien acometerlos antes que les acudiesen
de otra parte. Solo había un inconveniente, que era no haber cesado la
tempestad del viento, antes ido en crecimiento; mas, bien considerado, era
igualmente fastidioso a los unos y a los otros; y así se determinaron los
capitanes de subir el miércoles, día de la Purificación de
nuestra Señora, al peñón, que fue el mesmo día que el marqués de los Vélez
celebró la fiesta en Ohánez. Aquella noche se juntaron a consejo para la orden
que se había de tener en el combate, y lo que acordaron fue, que antes que
amaneciese partiesen don Francisco de Córdoba y don Juan Zanoguera con la gente
de a caballo y parte de la infantería de vanguardia; y luego don García de
Villarroel y don Juan Ponce de León marchando poco a poco con la otra gente
toda de retaguardia; porque los primeros, a la hora que encumbrasen el cerro,
habían de tomar un rodeo hacia la parte de levante, donde había mejor
disposición para bajar al peñón y quitar al enemigo la retirada; por manera
que, compasando el camino, llegasen todos a un mesmo tiempo. Y con esta
resolución mandaron dar ración y munición a la gente, y que se apercibiesen
para el combate.
Capítulo XXVIII
Cómo se combatió y ganó
el fuerte de la sierra de Inox
Cesó
la tempestad del viento aquella noche, y al cuarto del alba salió nuestra gente
de Inox, dejando cien soldados en el lugar con dos esmeriles que habían llevado
de Almería, pensando poderse aprovechar dellos. Allí quedó el bagaje y el
ganado; y toda la otra gente, que serían seiscientos tiradores, docientos
hombres de espada sola y cuarenta caballos, puesta en dos escuadrones, fueron
la vuelta del enemigo. La vanguardia, que llevaba don Francisco de Córdoba,
comenzó a subir por una vereda áspera y tan angosta, que con dificultad podían
ir por ella más que un hombre tras de otro, y con trabajo, por la grande escuridad
que hacía; el cual fue rodeando hacia Güebro, lugar de Almería que está a la
parte de levante desta sierra, que, como dijimos, está a caballero sobre el
peñón, donde tenían los enemigos hecho su alojamiento; los cuales, recelando la
entrada de los cristianos por aquella parte, habían puesto su cuerpo de guardia
y centinelas en la cumbre más alta; y siendo sentidos los que subían con el
ruido que llevaban, comenzaron a saludarlos con las escopetas. Don Francisco de
Córdoba recogió sus soldados lo mejor que pudo, y aunque era de noche, pasó
adelante, siguiendo a los adalides del campo que guiaban, y fue a ocupar lo
alto por el más conveniente lugar, para bajar por allí a dar en el enemigo,
como estaba acordado. Don García de Villarroel, que llevaba la retaguardia,
aunque oyó los tiros de las escopetas, no pudo ver con la escuridad lo que la
vanguardia hacía; y dándose priesa a caminar, cuando llegó cerca de unas peñas
altas, halló obra de treinta cristianos que daban Santiago en unos turcos
escopeteros que estaban detrás dellas; y creyendo que eran de los que iban con
él, se adelantó y los fue animando hasta llegar a otras peñas tan altas y
fragosas, que le compelieron a dejar el caballo para subir a ellas. En esto se
detuvo tanto espacio, según lo que después nos decía, que cuando volvió a
juntarse con los treinta cristianos, ya ellos andaban a las manos con los
turcos; mas como era la noche tan escura, los unos ni los otros sabían qué
número de gente era la que tenían delante, y todos estuvieron de buen ánimo,
hasta que, riendo el alba, los nuestros se reconocieron y se tuvieron por
perdidos, viéndose tan pocos, opuestos a tan grande número de enemigos, que
pasaban de quinientos hombres entre turcos y moros los con quien peleaban; y
ellos eran por la mayor parte clérigos y acólitos de la iglesia mayor de
Almería, y procuradores y papelistas, que ninguno había sido soldado, sino era
un viejo de más de sesenta años, natural de Almazarrón, manco de las dos manos.
Este viejo, con el ánimo ejercitado en las armas, se puso delante de todos con
un lanzón en la mano y los comenzó a esforzar como lo pudiera hacer un animoso
y fuerte capitán; y fue bien menester, porque a la mayor parte de arcabuceros
se les habían apagado las mechas, por estar mal cocidas, cudicia diabólica y
tan perjudicial de los maestros que la hacen, que porque pese más no la dejan
bien cocer, y aun de los proveedores que se la compran por más barata. No se
defendían los nuestros ya sino con piedras, y piedras eran las que los
ofendían; y era bien menester estirar los brazos y reparar las cabezas, porque
caían sobre ellos como granizo las que los enemigos les enviaban, cargándolos
tan denodadamente, que se tuvieron dos veces por perdidos; mas defendiolos el
bienaventurado apóstol Santiago, invocando su vitorioso y santo nombre. Estando
pues la pelea suspensa, siendo ya claro el día, los enemigos dieron a huir; y
sabida la causa, fue porque don Francisco de Córdoba, peleando con los que le
defendían el otro paso, los había desbaratado y acudían a juntarse con los
otros hacia el peñón, donde pensaban defenderse, por ser sitio más fuerte.
Retirados los moros y ganada la sierra, nuestros capitanes los fueron siguiendo
hasta el peñón, en el cual hallaron mayor resistencia de la que se pudiera
pensar. Allí pelearon los enemigos como hombres determinados a perder las vidas
[244] por la libertad de sus
mujeres y hijos, que tenían por compañeras en la presencia del peligro; y
resistiendo valerosamente el ímpetu de nuestros soldados, mataron algunos y
hirieron más de docientos de escopeta, saeta y piedra. Al alférez Juan de las
Eras hirió un moro de una puñalada; a don Diego de la Cerda dieron una mala
pedrada en el rostro, y a Julián de Pereda le hicieron pedazos la bandera entre
las manos y le molieron el cuerpo a pedradas; y llegó a tanto el negocio, que
los soldados, olvidados de que eran acometedores, sin tener respeto a sus
capitanes, volvieron las espaldas, dejando atrás las banderas, y el estandarte
de caballos a discreción del enemigo; lo cual todo se perdiera si Dios no lo
remediara, esforzando a los que pudieron ser parte para detener la gente que se
retiraba, y para resistir la furia de los enemigos. Estos fueron don Francisco
de Córdoba, don Juan Zanoguera, don García de Villarroel, don Juan Ponce de
León, Pedro Martín de Aldana y Juan de Ponte, escudero particular; los cuales
atajando una parte de la gente, socorrieron las banderas a tiempo que fue bien
menester. Andando pues los capitanes recogiendo los soldados y haciéndolos
volver a pelear, se acercaron a unas peñas que estaban a la mano izquierda del
peñón, donde les pareció que había poca gente, no porque entendiesen que podían
subir por ellas, porque eran muy ásperas, sino por ver si podrían divertir al
enemigo llamándole hacia aquella parte. Mas sucedioles la ocasión en todo
favorable, porque los moros, no pudiendo creer que pudiera subir por allí
criatura humana, confiados en la fragosidad de las peñas, se habían descuidado
de poner en ellas la guardia conveniente; y cuando pareció a los capitanes que
era tiempo, subieron con tanta presteza, que no dieron lugar a los enemigos de
poderles resistir; los cuales comenzaron luego a desmayar, y dando libre
entrada a nuestra gente, se pusieron en huida, dejando muertos más de
cuatrocientos hombres de pelea, no sin daño de los cristianos, porque mataron
siete soldados y quedaron heridos más de trecientos. Murió peleando
valerosamente el capitán de los turcos, llamado Cosali; fue preso Francisco
López, alguacil de Tavernas; captiváronse algunos moros, que don Francisco de
Córdoba dio para las galeras, y dos mil y setecientas mujeres y muchachos; y
fue tanta la ropa, dineros, joyas, oro, plata, aljófar y los bastimentos
ganados y bagajes, que a la estimación de muchos valió más de quinientos mil
ducados la presa. Sola una bandera se tomó a los moros, porque el turco no
había consentido que se arbolase más que la suya, y aquella había tenido
siempre arbolada en lugar que los cristianos la pudiesen ver. Habida esta
vitoria, don Francisco de Córdoba volvió a Inox, y de allí a Almería, donde fue
alegremente recebido, y se repartió la presa conforme al concierto: digo que
solamente se repartieron las mujeres y muchachos; que lo demás fuera imposible
traello a partición, y aun desto hubo hartas piezas hurtadas. Gil de Andrada
embarcó su parte y sus soldados, y se fue con las galeras a correr la costa;
mas entre los capitanes de tierra quedó harta desconformidad sobre el repartir
de la suya, y sobre el quinto y diezmo, de donde vinieron a desgustarse y a
darse poco contento. Llegaron a Almería en 5 días del mes de febrero don
Cristóbal de Benavides, hermano de don García de Villarroel, con trecientos
soldados de Baeza y su tierra, a su costa, para hallarse en esta jornada, y el
capitán Bernardino de Quesada con ciento y treinta soldados que Pedro Arias de
Ávila enviaba a don Francisco de Córdoba para el mesmo efeto, y Andrés Ponce y
don Diego Ponce de León, y don Francisco de Aguayo; mas ya hallaron hecha la
jornada, y solamente les cupo parte del regocijo, aunque adelante hicieron
otros muchos buenos efetos.
Capítulo XXIX
Cómo el marqués de
Mondéjar partió de Ugíjar para ir a las Guájaras, y la descripción de aquella
tierra
El
sábado 5 días del mes de febrero partió nuestro campo del alojamiento de
Ugíjar, y fue a Cádiar; otro día a Órgiba, para pasar de allí a las Guájaras, y
después a la Sierra
de Bentomiz; porque el marqués de Mondéjar tenía no vana sospecha de que habían
de levantar aquella tierra y la jarquía y hoya de Málaga los proprios
cristianos, y por esta causa no había osado enviar a nadie hacia aquella parte,
temiendo alguna desorden, según estaba la gente cudiciosa, y los ejecutores de
las armas envidiosos de los despojos que habían otros ganado; plaga de este
tiempo, queriendo con celo de virtud y cristiandad encubrir sus intereses
proprios, y honrarse, no con los medios por donde se gana la verdadera honra,
sino con tratos y negociaciones que adquieren hacienda. Pareciendo pues a
nuestro capitán general que llevaba poca gente para el efeto que se había de
hacer, porque se le habían ido mucha parte de los soldados con lo que habían
ganado, así para rehacer su campo, como para atajar una sospecha que se tenía
de que en Granada se trataba de enviar persona que hiciese la jornada, con
ocasión de estar él ocupado en la
Alpujarra , despachó un correo al conde de Tendilla desde el
alojamiento de Órgiba, mandándole que le enviase mil y quinientos infantes y
cien caballos de los que estaban alojados en la ciudad y en las alcarías de la Vega , y para esperarlos se
detuvo un día en aquel alojamiento. Y el mesmo día despachó a don Alonso de
Granada Venegas para la corte, a que informase a su majestad del estado en que
estaban las cosas de la guerra, y la redución de los alzados; y le suplicase de
su parte los admitiese, habiéndose misericordiosamente con los que no fuesen
muy culpados, para que él pudiese cumplir la palabra que tenía ya dada a los
reducidos, entendiendo ser aquel camino el más breve para acabar con ellos por
la vía de equidad. Esto que el marqués de Mondéjar decía, bien considerado, era
lo que más convenía a la quietud general de todo el reino, y quedaba la puerta
abierta para ejecutar el cuchillo de la justicia en las gargantas de los malos,
cuando se pudiese hacer sin escándalo: aunque tenía por opósito el parecer de
otros hombres graves, que juzgaban ser más necesario y seguro el rigor; y estos
tales decían que en ningún tiempo podrían ser opresos los rebeldes mejor que en
aquel, estando faltos de fuerzas, acobardados, discordes, y tan menesterosos de
todas las cosas necesarias a la vida humana, que andaban ya buscando los frutos
silvestres proprios de los animales, y raíces de yerbas que poder comer, con la
pena y fatiga que a los malhechores suele dar su propria conciencia. Otro día
martes partió el campo a Órgiba, y [245] fue a Vélez de Benaudalla. El miércoles marchó
la vuelta de las Guájaras; y porque se entendió que había enemigos con quien
pelear aquel día, mandó el Marqués a los escuderos que pasasen los soldados a
las ancas de los caballos el río de Motril, para que no se mojasen, que fuera
de mucho inconveniente, según el frío que hacía. Pasado el río, camino la gente
toda en sus ordenanzas, y llegando a Guájar del Fondón, donde se veían las
reliquias del incendio que los herejes habían hecho en la iglesia cuando
mataron a don Juan Zapata, hallaron el lugar desamparado, aunque tenía un sitio
fuerte donde se pudieran defender los moradores. De allí fue el campo a Guájar
de Alfaguit, que también estaba solo, y allí se alojó aquel día. Siendo pues
informado el Marqués que los enemigos habían tomado dos derrotas, unos hacia el
lugar de Guájar el alto, que también llaman del Rey, y otros por el camino de
la cuesta de la Cebada
la vuelta de la Alpujarra ,
envió luego dos capitanes con cada trecientos arcabuceros, que los siguiesen y
procurasen atajar. El capitán Luján llegó a un paso por donde de necesidad
habían de pasar los que iban hacia la Alpujarra , y atajándolos, mató muchos dellos, y
se recogió sin recebir daño, y el capitán Álvaro Flores siguió a los que iban
hacia Guájar el alto, y alcanzando la retaguardia, cargaron tantos enemigos de
socorro, que hubo de enviar un soldado a diligencia al Marqués a pedirle más
gente, porque la que llevaba era poca para poderlos acometer; el cual mandó
apercebir algunas compañías; y porque los soldados tardaban en recogerse a las
banderas, ocupados en robar las casas, fue necesario ponerse a caballo para que
no se perdiese la ocasión; y dejando orden a Hernando de Oruña que recogiese el
campo, y marchase luego tras él, caminó hacia donde andaba Álvaro Flores
escaramuzando con los moros. Fueron delante don Alonso de Cárdenas y don
Francisco de Mendoza con un golpe de soldados que pudieron recoger de presto;
los cuales dando calor a nuestra gente, acometieron a los enemigos, y los
desbarataron y pusieron en huida; y matando algunos les ganaron dos banderas;
los otros se recogieron a un fuerte peñón, que está media legua encima de
Guájar el alto, donde tenían recogida la ropa y las mujeres. Este es un sitio
fuerte en la cumbre de un monte redondo, exento y muy alto, cercado de todas
partes de una peña tajada, y tiene sola una vereda angosta y muy fragosa, que
va la cuesta arriba más de un cuarto de legua a dar a un peñoncete bajo, y de
allí sube por una ladera yerta, hasta dar en unas peñas altas, cuya aspereza
concede la entrada en un llano capaz de cuatro mil hombres, que no tiene otra
subida a la parte de levante. A la de poniente está una cordillera o cuchillo
de sierra, que procede de otra mayor, y hace una silla algo honda, por la cual
con igual dificultad se sube a entrar en el llano por entre otras piedras, que
no parece sino que fueron puestas a mano para defender la entrada, si humanos
brazos fueran poderosos para hacerlo. En este peñón tenía puesta toda su confianza
Marcos el Zamar, alguacil de Játar, caudillo de los moros de aquel partido, y
en él metieron todas las mujeres con la riqueza de aquellos lugares, y más de
mil hombres de pelea, cuando vieron que nuestro campo iba sobre ellos; y
haciendo reparos de piedra, de colchones, albardas y otras cosas, tenían por
bastante fortificación aquella para su defensa. Nuestros capitanes dejaron de
seguir los enemigos; y volviendo a Guájar el alto, hallaron al marqués de
Mondéjar en él con alguna gente de a caballo; el cual, por ser muy tarde, y el
camino muy áspero y dificultoso para andarle de noche, envió a mandar a
Hernando de Oruña que no marchase hasta que fuese de día, y con la gente que
allí tenía se quedó alojado en aquel lugar. Estando nuestro campo en Guájar de
Alfaguit, llegó de Granada el conde de Santisteban, acompañado de muchos
caballeros deudos y amigos suyos, que iba a hallarse en esta jornada, y don
Alonso Portocarrero, que ya estaba sano de la herida de Poqueira, con la
infantería y caballos que había enviado el marqués de Mondéjar a pedir al conde
de Tendilla.
Capítulo XXX
Cómo algunos caballeros
de nuestro campo quisieron ocupar el peñón de las Guájaras, so color de irle a
reconocer, y los moros los desbarataron, y mataron algunos dellos
Aquella
noche pidió don Juan de Villarroel al marqués de Mondéjar le diese licencia
para ir otro día a reconocer el peñón con alguna gente suelta, y a mucha
importunación suya se lo concedió, mandándole que llevase consigo cincuenta
arcabuceros, y que hiciese el reconocimiento de manera que no hubiese desorden.
Era don Juan de Villarroel ambicioso de honra, y pareciéndole que los moros no
habrían osado aguardar en el fuerte, o que en viéndole ir, entenderían que iba
todo el campo y huirían, o se le darían a partido antes que llegase,
comunicando su negocio con algunos caballeros y soldados particulares, que
correspondieron a su deseo, salió del campo con solos los cincuenta soldados
que había de llevar; mas luego le siguieron otros muchos, unos por cudicia, y otros
por mostrar valor, entendiendo que se haría efeto. No fue bien desviado del
lugar, cuando la vanguardia comenzó a escaramuzar con algunos moros que estaban
en las lomas de la sierra. Tocose arma, y corrió la voz al lugar, llamando
caballería de socorro; y el marqués de Mondéjar, teniendo aviso de la desorden,
recibió tanto enojo, que envió a decirle que no era bien socorrer desórdenes, y
que se volviese; y viendo que no aprovechaba, y que pasaba adelante, salió él
en persona con la caballería que se pudo recoger de presto, como si adevinara
lo que sucedió. Los moros pues que andaban fuera del peñón, y los que habían
comenzado a trabar la escaramuza, se retiraron luego a su fuerte; y cuando el
marqués de Mondéjar llegó a una loma que está delante del peñón, ya los
soldados iban por la ladera arriba a ocupar el cerro que dijimos que está por
bajo dél, donde se habían puesto también otros moros a defenderlo. Iban con don
Juan de Villarroel don Luis Ponce de León, vecino de Sevilla, don Jerónimo de
Padilla, Agustín Venegas, Gonzalo de Oruña, hijo de Hernando de Oruña, y el
veedor don Juan Velázquez Ronquillo, y otros hombres de cuenta y más de
cuatrocientos soldados; y dejando los caballos los que los llevaban, por no se
poder aprovechar dellos, subieron todos a pie por la cuesta arriba, y llegaron
tan adelante, que lanzando a los enemigos del peñoncete, hubo algunos animosos
soldados que llegaron a arrimarse con los proprios reparos del fuerte. Y si
todos llegaran tan adelante, [246] pudiera ser que lo ganaran; mas no fueron seguidos, como fuera
razón que lo hicieran los amigos, muchos de los cuales se quedaron a media
cuesta, y otros abajo cerca del arroyo, remolinando y reparando donde hallaban
peñas o cibancos con que poderse encubrir de las piedras que los enemigos
echaban desde arriba. Habiendo pues durado el temerario asalto más de una hora,
gastando nuestra arcabucería la munición sin hacer efeto, por estar los moros
encubiertos detrás de sus reparos, un soldado, más animoso que prático, comenzó
a pedir munición de mano en mano; cosa muy peligrosa en semejantes ocasiones,
porque no es más que advertir al enemigo, y dar a entender al amigo que está
cerca de huir el que aquello dice. Y así sucedió este día, que los soldados que
estaban abajo cerca del arroyo, sintiendo aquella flaqueza, fueron los primeros
que huyeron; luego los otros de más arriba, y a la postre los que estaban
delante, maravillados de ver tan gran novedad, y creyendo que la debía causar
algún acometimiento grande de enemigos hacia otra parte, porque bien veían que
no había para qué huir de los que tenían delante. En tanto desorden aun no
osaban salir los que estaban en el fuerte, si Marcos el Zamar, que había muerto
aquel día dos moros porque huían, asomándose a la parte de fuera y viendo lo que
pasaba, no los animara. Saltaron fuera de los reparos cuarenta animosos
mancebos de los más sueltos, armados de piedras y de lanzuelas, que hicieron un
miserable espectáculo de muertos. Mataron este día a don Luis Ponce, y a
Agustín Venegas, y a Gonzalo de Oruña, y al veedor Ronquillo, y a don Juan de
Villarroel, y hirieron a don Jerónimo de Padilla, y acabárale un moro que le
iba siguiendo, si no le acudiera un esclavo cristiano; el cual apretándole
reciamente entre los brazos, y echándose a rodar con él por una peña abajo, no
paró hasta dar en el arroyo, donde fue socorrido. Viendo pues el marqués de
Mondéjar el desbarate de aquella gente liviana, y como los moros pasaban a
cuchillo cuantos alcanzaban, sin poderlos favorecer con la caballería, porque ni
tenía por donde pasar el barranco del arroyo, ni la tierra era para poderla
hollar caballos, apeándose del caballo con una rodela embrazada y la espada en
la mano, acompañado de los caballeros y escudero, que con él estaban, que todos
se apearon, y de los alabarderos de su guardia y obra de cuarenta soldados
arcabuceros, tomó un sitio fuerte donde poder recoger a los que venían huyendo,
porque no los matasen los moros, que a gran priesa habían salido del fuerte y
los seguían por todas partes; y como eran gente suelta y sabían la tierra,
fueran pocos los que se les escaparan. Llegaron tan adelante los bárbaros este
día en el alcance, que hirieron de dos escopetazos a dos alabarderos de los que
estaban cerca del Marqués, y hicieran mayor daño si no temieran a la
caballería. Al fin se retiraron a su salvo; y el Marqués se volvió al lugar,
dejando la ladera y el barranco sembrado todo de cuerpos muertos. A este tiempo
venía Hernando de Oruña marchando con todo el campo; mas no fue posible llegar
a hora que se pudiese combatir el fuerte aquel día, por ser el camino tan
áspero y angosto, que de necesidad habían de ir los hombres y los bagajes a la
hila uno detrás de otro, y cuando llegó era va muy tarde, y por esta causa se
difirió hasta el siguiente día viernes.
Capítulo XXXI
Cómo se combatió y ganó
el fuerte de las Guájaras
Cuando
estuvo el campo todo junto, el marqués de Mondéjar mandó dar por escrito a los
capitanes la orden que se había de guardar en el combate, la cual fue desta
manera: que Álvaro Flores y Gaspar Maldonado saliesen con seiscientos soldados
a tomar un camino que va hacia la mar, y subiendo por él, fuesen ganando lo
alto de la sierra entre mediodía y poniente. Que Bernabé Pizaño y Juan de Luján
con cuatrocientos arcabuceros, tomando la ladera del peñón, llegasen a ocupar
el cerro que está por bajo del fuerte. Que Andrés Ponce de León y don Pedro
Ruiz de Aguayo con las ciento y veinte lanzas de la ciudad de Córdoba, y Miguel
Jerónimo de Mendoza y don Diego de Narváez con sus dos compañías de infantería,
y con ellos el capitán Alonso de Robles, tomasen la parte del norte, y dejando
la caballería abajo, en lugar que pudiese aprovecharse de los enemigos, si
quisiesen hurtarse la vuelta de la
Alpujarra , procurasen subir la sierra arriba, lo más alto que
pudiesen, hasta ponerse a caballero del enemigo; y que él con todo el resto del
ejército iría por el camino derecho. Y porque los sitios donde habían de
ponerse estas gentes no se descubrían desde el lugar donde estaba el campo, y
convenía que el asalto se diese a tiempo que el peñón estuviese cercado, mandó
que la señal de aviso se hiciese con una pieza de artillería de campaña. Había
de tomar Álvaro Flores dos grandes leguas de rodeo para irse a poner en su
puesto, y por ser la tierra tan áspera no pudo llegar hasta después de
mediodía. A esta hora descubrieron los moros la gente que iba tomando lo alto,
y saliendo a gran priesa a defender el paso del sitio, donde se iban a poner
los capitanes Pizaño y Luján, no fueron parte para estorbárselo, antes se
hubieron de retirar con daño. Estando pues el peñón al parecer muy bien cercado
por todas partes, el Marqués mandó dar la señal del asalto, y la infantería
subió el cerro arriba, donde aun se veían los regueros de la sangre cristiana,
que destilaba por las heridas de los cuerpos desnudos; y hallando el primer
peñoncete desocupado, porque los moros que estaban en él le dejaron viendo que
Álvaro Flores se les había puesto a caballero en lo alto de la sierra, de donde
les hacía mucho daño con los arcabuces, fueron retirándose hacia el fuerte.
Comenzose a pelear desde lejos con los tiros de una parte y de otra, venciendo
los ánimos de nuestros soldados la dificultad y aspereza de la tierra. Duró el
combate hasta puesto el sol, defendiéndose los moros en sus reparos,
ejercitando los brazos los hombres y las mujeres en arrojar grandes peñas y
piedras sobre los que subían. Desta manera resistieron tres asaltos, no con
pequeño daño de nuestra parte, hasta que el marqués de Mondéjar, viendo que ya
era tarde, mandó retirar la gente y difirió el combate para el siguiente día.
Quedaron los bárbaros ufanos, aunque no poco temerosos, por conocer que la
cercana noche les había alargado la vida; y cuando entendieron que podría haber
algún descuido en nuestra gente, o que reposarían los soldados del trabajo
pasado, llamando el rústico Zamar a Gironcillo y a otros moros de cuenta que
allí estaban, les dijo desta manera: «Los antiguos nuestros que ganaron la
tierra que agora perdemos, metidos [247] entre estas sierras celebraron este peñón y
sitio, donde tenían cierta guarida de cualquier ímpetu de cristianos, estando
la comarca poblada de moros, y teniendo a su disposición la costa de la mar;
mas agora no sé si le tuvieran en tanto, desconfiados de socorro como nosotros
estamos, y que de necesidad nos ha de consumir la sed, la hambre y las heridas
destos enemigos, que tan valerosamente hemos expelido cuatro veces de nuestros
reparos. La que tenemos por vitoria es propria indignación, para que con mayor
crueldad pasen las espadas por nuestras gargantas, perseverando, como es cierto
que perseverarán en los combates; y lo que más siento es que pasarán por el
mesmo rigor estas mujeres y criaturas inocentes. Tratar de rendirnos en esta
coyuntura también será la postrera parte de nuestra vida; porque ¿quién duda
sino que el airado Marqués querrá sacrificarnos a todos en venganza de las
muertes de sus capitanes? Ea pues, hermanos, guardémonos para otros mejores
efetos; y pues la noche nos cubre con su escuridad, y los cristianos están descuidados
pensando tenernos en la red, sirvámonos de las encubiertas veredas que sabemos,
guiando a nuestras familias la vuelta de la sierra». Todos aprobaron este
parecer, y siendo su capitán el primero, salieron lo más calladamente que
pudieron, llevando tras de sí mucha cantidad de mujeres que tuvieron ánimo para
seguirlos, bajando por despeñaderos que aun a cabras pareciera dificultoso
camino, y sin ser sentidos de las guardas de nuestro campo que rodeaban el
peñón, se fueron hacia las Albuñuelas. Quedaron en el fuerte los viejos y mucha
parte de las mujeres con esperanza de salvar las vidas, dándose a merced del
vencedor; y antes que esclareciese el día dijeron a un cristiano sacerdote que
tenían captivo, llamado Escalona, que llamase a los cristianos y les dijese
como la gente de guerra toda se había ido, y los que allí quedaban se querían
dar a merced. El cual se asomó sobre uno de los reparos, y a grandes voces dijo
que subiesen los cristianos arriba, porque no había quien defendiese el fuerte;
mas aunque le oyeron las centinelas y se dio aviso al Marqués, no consintió
subir a nadie hasta que fue claro el día. Entonces mandó a los capitanes don
Diego de Argote y Cosme de Armenta que con cuatrocientos arcabuceros de Córdoba
fuesen a ver si era verdad lo que aquel hombre decía; y hallando ser ansí,
ocuparon el fuerte, y dieron aviso dello. Este día alancearon los caballos
cantidad de moros y moras que iban huyendo; y el Zamar, que llevaba una hija
doncella de edad de trece años en los hombros por aquellas sierras, porque se
le había cansado, vino a parar en poder de unos soldados, que le prendieron, y
en Granada hizo el conde de Tendilla rigorosa justicia después dél. Fue tanta
la indignación del marqués de Mondéjar, que, sin perdonar a ninguna edad ni sexo,
mandó pasar a cuchillo hombres y mujeres cuantos había en el fuerte, y en su
presencia los hacía matar a los alabarderos de su guardia, que no bastaban los
ruegos de los caballeros y capitanes ni las piadosas lágrimas de las que pedían
la miserable vida. Luego mandó asolar el fuerte, dando el despojo a los
soldados; y así para esto como para enviar una escolta a Motril con los
enfermos y heridos, que eran muchos, se detuvo hasta el lunes 14 de febrero,
que envió al conde de Santisteban con el campo a que le aguardase en Vélez de
Benaudalla, y él se fue con sola la caballería a visitar los presidios de
Almuñécar, Motril y Salobreña; y tornando a juntarse con él, volvió a Órgiba
para proseguir en la redución de los lugares de la Alpujarra. Por la
toma deste peñón se hicieron alegrías en Granada, aunque mezcladas con tristeza
por los cristianos que habían sido muertos, y lo mesmo fue en otras muchas
partes del reino.
Capítulo XXXII
Cómo se declaró que los
prisioneros en esta guerra fuesen esclavos con cierta moderación
Había
duda desde el principio desta guerra si los rebelados, hombres y mujeres y
niños presos en ella, habían de ser esclavos; y aun no se había acabado de
determinar el Consejo hasta en estos días, porque no faltaban opiniones de
letrados y teólogos que decían que no lo debían ser; porque aunque por la ley
general se permitía que los enemigos presos en guerra fuesen esclavos, no se
debía entender ansí entre cristianos; y siéndolo los moriscos, o teniendo, como
tenían, nombre dello, no era justo que fuesen captivos. Y su majestad estando
suspenso, mandó al Consejo Real que le consultase lo que les parecía, y
escribió al presidente y oidores de la audiencia real de Granada que tratasen
dello en su acuerdo (que es una junta general que ordinariamente hacen dos días
en la semana), y le enviasen su parecer. Habiéndose pues platicado sobre
negocio de tanta consideración, se resolvieron en que podían y debían ser
esclavos, conformándose con un concilio hecho en la ciudad de Toledo contra los
judíos rebeldes que hubo en otro tiempo, y por haber apellidado a Mahoma y
declarado ser moros. Este parecer aprobaron algunos teólogos, y su majestad
mandó que se cumpliese y ejecutase el concilio contra los moriscos, de la mesma
manera que se había hecho contra los judíos, con una moderación piadosa, de que
quiso usar como príncipe considerado y justo: «que los varones menores de diez
años, y las hembras que no llegasen a once, no pudiesen ser esclavos, sino que
los diesen en administración para criarlos y dotrinarlos en las cosas de la
fe». Y sobre ello se despachó provisión en forma de premática, que se pregonó y
divulgó por todo el reino; y aun el día de hoy se guarda con aquellos que han
sabido y saben pedir su justicia, porque en esto hubo desde el principio mucha
desorden, herrando a los niños inocentes y vendiéndolos por esclavos. Hubo
también otra duda sobre si se habían de volver los bienes muebles que los
rebeldes habían tomado a los cristianos, porque los dueños, conociendo sus
proprias alhajas en poder de los soldados que las habían ganado en la guerra,
se las pedían por justicia, y sobre ello había muchos pleitos y diferencias; y
se determinó por el mesmo acuerdo que no se las debían volver, por ser ganadas
en la guerra, y porque el marqués de Mondéjar, yendo a entrar con su campo en la Alpujarra para animar
los soldados que iban sin sueldo, había mandado echar un bando al pasar de la
puente de Órgiba, declarando que la guerra era contra enemigos de la fe y
rebeldes a su majestad; y que se había de hacer a fuego y a sangre. [248]
Capítulo XXXIII
Cómo se prosiguió la
redución de la Alpujarra ,
y de las contradiciones que para ello hubo
Vuelto
nuestro campo a Órgiba, los moros de la Alpujarra , que se vieron reducidos a extrema
necesidad y desventura, porque con habérseles hecho la guerra en lo recio del
invierno y echándolos de sus lugares, no tenían otra guarida sino las sierras,
y perecían de hambre y de frío, andando cargados de mujeres y niños, con
peligro de muerte y de captiverio delante de los ojos, tomando el mejor
consejo, comenzaron a venirse a reducir y darse a merced de su majestad sin
condición, para que hiciese dellos y de sus bienes lo que fuese servido, como
lo habían hecho los alguaciles de Juviles Ugíjar y Andarax y de los otros pueblos
que dijimos. Prometíales el marqués de Mondéjar que intercedería por ellos para
que su majestad los perdonase; y como iban viniendo, los recibía debajo del
amparo y seguro real, y les daba sus salvaguardias para que la gente de guerra
no les hiciese daño. Mandaba que trajesen al campo las armas y banderas los que
eran de por allí cerca, y a los de más lejos señalaba iglesias particulares y
personas que las recogiesen. Luego comenzaron a acudir de todas partes; aunque
las armas que traían, venían tan maltratadas, que se dejaba entender no ser
aquellas las que tenían para pelear, porque entregaban ballestas, arcabuces,
chuzos y espadas, todo mohoso y hecho pedazos, y gran cantidad de hondas de
esparto; y si les preguntaban dónde quedaban las buenas armas, decían que los
monfís y gandules, que no querían rendirse, las habían llevado. Finalmente, los
desventurados daban ya algunas muestras de quietud, y de consentir, no solo las
premáticas, mas cualquier pecho que se les echara en sus haciendas; y en muy breve
tiempo vinieron a Órgiba todos los lugares de la Alpujarra por sus
alguaciles y regidores o por sus procuradores, siendo persuadidos e inducidos a
ello por los dos moriscos de quien atrás hicimos mención, llamados Miguel Aben
Zaba el viejo, vecino de Válor, y Andrés Alguacil, vecino de Ugíjar; los cuales
habiendo hecho todo su posible en este particular, pidieron al marqués de
Mondéjar con mucha instancia que los metiese la tierra adentro con sus mujeres
y hijos, porque veían claramente que si quedaban en la Alpujarra no podían
dejar de perderse; y él deseó mucho hacerles tan buena obra; mas no se atrevió
a enviarlos, temiendo que según estaban los negocios enconados en Granada,
luego como llegasen los prenderían los alcaldes de chancillería y los mandarían
ahorcar. Y al fin murieron entrambos en la Alpujarra : al Miguel Aben Zaba mataron unos
soldados que iban a hacerle escolta, y Andrés Alguacil, que era ya muy viejo,
murió de enfermedad. Desde Órgiba envió el marqués de Mondéjar al beneficiado
Torrijos con trecientos soldados a que redujese los lugares de la sierra de
Filabres; el cual los redujo todos, y otros muchos de aquellas taas al
derredor, y recogió las armas y las banderas que rendían, y las envió al campo,
sin hallar quien le pusiese impedimento en ello. También redujeron muchos
lugares los cuadrilleros Jerónimo de Tapia y Andrés Camacho, aunque estos
hicieron hartas desórdenes, hurtando muchachos y bagajes a los reducidos; y lo
mesmo hacían otras cuadrillas de soldados desmandados, que salían a correr la
tierra, sin orden, de los presidios de la costa, del campo del marqués de los
Vélez, de Órgiba y de otras partes. Para excusar estos daños hubo algunos
concejos que pidieron al marqués de Mondéjar soldados que estuviesen con ellos
y los defendiesen, y les daban de comer y dos reales de salario cada día; y
demás desto, enviaba de ordinario al capitán Álvaro Flores con su compañía a
que corriese la tierra y retirase la gente, que hallase desmandada haciendo
desórdenes; por manera que ya estaba la Alpujarra tan llana, que diez y doce soldados
iban de unos lugares en otros sin hallar quien los enojase, y no eran
quinientos hombres los que dejaban de acudir a sus casas debajo de
salvaguardia.
En
este tiempo mandó el marqués de Mondéjar notificar a los moriscos depositarios
de las esclavas de Juviles que las llevasen luego a Órgiba; y Miguel de Herrera
sacó cuatrocientas dellas de poder de sus maridos, padres y hermanos, y las
llevó a entregar; y como los factores del Marqués le apretasen para que las
entregase todas, viendo que sería imposible poderlas dar, porque algunas se
habían muerto, y otras las habían captivado de nuevo los soldados que andaban
desmandados sin orden, por excusar su vejación, trató de componerse por todas
las de la taa de Ferreira; y se efectuara si se pusieran con él en una cosa
convenible, porque el moro daba veinte ducados por cabeza, y las personas a
quien se cometió el negocio no quisieron menos de a sesenta ducados por cada
una. Y al fin hubo de traer las que pudo recoger, y se vendieron muchas dellas
en Granada en pública almoneda por cuenta de su majestad, y otras murieron en
captiverio; lo cual todo era argumento de que los mal aventurados deseaban ya
paz y sosiego; y así lo escribía el marqués de Mondéjar a su majestad y a los
de su real consejo, teniendo el negocio ya por acabado. Mas otras muchas
personas graves hubo que con diferente consideración juzgaban que no podía
permanecer aquella paz, diciendo que los malos eran muchos, y que en
viniéndoles socorro de Berbería, volverían a inquietar a los otros; que los
moriscos, gente mañosa, habiendo hecho tantos males, y viendo que se usaba
misericordia con ellos, tomando experiencia en la condición del capitán
General, cuando viesen cesar el rigor de las armas tomarían mayor atrevimiento
para cometer otros mayores delitos; que se sabía por nueva cierta que Aben
Humeya había enviado un hermano suyo con cartas para Aluch Alí, gobernador de
Argel, pidiéndole socorro de navíos, gente, armas y municiones, y ofrecídose
por vasallo del Gran Turco; que en caso que esto no hubiese efeto, y después de
reducidos los alzados, hubiese de entrar la justicia de por medio a castigar
los principales autores del rebelión, como era justo se hiciese, eran tantos y
tan emparentados en la tierra, que no podría dejar de haber nuevas alteraciones
en ella; y que concediéndoseles perdón general, tampoco sería cosa conveniente
a la reputación de un rey y de un reino tan poderoso como el de Castilla, dejar
sin castigo ejemplar a quien tantos crímenes habían cometido contra la majestad
divina y humana. Estas cosas se platicaban en Granada, en la corte y por todo
el reino, quejándose [249] del marqués de Mondéjar como autor de aquella paz, y diciendo que
lo que hacía era por su particular interese, porque si la tierra se despoblaba,
vernía a perder mucha parte de la hacienda que tenía en aquel reino, y el
provecho que sacaba del servicio que los moriscos le hacían, que era muy
grande; y a los que peor parecía esta paz, eran aquellos a quien los rebeldes
habían lastimado con tantos géneros de crueldades, y a otros que esperaban
haber buena parte del despojo de la guerra, porque la cudicia no mira más que
al interés.
Capítulo XXXIV
Cómo el marqués de
Mondéjar fue avisado dónde se recogían Aben Humeya y el Zaguer, y envió
secretamente a prenderlos
En
estos términos estaban las cosas de los alzados, cuando Miguel Aben Zaba el de
Válor, y otros deudos suyos, enemigos de Aben Humeya, y que le andaban espiando
para hacerle matar o prender, avisaron al Marqués de Mondéjar como él y el
Zaguer andaban por las sierras de los Bérchules, y que de día estaban
escondidos en cuevas y de noche acudían a los lugares de Válor y Mecina de
Bombaron; y lo más ordinario era recogerse en Mecina, en casa de Diego López
Aben Aboo, por razón de la salvaguardia que tenía. El cual deseando haberlos a
las manos, así por la quietud de la tierra, como porque sabía ya que su
majestad trataba de enviar a don Juan de Austria a Granada, y quería tener
hecho aquel efeto antes que llegase, hizo llamar a los capitanes Álvaro Flores
y Gaspar Maldonado, y les mandó que con seiscientos soldados escogidos,
llevando consigo las espías, que les habían de mostrar las casas sospechosas,
fuesen a los dos lugares y los cercasen, y procurasen prender aquellos dos
caudillos, o matarlos si se les defendiesen, y traerle sus cabezas,
significándoles la importancia de aquel negocio; y advirtiéndoles que lo
primero que hiciesen fuese cercar la casa de Aben Aboo, donde había más cierta
sospecha que estarían. Están estos dos lugares en la falda de la Sierra Nevada , que
mira a la Alpujarra
y al mar Mediterráneo, apartados una legua el uno del otro; y como los
capitanes llegaron a Cádiar, deseosos de acertar, acordaron de partir la gente
en dos partes, y dar a un mesmo tiempo en ellos; porque les pareció que si
todos juntos llegaban a Mecina, y acaso no estaban allí, antes de pasar a Válor
corría peligro de ser avisados. Con este acuerdo, aunque no era bastante razón
para pervertir la orden de su capitán general, repartieron la gente en dos
partes: Álvaro Flores fue a dar sobre Válor con cuatrocientos soldados, y
Gaspar Maldonado con los otros docientos, que para cercar la casa de Aben Aboo
bastaban, caminó la vuelta de Mecina de Bombaron. Sucedió pues que aquella
noche, que no era la última de su vida ni el fin de los trabajos de aquella
guerra, Aben Humeya y el Zaguer y otro caudillo, alguacil de aquel lugar,
llamado el Dalay, no menos traidor y malo que ellos, acertaron a hallarse en
casa de Aben Aboo, los cuales, habiendo estado todo el día escondidos en una
cueva, en anocheciendo se habían recogido al lugar, como inciertamente y a
deshora lo habían hecho otras veces, confiados en que no irían a buscarlos
allí, por estar de paces y tener salvaguardia. Gaspar Maldonado llegó lo más
encubiertamente que pudo, haciendo que los soldados llevasen las mechas de los
arcabuces tapadas, porque con la escuridad de la noche no las devisasen desde
lejos; mas no bastó su diligencia, ni el hervor del cuidado que le revolvía en
el pecho, para que un inconsiderado soldado dejase de disparar su arcabuz al
aire, y le interrompiese aquella felicidad, que tan a la mano le estaba
aparejada. Estaban los moros bien descuidados, la casa llena de mujeres y
criados, y la mayor parte dellos durmiendo; y el primero que sintió el temeroso
golpe fue el Dalay, que, como más astuto y recatado, estaba con mayor cuidado;
el cual temeroso, sin saber de qué, recordó a gran priesa al Zaguer, y
corriendo hacia una ventana no muy baja que respondía a la parte de la sierra,
entre sueño y temor se arrojaron por ella, y maltratados de la caída, se
subieron a la sierra antes que los soldados llegasen. Aben Humeya, que dormía
acompañado en otro aposento aparte, no fue tan presto avisado, y cuando acudió
a la guarida ya los diligentes soldados cruzaban por debajo de la ventana; por
manera que si se arrojara como los otros, no pudiera dejar de caer en sus
manos. Turbado pues, sin saberse determinar, dando muchas vueltas por los
aposentos de la casa, y acudiendo muchas veces a la ventana, la necesidad, que
le hacía revolver el entendimiento buscando alguna manera de salud, le puso
delante un remedio que le acrecentó la perdida confianza y le aseguró la vida,
guardándole para mayores desventuras. Había llegado Gaspar Maldonado a la
puerta de la casa, y viendo que los de dentro dilataban de abrirle, procuraba
derribarla, dando grandes golpes en ella con un madero, cuando Aben Humeya, no
hallando cómo poderse guarecer, llegó muy quedo a la puerta, y poniéndose
disimuladamente enhiesto, igualado entre el quicio y la puerta, quitó la tranca
que la tenía cerrada, para que con facilidad se pudiese abrir; la cual abierta,
los soldados entraron de golpe, y el se quedó arrimado, sin que ninguno
advirtiese lo que allí podía haber: tanta priesa llevaban por llegar a buscar
los aposentos, donde hallaron a Aben Aboo, y con el otros diez y siete moros,
que algunos eran criados del Zaguer y los otros vecinos del lugar. El capitán
los mandó prender a todos, y preguntándoles si sabían de Aben Humeya o del
Zaguer, dijeron que no los habían visto, y que los que allí estaban se habían
reducido con la salvaguardia que Aben Aboo tenía; y como no pudiesen sacar
dellos otra cosa, conociendo que no le decían verdad, hizo poner a tormento a
Aben Aboo, mandándolo colgar de los testículos en la rama de un moral que
estaba a las espaldas de su casa; y teniéndole colgado, que solamente se
sompesaba con los calcañales de los pies, viendo que negaba, llegó a él un
airado soldado, y como por desden le dio una coz, que le hizo dar un vaivén en
vago y caer de golpe en el suelo, quedando los testículos y las binzas colgadas
de la rama del moral. No debió de ser tan pequeño el dolor, que dejara de hacer
perder el sentido a cualquier hombre nacido en otra parte; mas este bárbaro,
hijo de aspereza y frialdad indomable, y menospreciador de la muerte, mostrando
gran descuido en el semblante, solamente abrió la boca para decir: «Por Dios
que el Zaguer vive, y yo muero»; sin querer jamás declarar otra cosa. Mientras
esto se hacía, y los soldados andaban ocupados en robar la casa, [250] Aben Humeya tuvo lugar
de salir detrás de la puerta, y arrojándose por unos peñascos que caen a la
parte baja, se fue sin que le sintiesen. Gaspar Maldonado dejó a Aben Aboo en
su casa como por muerto, y se llevó los diez y siete moros presos; con los
cuales, y con otros que después prendieron en el camino, y más de tres mil y
quinientas cabezas de ganado que recogieron de aquellos lugares reducidos, y
porque no pudieron hacer otro efeto los soldados que habían ido a Válor, se
volvieron luego los unos y los otros a Órgiba, donde siendo reprehendidos de su
capitán general, les fue quitada la presa por de contrabando, mandando poner en
libertad a los moros que tenían su salvaguardia.
Cómo nuestra gente
saqueó el lugar de Lároles, estando de paces
Entre
las otras provisiones que el conde de Tendilla hizo estando en lugar de su
padre en la ciudad de Granada, fue enviar a la fortaleza de la Peza al capitán Bernardino de
Villalta, vecino de Guadix, con una compañía de infantería, porque estaba a su
cargo aquella tenencia; el cual viendo que los negocios de la redución estaban
en el estado que hemos dicho, queriendo hacer alguna entrada de provecho hacia
la parte donde él estaba, so color de ir a prender a Aben Humeya, pidió licencia
y gente al Conde, diciendo que unas espías le habían prometido de dársele en
las manos. El Conde le dio para este efeto tres compañías de infantería, cuyos
capitanes eran don López de Jexas, Antonio Velázquez y Hernán Pérez de
Sotomayor, y veinte caballos con el capitán Payo de Ribera. Toda esta gente se
juntó con Bernardino de Villalta en Alcudia, cerca de Guadix, el postrer día
del mes de febrero del año de 1569; y a 1.º de marzo partieron de aquel lugar,
y atravesando el marquesado de Cenete, fueron a cenar y a dar cebada a los
caballos al Deyre. Y entrando por el puerto de la Ravaha antes que
amaneciese, dieron en el lugar de Lároles, que era uno de los reducidos, y se
habían recogido a él muchos moros y moras de los otros pueblos, entendiendo
estar seguros por razón de la salvaguardia que tenían del marqués de Mondéjar.
Y como estuviesen descuidados de aquel hecho, entrando impetuosamente por las
calles y casas, mataron más de cien moros, y captivaron muchas mujeres, y les
tomaron gran cantidad de ropa y ganados. Otro día de mañana, viernes a 2 de
marzo, habiendo saqueado las casas y quemado la mayor parte dellas, llevando la
presa por delante, volvieron a gran priesa a tomar el puerto de la Ravaha antes que los moros
lo ocupasen; porque los que habían escapado de las manos de los soldados hacían
grandes ahumadas por los cerros, apellidando la tierra, y comenzaba ya a
descubrirse mucha gente que acudía a favorecerlos. No fue de pequeña
importancia esta diligencia, porque apenas habían comenzado a encumbrar la
sierra, cuando los acometieron por la retaguardia con tanta determinación y
denuedo, que la tuvieron desordenada por dos veces; y corrieran peligro de
perderse todos, si el capitán Bernardino de Villalta, que iba de vanguardia, no
les acudiera con algunos amigos, resistiendo animosamente con harto peligro de
sus personas; porque en una vuelta que hizo sobre un moro que acababa de matar
a un soldado y corría en el alcance de otro, cayó del caballo, y hubiérale
muerto a él también, si no fuera socorrido con mucha presteza. Desta manera fue
subiendo nuestra gente hasta lo alto del puerto, y los moros, habiendo muerto
diez y ocho soldados y herido otros muchos, quedando ellos no menos lastimados,
dejaron de seguirlos, y se volvieron a la Alpujarra , con determinación de irse para Aben
Humeya y juntarse con él para que renovase la guerra. Estaba este día en la Calahorra un morisco
llamado Tenor, con quien tenían concertado Juan Pérez de Mescua y Hernán Valle
de Palacios, vecinos de Guadix, que si daba vivo o muerto a Aben Humeya, o le
traía a parte que pudiese ser preso, le rescatarían a su mujer y a dos hijas
que tenía captivas; y estándoles diciendo cómo dejaba tratado con Diego
Barzana, vecino de Guadix, casado con tía de Aben Humeya, y persona de quien mucho
confiaba, que le trairía a un encinar de Sierra Nevada, y que poniéndole dos o
tres emboscadas en los pasos por donde había de pasar, le prenderían, vio venir
a nuestra gente con tan grande presa de mujeres captivas y de ganados y
bagajes, y comenzando a llorar, les dijo: «Señores, Dios no quiere que yo vea
libres a mi mujer y hijas. Esta cabalgada ha de desbaratar mi negocio; y de hoy
más no ha de haber quien se ose fiar, y habrá cada día más mal, antes volverán
a levantarse los reducidos». Y cierto dijo verdad, porque con este suceso quedó
la tierra puesta en arma, y juntando Aben Humeya de nuevo gente, interrompió la
redución. Sintieron mucho el marqués de Mondéjar y el Conde esta desorden, y
mandando el Marqués prender a Bernardino de Villalta, fuera castigado
rigurosamente si no se descargara con que había hallado gente de guerra en
aquel lugar, y con algunas otras causas, al parecer justificadas; por donde las
indefensas mujeres perdieron su libertad y fueron vendidas por esclavas.
Capítulo XXXVI
De las diferencias que
hubo en la ciudad de Almería entre los capitanes sobre el partir de la
cabalgada de Inox
Tenía
don García de Villarroel comisión del marqués de Mondéjar para todas las cosas
tocantes a la guerra en la ciudad de Almería; y como no se le revocase por la
cédula de su majestad, que don Francisco de Córdoba llevó, pretendía
pertenecerle la jurisdición civil y criminal, y por el consiguiente, el
repartir de la presa de Inox. Por otra parte don Francisco de Córdoba, usando
de las preeminencias como capitán general, quería que se hiciese todo por su
orden, y pretendía ser suyo el quinto y el diezmo de la presa. Andando pues en
estas competencias, don Francisco de Córdoba, que no quería que se dijese dél
cosa que oliese a cudicia, dejó a don García de Villarroel que hiciese el
repartimiento, y aun se lo requirió por escrito; el cual, cuando hubo sacado el
quinto y el diezmo aparte, proveyó un auto, al parecer justificado, en que
declaró que por cuanto los soldados de la costa del reino de Granada de tiempo
inmemorial tenían merced de los quintos de las cabalgadas, y los capitanes
generales no estaban en costumbre de llevar los diezmos, se depositase lo uno y
lo otro en poder del depositario general de aquella ciudad hasta que su
majestad mandase lo que se había de [251] hacer dello en la presente ocasión. Desto se
enojó don Francisco de Córdoba, y haciendo poco caso de aquel auto, mandó al
capitán Bernardino de Quesada que con los soldados de su compañía fuese a la
casa donde estaban recogidas las esclavas y las llevase a las atarazanas; y
llevándolas, no con pequeño escándalo, las repartió él por su persona, sacando
primero el quinto y el diezmo. De aquí pudiera suceder grande mal, por estar la
gente toda repartida en dos voluntades y haber algunos que quisieran que don
García de Villarroel se pusiera en defenderlo; mas al fin miró por su cabeza,
temiendo la indignación de su majestad. En este tiempo los del consejo de
guerra, pareciéndoles que no convenía que para un mesmo efeto hubiese dos cabezas
en la ciudad de Almería, despacharon cédula, mandando a don García de
Villarroel que obedeciese a don Francisco de Córdoba en todas las cosas
tocantes a la guerra, y su majestad le hizo merced del quinto de las esclavas,
que estaba depositado, y de la que se captivasen; mas venida la ley, luego
salió la duda, porque don Cristóbal de Benavides, hermano de don García de
Villarroel, que tenía en Almería trecientos soldados que había llevado a su
costa, pretendiendo que no se había de entender con él ni con su gente aquella
cédula, no acudía a las órdenes de don Francisco de Córdoba, y si alguna
cabalgada hacía, no se la ponía en las manos ni le daba parte della, de donde
vinieron a tener descontentos y a darse poco gusto. Por otra parte el marqués
de los Vélez, que no holgaba de ver a don Francisco de Córdoba en el partido
que le había sido cometido, no dejaba de dar calor a los dos hermanos, y lo
mesmo el marqués de Mondéjar, como dueño del negocio, mayormente cuando
entendió, por unas informaciones que don García de Villarroel le envió, como en
los bandos que se echaban en Almería don Francisco de Córdoba se hacía llamar
capitán general. Menudeando pues quejas por vía de agravio de todas partes,
vino a estar don Francisco de Córdoba tan mohíno, que así por esto como por su
indisposición, suplicó a su majestad le diese licencia para irse a su casa, y
se la dio por carta de 28 de febrero, en que decía: «Vista la instancia con que
nos pedís licencia para iros a vuestra casa, hemos tenido por bien de dárosla;
y así, podréis ir a ella cuando os pareciere; que al marqués de los Vélez hemos
escrito que envíe a esa ciudad la gente que le pareciere que será menester». Y
por otra de la mesma data envió a mandar al cabildo de la ciudad y al alcaide
de la fortaleza y a don García de Villarroel que obedeciesen las órdenes del
marqués de los Vélez. Recebidas estas cartas en 6 días del mes de marzo, don
Francisco de Córdoba se fue luego de Almería, y el marqués de los Vélez envió
comisión a don García de Villarroel para todos los negocios de guerra civiles y
criminales; y quedando solo en Almería, lo primero que hizo fue ahorcar a
Francisco López, alguacil de Tavernas, que estaba todavía preso; mandó subir
dos piezas de artillería y algunas municiones a la fortaleza, de las que habían
traído de Cartagena las galeras; dio orden en algunos reparos necesarios en los
muros y hizo una plaza de armas en la Almedina. Y saliendo don Cristóbal de Benavides
algunas veces a hacer entradas por aquellas sierras, se trajeron muchas y muy buenas
presas de esclavas, ganados y otros bastimentos a la ciudad, y se mataron
muchos moros; aunque no fueron pequeñas las desórdenes que los soldados
desmandados hicieron en los lugares reducidos.
Capítulo XXXVII
Cómo su majestad acordó
de enviar a Granada a don Juan de Austria, su hermano, y de otras provisiones
que se hicieron estos días
Mientras
estas cosas se hacían en el reino de Granada, ¿quién podrá decir las
diferencias de relaciones que iban al consejo de su majestad, cargando a unos y
descargando a otros? Estaba todavía don Alonso de Granada Venegas en la corte,
esforzando el negocio de la redución con muchas razones, y era tan mal oído de
algunos de los del Consejo, que apenas sabía por donde poderles entrar, que no
les hallase los pechos llenos de contradición; y no hallando otro mejor medio,
decía que su majestad hiciese merced a aquel reino de irle a visitar por su
persona, porque con su presencia se allanaría todo, pararían las desórdenes,
temerían los malos, y ternían seguridad los que deseaban quietud, y cesarían
tantas muertes, robos y fuerzas como había en él, poniendo por ejemplo que los
Reyes Católicos habían hecho otro tanto en las rebeliones pasadas, y las habían
apaciguado luego. Mas aun esto, que les pudiera ser de algún provecho en lo de
adelante, no lo merecieron las culpas de aquellos malaventurados, pareciendo al
Consejo que ni era conveniente a la autoridad de un príncipe tan poderoso, ni
daban lugar a ello las grandes ocupaciones de negocios que ocurrían de otras
partes. Concurrieron en que su majestad no debía hacer mudanza el cardenal don
Diego de Espinosa, por quien corrían estos negocios, y la mayor parte de los
del Consejo; mas juntamente con esto fueron de parecer que fuese a Granada don
Juan de Austria, su hermano, mancebo de grande esperanza, y que con su
autoridad se formase en aquella ciudad un consejo de guerra, y en él se
proveyesen todas las cosas de aquel reino, con que no se determinase en el
mesmo punto sin consultarlo con el supremo consejo: adición grande, que causó
inconveniente por la dilación que después hubo en cosas que requerían brevedad
y resolución precisa. Resuelto pues su majestad en que don Juan de Austria
fuese a Granada, hizo dos provisiones, una a don Luis de Requesenes, comendador
mayor de la orden de Santiago en el partido de Castilla, que estaba por
embajador en Roma y era teniente de capitán general de la mar por don Juan de
Austria, que con las galeras de su cargo que había en Italia y el tercio de los
soldados viejos españoles de Nápoles viniese luego a España, y juntándose con
don Sancho de Leiva, estorbasen el pasaje de bajeles de Berbería y proveyesen
por mar los presidios de nuestra costa; y otra al marqués de Mondéjar,
mandándole por carta de 17 de marzo que, dejando en la Alpujarra dos mil
infantes y trecientos caballos a orden de don Francisco de Córdoba, o de don
Juan de Mendoza, o de don Antonio de Luna, el que dellos le pareciese, con toda
la otra gente de su campo se viniese a Granada, porque había acordado que don
Juan de Austria, su hermano, fuese allí para los negocios de aquel reino, y
convenía que estuviese cerca de su persona por la mucha noticia que dellos
tenía. Esta provisión, divulgada antes de ser puesta en [252] ejecución, causó mucho
daño, porque los soldados, aguardando la venida de un príncipe de tanta
autoridad, y no curando ya de las salvaguardias de los lugares de moriscos, se
desmandaron a hacer entradas en los pueblos reducidos, alteraron la tierra,
armaron los enemigos y pagaron muchos dellos con las vidas; y lo que peor es,
que los mesmos que iban con orden eran los que hacían las mayores desórdenes,
como adelante diremos. Ordenose también al marqués de los Vélez que, guardando
las órdenes que don Juan de Austria le diese, enviase luego a Granada relación
del estado en que estaban las cosas de aquel partido, para que mejor pudiese
dar orden en lo que convendría al bien y pacificación de aquel reino. Muchos
hubo que entendieron que esta ida de don Juan de Austria a Granada había de ser
para descomponer, con autoridad honrosa, a los dos marqueses; mas el fin de su
majestad no fue otra cosa sino que, juntándose con él el duque de Sesa, el
marqués de Mondéjar, Luis Quijada, presidente de Indias, el presidente don
Pedro de Deza y el arzobispo de Granada, cuando ocurriesen negocios de
conciencia buscasen los mejores medios para allanar la tierra, si fuese
posible, sin rigor de guerra, considerando que los unos y los otros todos eran
sus vasallos. Mas tampoco hubo conformidad en esto; que Dios no quería que la
nación morisca quedase en aquel reino.
Capítulo XXXVIII
Cómo mataron los
moriscos que estaban presos en la cárcel de chancillería
Estábanse
todavía presos en la cárcel de chancillería los moriscos del Albaicín que el
Presidente, tomando aviso de su ofrecimiento, había hecho encarcelar, como
dijimos en el capítulo quinto del libro tercero desta historia; y como creciese
cada hora más la indignación en la gente de la ciudad contra la nación morisca,
por ver los incendios, muertes y crueldades que hacían, no faltó ocasión para
degollarlos a todos dentro de la cárcel. Hubo algunos contemplativos que les
pareció cosa acordada entre los superiores ministros de la justicia, para con
castigo ejemplar poner temor a los demás, de manera que no se osasen rebelar;
mas según lo que después se averiguó con mucho número de testigos, la causa de
aquellas muertes fue la que agora diremos. Habíase divulgado una fama en
Granada, diciéndose que Aben Humeya hacía instancia con los del Albaicín que le
acudiesen con gente para acrecentar su campo, y daría vista a la ciudad y haría
algún buen efeto; y que algunos se le habían ofrecido en haciéndoles señal de
su venida desde la falda de Sierra Nevada con fuego de parte de noche; y demás
de acudirle, habían ofrecídole que pornían en libertad a su padre y hermano,
que estaban presos en la cárcel de chancillería, y a los moriscos que estaban
presos con ellos. Con esta sospecha andaba la gente recatada, y se tenía
especial cuidado con las centinelas y rondas del Albaicín y de la ciudad, y
cada noche se juntaban los caballeros capitanes y ciudadanos honrados en el
cuerpo de guardia que se hacía en las casas de la Audiencia y en la sala
del Presidente, donde su negocio era tratar desta sospecha, como acontece muy
de ordinario cuando hay que temer o desear. Estando pues en buena conversación
una noche, que fue jueves a 17 días del mes de marzo, don Jerónimo de Padilla
bajó del Albaicín, y se llegó al Presidente y le dijo de manera que nadie le
pudo oír, como en una ladera de Sierra Nevada se habían visto fuegos que
parecían señales, y que de ciertas ventanas y terrados del Albaicín habían
respondido con otras lumbres; y aunque disimuló porque los que allí estaban no
se alborotasen, no tardó mucho que don Juan de Mendoza Sarmiento, que estaba
alojado en el Albaicín, y era cabo de la gente de guerra que allí había, le
envió el mesmo aviso con Bartolomé de Santa María, cuadrillero, que le dio el
recaudo que todos lo pudieron oír. Entonces dijo el Presidente que era bien
apercebir la gente, por si hubiese algo, no los tomase descuidados; y
sospechando que debían de querer juntarse para soltar los moriscos que tenía
presos en la cárcel, mandó al proprio Bartolomé de Santa María que fuese a ver
el recaudo que tenían, y si estaban con don Antonio de Válor y don Francisco,
su hijo, un alguacil y seis soldados que les tenían puestos de guardia, y que
dijese al alcaide de la cárcel de su parte que no se descuidase con los presos.
Con este aviso tan particular llamó el alcaide algunos amigos y deudos suyos, y
les rogó que le acompañasen aquella noche con sus armas, y buscando las que
pudo haber prestadas, las repartió entre los cristianos que estaban presos.
Estando pues todos prevenidos, la vela de la Alhambra , que estaba en
la torre de la Campana ,
que otros llaman del Sol, acertó a tocar el cuarto de la modorra más tarde y
más apresuradamente que otras veces, repicando a menudo, como si tocara a
rebato; y creyendo que lo era, toda la ciudad se alborotó. También se
alborotaron los cristianos de la cárcel, y los moriscos juntamente, teniendo
algún aviso o sospecha; y fue de manera el alboroto, que vinieron a las manos.
Los moriscos peleaban con piedras, ladrillos y palos que sacaban de los
calabozos, y los cristianos con las armas que el alcaide les había dado, o con
los mástiles de los grillos, procurando cada cual deshacer la pared que le
venía más a mano para sacar materia; que arrojar a su enemigo. Acudiendo pues
el alcaide, se renovó la pelea con muertes y heridas de entrambas partes, sin
que en más de dos horas se sintiese fuera. Contábanos después el corregidor
Juan Rodríguez de Villafuerte que, estando él reposando sobre una silla en la
sala de la Audiencia
que responde a la cárcel, había sentido gran ruido, y que salió corriendo a las
ventanas que salen a la plaza Nueva, y como vio los soldados del cuerpo de
guardia sosegados, tornó a sentarse; y dende a poco rato, oyendo el mesmo
ruido, y pareciéndole que era en la cárcel, envió allá un soldado, que volvió a
decirle como andaban los presos revueltos, peleando los moros con los
cristianos, y que unos decían «viva la fe de Jesucristo», y otros «viva
Mahoma»; y que había ido luego a dar aviso al Presidente, el cual mandó que la
compañía de infantería que hacía cuerpo de guardia en la plaza Nueva cercase la
cárcel, porque no se fuesen los presos. Mas ya a este tiempo la gente de la
ciudad había acudido al rebato y muchos soldados a las vueltas; y entrando en
la cárcel, combatían los calabozos y otros aposentos, donde los moriscos se
habían retirado para defenderse; muchos de los cuales, declarando lo que tenían
en el pecho, invocaban la seta. Otros, como desesperados, que ni querían
carecer de culpa ni [253] excusar la muerte en aquella última hora de su vida, juntando
esteras, tascos y otras cosas secas que pudiesen arder, se metían entre sus
mesmas llamas, y las avivaban, para que, ardiendo la cárcel y la audiencia,
pereciesen todos los que estaban dentro. Mas aun esto no pudieron ver, porque
los cristianos apagaron el fuego, y entre polvo y humo los mataron a todos, sin
dejar hombre a vida, sino fueron los dos que defendió la guardia que tenían.
Duró la pelea siete horas, y murieron ciento y diez moriscos que estaban
presos, y muchos dellos se hallaron estar retajados; las culpas de los cuales
debieron ser mayores de lo que aquí se escribe, porque después pidiendo las
mujeres y hijos de los muertos sus dotes y haciendas ante los alcaldes del
crimen de aquella Audiencia, y saliendo el fiscal a la causa, se formó proceso
en forma; y por sentencias de vista y revista fueron condenados, y aplicados
todos sus bienes al real fisco. Murieron cinco cristianos en esta refriega y
hubo diez y siete heridos, y el alcaide fue bien aprovechado de los despojos de
los muertos, porque como eran gente rica, tenían buena cantidad de dineros
consigo. A este rebato acudió el conde de Tendilla cuando ya era de día, y
estando diciendo al Presidente que quería ir a poner algún remedio en la
cárcel, llegó el licenciado Pero López de Mesa, alcalde del crimen de aquella
audiencia, que venía de la cárcel, y dijo que no había para qué ir allá, porque
ya los moriscos quedaban muertos. No mucho después mandó su majestad llevar a
don Antonio y a don Francisco de Válor, su hijo, donde les dio con que poderse
sustentar, porque pareció no ser culpados en el rebelión, sino que el alcaide
mayor de Osuna los había prendido viniendo del puerto de Santa María, donde
estaban las galeras, a Granada, con orden. Este mesmo día el conde de Tendilla,
queriendo poner en efeto lo que mucho deseaba, que era juntar gente y salir en
campaña a la parte de Bentomiz, envió a llamar al capitán Lorenzo de Ávila, que
con la gente de las siete villas estaba alojado en los lugares de Béznar,
Alfacar y Cogollos; y teniendo apercebida la que había en Granada y los lugares
de la Vega , la Audiencia y la ciudad lo
contradijeron, y paró con enviar a don Juan de Mendoza Sarmiento a Órgiba con
trecientos hombres de la gente de las villas. En el siguiente libro diremos la
causa por que no se prosiguió en la redución, y cómo se tornaron a alzar todos
los lugares de la Alpujarra
que ya estaban reducidos.
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